Panamá: el calor de la implosión

Guillermo Castro H.

“La colonia continuó viviendo en la república;

y nuestra América se está salvando de sus grandes yerros

– de la soberbia de las ciudades capitales,

del triunfo ciego de los campesinos desdeñados,

de la importación excesiva de las ideas y fórmulas ajenas,

del desdén inicuo e impolítica de la raza aborigen –

por la virtud superior, abonada con sangre necesaria,

de la república que lucha contra la colonia.”

José Martí, 1891[1]

Estos son tiempos en que todos esperan explosiones sociales. ¿Qué ocurre, sin embargo, cuando el orden social y político no estalla, sino que se va desmigajando bajo el peso acumulado de las contradicciones que lo corroen? Ocurre una implosión – que como todo proceso de descomposición genera su propio calor -, de consecuencias más imprevisibles que las del gran desorden contra el que nos advierten cada día los heraldos del Estado, sus partidos políticos y aquellos que antaño se llamaban a sí mismos “las fuerzas vivas” del país.

Tal, el caso en curso en Panamá. Aquí, la restauración conservadora impuesta por el golpe de Estado de diciembre de 1989 ha venido a desembocar 33 años después en una situación de crecimiento económico incierto; inequidad social persistente; degradación ambiental constante; disfuncionalidad institucional creciente, y una desesperanza cada vez más amplia en la capacidad del orden vigente para encarar los problemas que ese orden ha creado.

La más cómoda y versátil de las explicaciones a estos males por parte de los grandes beneficiarios de lo que en 1990 fue promesa y hoy va siendo desengaño es de una simpleza ejemplar. Todo se debe, dicen, a la corrupción, que a su vez se debe a la pérdida de valores cívicos que resulta del deterioro moral de la familia y la educación, y se consolida con el despilfarro de recursos públicos en el subsidio a la pobreza y al clientelismo político.

Desde otra perspectiva, aún en formación, sectores políticos emergentes perciben, y van ganando en capacidad para expresarlo, que esos cinco problemas mayores constituyen en realidad expresiones distintas e interactuantes de un mismo problema mayor: el del agotamiento del modelo de desarrollo transitista imperante en el país desde el siglo XVI. Ese modelo combina hoy, para decirlo desde Marx, los problemas que genera el desarrollo del capitalismo con los que se derivan del carácter desigual y combinado de ese desarrollo. Así,

Además de las miserias modernas, nos agobia toda una serie de miserias heredadas, resultantes de que siguen vegetando modos de producción vetustos, meras supervivencias, con su cohorte de relaciones sociales y políticas anacrónicas. No sólo padecemos a causa de los vivos, sino de los muertos. Le mort saisit le vif! [¡El muerto atrapa al vivo!][2]

Los muertos que atrapan a los vivos aquí se nutren de las raíces de una temprana inserción en el desarrollo del mercado mundial como centro de servicios a la circulación de mercancías, personas, y capitales. En su versión inicial, aún de carácter precapitalista, esa función fue organizada a partir del interés de la Corona española en garantizar el control comercial y político sobre el Istmo que la vinculaba a sus posesiones del Pacífico sudamericano. Ya en el siglo XX ese control ingresó a la modernidad mediante en el protectorado militar impuesto a Panamá por los Estados Unidos con el tratado Hay-Bunau Varilla, de 1903.

Aquel tratado, como sabemos, avaló la separación de Panamá de Colombia; le otorgó a los Estados Unidos el monopolio del tránsito marítimo por el Istmo mediante la construcción de un canal interoceánico al amparo de un enclave conocido como la Zona del Canal, y le concedió le otorgó el derecho a intervenir manu militari para preservar el orden en las ciudades de Panamá y Colón. La Constitución de 1904, por iniciativa de los políticos que la redactaron, amplió a todo el país el alcance de ese derecho a la injerencia.

Aun cuando ese régimen de protectorado, tras dar su zarpazo mayor en diciembre de 1989, se vio formalmente cancelado en diciembre de 1999 al culminar la ejecución del Tratado Torrijos-Carter, dejó un legado cultural y político que se renueva con la crisis en curso. Esto tiene su importancia cuando el enclave de servicios transnacionales creado de entonces acá en torno al Canal parece haber dado todo de sí, y el modelo transitista sólo puede garantizar el crecimiento sostenido de la economía panameña a cuenta del sacrificio de la población trabajadora, de los ecosistemas del Istmo, de una democracia eternamente frágil, y del desencuentro constante entre la soberanía popular y la nacional.

Ante ese deterioro, la solución invocada por los administradores de la cosa pública en lo económico consiste en agregar a los ingresos que genera el enclave de servicios transnacionales un enclave minero dedicado a la explotación de cobre y oro a cielo abierto, ubicada en la vertiente Atlántica del Istmo, que ha devastado ya miles de hectáreas de bosque tropical. Y eso es promovido como el despegue del proyecto de hacer de Panamá una “nación minera”.

 Para los sectores aquí dominantes, el atractivo de esa combinación de enclaves resulta de su capacidad para generar ingresos sin correr los riesgos de una transformación social. Así la transferencia del Canal al Estado panameño, tras generar entre 2000 y 2020 ingresos al Tesoro Nacional por 18,700 millones de dólares, permitió a la Autoridad del Canal de Panamá invertir 5 mil millones en la ampliación de la vía interocéanica entre el 2009 y el 2016, además de los ingresos generados por esa inversión. La gran minería, por su parte, invirtió cerca de 6 mil millones de dólares entre 2012 y 2019, que para el 2021 generarían réditos por unos 2 mil millones. [3]

Con todo, la otra cara de esta economía es mucho menos halagüeña. En el lindero entre lo económico y lo social, la mitad de la fuerza de trabajo del país está en la informalidad, y los índices de pobreza permanecen contenidos por cuantiosos subsidios financiados con deuda externa, mientras los servicios públicos de educación, salud, gestión de desechos y seguridad social atraviesan por un deterioro sostenido. En estas circunstancias el sentido mismo de ciudadanía se ve erosionado por el ciclo de incompetencia y corrupción generado por el régimen político instalado en 1989, que ha sumido al país en una situación de incertidumbre y deterioro que por momentos recuerda a la que padeció a fines de la década de 1960.

Esta situación se ve agravada por el bajo nivel de organización de los sectores populares y de capas medias, por el prolongado empantamiento de nuestro pensamiento político en el dogmatismo neoliberal, y por el peso del legado cultural y político del protectorado. Aun así – y quizás en reacción a ese empantamiento -, el ciclo que se cierra inaugura una creciente convergencia de agrupamientos de políticos e intelectuales contestatarios. Esa convergencia incluye el ingreso a la vida política y cultural de un relevo generacional que anuncia una innovación como la señalada por José Martí al saludar en su ensayo Nuestra América, de 1891, a “Los jóvenes de América”, que

se ponen la camisa al codo, hunden las manos en la masa, y la levantan con la levadura de su sudor. Entienden que se imita demasiado, y que la salvación está en crear. Crear es la palabra de pase de esta generación.[4]

            Esa capacidad de creación se expresa hoy en el empeño de construir una visión del interés general de la nación que trasciende la cultura del transitismo, que rechaza aquella “importación excesiva de las ideas y fórmulas ajenas” para forjar desde nuestra realidad la política nueva que los problemas del país demandan. Se promueve ahora el ejercicio de nuestras capacidades para pasar de la denuncia al estudio de nuestros problemas económicos, sociales, ambientales, culturales y políticos más relevantes, para encararlos en su conjunto – no por partes, ni mediante iniciativas dispersas y ejercicios de postergación de decisiones que puedan afectar al modelo transitista.

Ese paso de la denuncia al análisis facilita el que va de la propuesta al programa de lucha política necesaria para encarar la crisis en sus causas. Con ello, empieza a hacerse posible el ejercicio de las capacidades de nuestra gente para iniciar, al calor generado por la implosión en curso de la sociedad que hemos sido, la construcción en nuestra tierra de una sociedad en la que la soberanía popular y la nacional coincidan, y cuyo desarrollo sea sostenible por lo humano que llegue a ser.

Alto Boquete, Panamá, 3 de mayo de 2023


[1] “Nuestra América”. El Partido Liberal, México, 30 de enero de 1891. VI, 19.

[2] El Capital. (1867) Prólogo a la primera edición. Marx, Karl (2019: 268)): Antología. Selección e Introducción de Horacio Tarcus. Siglo XXI editores, Buenos Aires.

[3] Chapman Jr., Guillermo: Hacia una nuevas visión económica y social de Panamá. Una propuesta para la reflexión. Panamá, 2021.

[4] “Nuestra América”. El Partido Liberal, México, 30 de enero de 1891. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975. VI, 20.

Panamá (2013): las transformaciones en curso

Nota ara una arqueología del lugar del transitismo en nuestro debate político

Guillermo Castro H.

Agradezco a Nils Castro, Ana Elena Porras, Jorge Montalván y Jorge Giannareas sus comentarios, observaciones y sugerencias en el proceso de elaboración de estas ideas.

I

Para cualquiera que nos conozca, Panamá atraviesa por un período de transformaciones evidentes. Algunas son más visibles que otras, sin duda, y es probable que sean estas últimas las de mayor trascendencia para nuestro futuro. De todas ellas, la más importante consiste, sin duda, en la transformación de nuestra República en un estado nacional en el pleno sentido de la expresión, a partir de la década de 1990 y al cabo de un largo período precedente de desarrollo semicolonial primero, entre 1903 y 1936, y neocolonial después, entre aquel último año y 1979.

También es evidente un proceso de crecimiento económico sin precedentes por su intensidad y su duración, tras el cual subyace la transformación de una economía de enclave, articulada en torno a un canal vinculado a la economía interna de los Estados Unidos, en otra mucho más abierta, que se estructura a partir de una Plataforma de Servicios Globales de creciente complejidad. Y a esto cabe agregar la transformación de una sociedad de fuertes valores rurales y estrechos vínculos entre los sectores populares y de capas medias profesionales de origen reciente, en otra de carácter urbano, de gran desigualdad estructural, que aún se encuentra en el proceso de construir su nueva identidad.

En ese marco, también, ha venido transformándose la actitud de los pobres de la ciudad y el campo ante sus propios problemas, desde la aceptación más o menos pasiva de su condición de marginalidad, hacia una creciente voluntad y capacidad para reclamar mejores condiciones de vida. Aquí, la formación de alianzas entre movimientos indígenas, campesinos y de pobladores urbanos pobres, junto a la inscripción – por primera vez en décadas – de un partido político que tiene sus raíces en un sector del movimiento obrero, constituyen novedades del mayor interés.

De momento, sin embargo, estas transformaciones en curso no parecen incluir la de nuestra capacidad para percibirlas en lo más trascedentes de su significado. Por el contrario, lo que se transforma con mayor lentitud entre nosotros es el pensamiento político forjado entre las décadas de 1940 y 1970, en el que se confrontan hasta hoy un populismo liberal y otro conservador, que comparten una concepción del mundo organizada en categorías como pueblo y oligarquía, tradición y modernidad, o atraso y progreso.

Por lo mismo, el planteamiento de los problemas que encara Panamá en este momento de su historia encara una confusión cada vez más evidente. Entre nosotros, por ejemplo, se da por sentado que la economía crece en una sociedad que no cambia, y que el evidente incremento de la desigualdad constituye en un problema administrativo de reparto, y no de relacionamiento social.

En realidad, lo que no se alcanza a percibir entre nosotros es que el crecimiento económico y la desigualdad social son formas – entre otras- en que se expresa un proceso más complejo de transformación de la sociedad, de su economía, y de su cultura. En lo más esencial, ese proceso consiste en la transformación de la vieja economía – en la que la actividad del tránsito operaba al interior de un enclave que hacía parte de una economía distinta a la nacional -, en otra en la que el tránsito hace parte de la economía interna, y se diversifica en su contenido como en sus rutas.

Aquella economía fue definida como transitista, no porque dependía del tránsito interoceánico – una actividad milenaria en el Istmo -, sino por la forma en que esa actividad vino a ser organizada a partir del momento en que el territorio que hoy habitamos fue incorporado a la formación y el desarrollo del moderno mercado mundial, desde mediados del siglo XVI.

Aquella organización – aún vigente en lo más esencial – se caracterizó por el control monopólico del tránsito por una potencia externa; la concentración de la actividad del tránsito  por una única ruta, la del valle del río Chagres, y la de sus beneficios en quienes controlaban esa ruta; el subsidio ambiental a la actividad así concentrada a partir de un corredor agroganadero extendido a lo largo del litoral Pacífico Occidental del Istmo, y la formación de una frontera interior que marginó al litoral Atlántico y el Darién del proceso de formación nacional hasta fecha relativamente reciente.

A esto cabe agregar, en lo cultural y lo ideológico la formación y reproducción constante de una mentalidad característica en los sectores dominantes, que considera a estos rasgos históricos como consustanciales a la condición ístmica del territorio y al predominio del tránsito como actividad económica, y no como elementos característicos de una determinada fase de la historia de Panamá. Para esa mentalidad, por lo mismo, el problema fundamental no era la organización transitista del tránsito, sino el control de esa organización por una potencia extranjera. Y, así planteado el problema, su solución no podía ser más evidente: nacionalizar y preservar el transitismo, bajo el control del Estado que esos sectores controlan.

Así, a lo largo del siglo XX – cuando la organización del tránsito alcanzó su forma transitista más extrema con la construcción y operación de un Canal en el Istmo por un gobierno extranjero – se fue constituyendo una situación en la que la zonas más prósperas de aquella economía estaban asociadas a enclaves económicos que recibían grandes subsidios del resto del país, su población y su territorio: la Zona del Canal, las bananeras de la United Fruit Company en Bocas del Toro y Chiriquí, y la Zona Libre de Colón.

Así la cosas, tendría que ser evidente que la integración del Canal a la economía interna, como la inserción de la economía local en la global a través de la formación de una Plataforma de Servicios Transnacionales en torno al Canal, no son hechos que puedan ser reducidos a una mera expansión cuantitativa de la vieja economía de transitista organizada en enclaves. Por el contrario, estos cambios tienen una singular trascendencia, en cuanto abren posibilidades inéditas para el desarrollo del país.

La nueva economía podrá llegar a ser transitista, o no. Si sigue siéndolo – esto es, si sigue concentrando el tránsito y sus beneficios en un único corredor interoceánico, subsidiado mediante la devastación ambiental y el deterioro social del resto del país -, esa economía demandará una organización social y política tan autoritaria como lo fue la antigua Zona del Canal. Si opta por una nueva organización, que descentralice el tránsito y sus beneficios mediante múltiples corredores interoceánicos e interamericanos, y fomenta su capital natural mediante el fomento de su capital social, esa economía será realmente nueva y le será natural sustentarse en una organización democrática de su vida social y política.

II

De momento, sin embargo, el hecho dominante en la vida nacional es la desintegración de la vieja economía. Ese proceso va devastando toda la institucionalidad creada para el servicio y reproducción de la economía anterior, así como va haciéndolo – aunque a un ritmo mucho más lento – con las formas del razonar propias de la cultura asociada a aquella institucionalidad.  Esto explica, por ejemplo, que nuestra intelectualidad tienda a percibir las transformaciones en curso como un mero asunto de circunstancia y oportunidad, en el mejor de los casos, o de simple desorden y desgreño, en el peor.

En esas circunstancias, la primera reacción ha sido la de resistir a esa devastación.  Así, a mediados de la década de 1990 una parte significativa del movimiento popular salió a la defensa de lo que restaba de los derechos sociales otorgados durante el período torrijista populista de 1972 – 1976, mientras un gobierno presidido por el PRD procedía a desmantelar el aparato de Estado que había permitido ofrecer y sostener aquellos derechos. De manera semejante, los sectores democráticos de capas medias salieron a defender lo que restaba de la institucionalidad establecida a partir del golpe de Estado de diciembre de 1989.

Aquellas tensiones de fines del siglo XX parecieron encontrar alivio a mediados de la primera década del XXI con el primer auge de la economía nueva, estimulado por la enorme inversión de fondos públicos en las obras de ampliación del Canal y de construcción de la infraestructura necesaria para facilitar su integración a la economía interna del país. Ese auge se acercar a su límite con el fin de esas inversiones, y entre los sectores dominantes empieza a ser creciente la preocupación por las medidas que requiera hacer sostenible el crecimiento sostenido que ha experimentado la economía nacional.

Esto es más complejo de lo que parece a primera vista. No se trata, en efecto, de un problema meramente económico, sino de un proceso que abarca tanto el conjunto de la realidad nacional, como el de las relaciones internacionales de Panamá. Los problemas inherentes a un proceso de tal complejidad no pueden ser encarados asumiendo que la economía simplemente arrastra tras de sí en un proceso único y lineal al resto de los componentes de la vida nacional. Por el contrario, esos componentes – político, social, cultural, identitario, ambiental – se transforman a distintas velocidades, a veces interactuando sinérgicamente entre sí, a veces obstaculizándose unos a otros.

Así, el crecimiento económico modifica la estructura social haciéndola cada más inequitativa y excluyente. Esto,  a su vez, tensiona cada vez más las relaciones de los sectores más y menos favorecidos entre sí, y con el Estado.  Esas tensiones, por su parte, erosionan los elementos de identidad colectiva y comunidad de propósitos imprescindibles para la construcción de consensos, lo cual hace cada vez más difícil el manejo de las contradicciones que emergen del crecimiento económico, y así sucesivamente. Comprender esas interacciones, y su incidencia sobre la velocidad de marcha y la orientación del proceso de transformación en su conjunto, tiene aquí la mayor importancia.

Los conflictos y contradicciones que se derivan de esa interacción se manifiestan, en lo más visible, como rezagos que limitan la posibilidad de acercarse a un modelo de desarrollo social para el crecimiento económico, capaz de procesar sus propios conflictos y obtener de ese procesamiento la energía necesaria para sostenerse en el tiempo.  Así, algunos de los factores de conflicto que operan al interior de las transformaciones en curso en la vida nacional incluyen, por ejemplo, el que opone los procesos de formación de fuerza de trabajo y los de formación y desarrollo de nuevas formas de organización de la producción en el país, bloqueando la posibilidad de ofrecer la educación – en sentido estricto de formación técnica y moral para una sociedad distinta a la que tenemos – que demandaría un crecimiento sostenible; la creciente tendencia a la concentración de la riqueza, que contradice la necesidad de hacer mucho más inclusiva la vida productiva del país, estimulando el desarrollo de formas de organización productiva correspondientes a la creciente riqueza y diversidad de nuestras relaciones económicas internacionales y, sobre todo, el conflicto entre una sociedad cada vez más atrasada, y una economía cada vez más articulada a la complejidad del mercado global.

III

En lo inmediato, nuestro problema mayor radica en que quienes intuyeron la inminencia de este proceso de transformaciones – no para conducirlo, sino para explotarlo en su propio beneficio – no saben con qué sustituir lo que tan activamente contribuyen a destruir. Sus oponentes tampoco saben con qué sustituir lo que ya no están en capacidad de defender, y todos claman por una Asamblea Constituyente, que no se materializa porque aún no emerge un bloque social capaz de convocarla y conducirla.

Y aun esto, sin embargo, se refiere más al aspecto principal de las contradicciones que encaramos, que a la principal de esas contradicciones: aquella que enfrenta al tránsito contra el transitismo o, lo que es su equivalente en el terreno político, contrapone la esperanza imposible de crecer sin cambiar, propia de los sectores dominantes en toda sociedad, y la necesidad de cambiar para crecer, característica de períodos de transición entre lo que fue y lo que aún no llega a ser. En una circunstancia así, adquiere especial vigencia el viejo refrán que nos advierte que en política no hay sorpresas, sino sorprendidos. Urge, por lo mismo, identificar con verdadera claridad tanto la naturaleza del cambio que ya está en curso, como la de los rezagos del pasado y los obstáculos de coyuntura que lo hacen más lento y lo distorsionan, acentuando sus peores rasgos – como la inequidad social y la desesperanza política -, y limitando la posibilidad de encauzarlo en una dirección que se corresponda con los mejores intereses del país.

No estamos – como lo proclaman quienes hoy reclaman para sí la conducción política del país – ante problemas derivados de una mala gestión pública en los gobiernos de ayer, de hoy o de mañana. Por el contrario, la mala gestión pública expresa, aquí, el divorcio entre el Estado que se desintegra y la sociedad que emerge en este proceso de transformación que nos conduce a una etapa enteramente nueva en nuestra historia.

Esa nueva etapa se caracterizará por lo mucho peor o mucho mejor que llegue a ser con respecto a la que la precedió. Libradas las cosas a la espontaneidad del cambio, será sin duda peor. Encaradas en su carácter contradictorio, apoyando lo que esa contradicción entraña de promesa y previendo a tiempo lo que trae de amenaza, puede llevarnos a una situación mucho mejor. Gestionar con claridad de propósitos la transformación de la sociedad y de su Estado viene a ser, aquí, la clave para evitar aquel riesgo y abrir paso a un país en el que el interés público se corresponda, en sus expresiones de política estatal, con el interés general de la nación.

Panamá, mayo 2013

Crisis, ¿cuántas?

Guillermo Castro H.

“el que pone de lado, por voluntad u olvido, una parte de la verdad,

cae a la larga por la verdad que le faltó, que crece en la negligencia,

y derriba lo que se levanta sin ella.”

José Martí, 1891.[1]

El problema de la crisis se ha instalado como un gigantesco eclipse del entendimiento en la escena mundial. La dificultad en caracterizarla acompaña de cerca las dificultades del sistema mundial para encararla. Ante esta situación, por ejemplo, el Foro Económico Mundial plantea que “la cascada de crisis interconectadas en que nos vemos envueltos a comienzos de 2023 demanda un nuevo descriptor para definir la escala de los problemas que enfrenta el mundo”. Así, ha optado por el término “policrisis” para acercarse a una visión interactiva de los conflictos que animan el cambio de época que vivimos.[2]

Desde otra perspectiva, sin embargo, cabe decir que aquello que encaramos es una crisis general de la organización adoptada por el sistema mundial tras la Gran Guerra de 1914-1945. Aquel conflicto tuvo entre sus consecuencias geopolíticas mayores la liquidación de la previa forma colonial de organización de ese sistema. En lo geocultural, además, dio lugar al desplazamiento – que no la liquidación- del viejo paradigma del colonialismo como lucha de la civilización contra la barbarie, por el de la colaboración mundial en la lucha contra el subdesarrollo de las viejas sociedades coloniales, una vez transformadas en Estados nacionales.

Esa perspectiva resulta más integral por estar mejor integrada. Con ello, facilita distinguir entre la contradicción principal que anima la crisis que encaramos, y el aspecto principal de esa contradicción en cada momento de su desarrollo. Como nos dice un texto clásico sobre este tema

En el proceso de desarrollo de una cosa compleja hay muchas contradicciones y, de ellas, una es necesariamente la principal, cuya existencia y desarrollo determina o influye en la existencia y desarrollo de las demás contradicciones. […] De este modo, si en un proceso hay varias contradicciones, necesariamente una de ellas es la principal, la que desempeña el papel dirigente y decisivo, mientras las demás ocupan una posición secundaria y subordinada. Por lo tanto, al estudiar cualquier proceso complejo en el que existan dos o más contradicciones, debernos esforzarnos al máximo por descubrir la contradicción principal. Una vez aprehendida la contradicción principal, todos los problemas pueden resolverse con facilidad. [3]

Así, por ejemplo, el cambio climático vendría a ser el aspecto principal de la contradicción en las relaciones entre la especie humana y el sistema Tierra que ha dado lugar a la formación del Antropoceno. Pero incluso esa crisis es un aspecto de otra, directamente vinculada al desarrollo de la especie que somos. En efecto, todo indica que la contradicción principal que anima este cambio de épocas es la que ocurre entre el desarrollo de las fuerzas productivas generadas por la Cuarta Revolución Industrial, y la organización interestatal de ese mercado.

Esa organización del mercado mundial vino a ser la respuesta a lo planteado por Marx en 1858, en el sentido de que la tarea histórica de la burguesía había sido “la creación del mercado mundial […], y de la producción basada en ese mercado.” Esa tarea habría culminado con “la colonización de California y Australia y la apertura de China y Japón”, con lo cual para mediados del siglo XIX “el movimiento de la sociedad burguesa” todavía estaba “en ascenso sobre un área mucho mayor” que el mundo Noratlántico en que había nacido el capitalismo.[4]

Al respecto, conviene recordar que la primera forma de organización del mercado mundial – la que lo creó de hecho, y le dio su primer gran impulso – fue el sistema colonial, dominante en el mercado mundial entre 1650 y 1950. En su fase ascendente, dicho sistema, al decir de Marx, “hizo madurar, como plantas de invernadero, el comercio y la navegación”, administrados por sociedades comerciales que “constituían poderosas palancas de la concentración de capitales”, pues “la colonia aseguraba a las manufacturas en ascenso un mercado donde colocar sus productos y una acumulación potenciada por el monopolio del mercado.”[5]

Para fines del siglo XIX, sin embargo, el sistema colonial ingresó a un proceso de crisis y descomposición agobiado por sus crecientes costos de operación para los estados coloniales, y por el ingreso a escena de la organización monopólica de las grandes economías capitalistas, bajo la hegemonía del capital financiero. A ese respecto, pudo decir V.I. Lenin en 1917 que “el resumen de la historia de los monopolios” era el siguiente:

1) Décadas de 1860 y 1870: cénit del desarrollo de la libre competencia. Los monopolios están en un estado embrionario apenas perceptible. 2) Tras la crisis de 1873, largo período de desarrollo de los cárteles, que son todavía una excepción. No están aún consolidados, son todavía un fenómeno pasajero. 3) Auge de finales del siglo XIX y crisis de 1900-1903: los cárteles se convierten en un fundamento de la vida económica. El capitalismo se ha transformado en imperialismo.[6]

La “época presente” a que se refería Lenin, en todo caso, estaba aún en formación. En realidad, vino a conformarse a mediados del siglo XX con la organización del mercado mundial como un sistema internacional, que multiplicó y diversificó los centros de acumulación, al crear cerca de 200 mercados tutelados por sus respectivos Estados nacionales. Esto creó las condiciones para el pleno despliegue de aquella cualidad característica que Lenin le atribuía al capitalismo maduro: que la exportación de bienes era característica “del

del viejo capitalismo, cuando la libre competencia dominaba indivisa”, mientras en el capitalismo moderno “donde manda el monopolio”, lo característico es “la exportación de capital.”[7]

No es de extrañar, así, que el sistema internacional fuera organizado para facilitar la expansión incesante del capital financiero a partir de entidades como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional que garantizaron además la dolarización de la economía mundial. Ese impulso fue tan poderoso, que transformó mucho más el mercado mundial en 50 años de lo que lo había transformado el sistema colonial en 4 siglos.

El agotamiento de esa fase de desarrollo del mercado mundial está en el origen de la crisis que hoy encaramos. La vieja organización internacional, en efecto, ha ingresado a un proceso de transición cuyo carácter y alcance aún no estamos en capacidad de establecer con precisión. A riesgo de contaminar la reflexión con salpicaduras de lugares comunes, cabría quizás decir que transitamos desde un sistema internacional – interestatal, en realidad – a uno transnacional. En el primero, los Estados nacionales tutelan de un u otro modo a sus propios mercados, mientras en el segundo grandes corporaciones transnacionales tutelan a esos Estados.

A esta visión parece corresponder la idea de que la crisis por la que atraviesa el sistema mundial expresa entre las tendencias a la multipolaridad de aquella “área mucho mayor” a que se refería Marx en 1858, y la aspiración a la unipolaridad de aquel de sus integrantes forjado por la única sociedad creada por el capital y para el capital. El punto aquí, de momento, consiste en cuál de esas dos formas de organización favorece más a la acumulación del capital a escala mundial y cual favorece menos el paso a formas de organización de la vida social que favorezcan la lucha por la sostenibilidad del desarrollo de nuestra especie.

De momento, parece evidente que el orden unipolar sólo puede ser impuesto y sostenido mediante la guerra sin fin, proclamada y ejercida como una política explícita de la potencia hegemónica tras la agresión terrorista de que fue objeto en septiembre de 2001. Por contraste, el orden multipolar parece ofrecer mayor espacio a la negociación y la formación de conjuntos de interlocutores que se relacionen entre sí en un mundo en el que la Cuarta Revolución Industrial impone un régimen de tiempos que tienden a acortarse sin cesar.

Desde nuestro propio lugar en tal proceso, ¿cómo aplicar el mandato martiano de hacer causa común con los oprimidos “para afianzar el sistema opuesto a los intereses y hábitos de mando de los opresores”? La respuesta más adecuada está en el primer párrafo del ensayo Nuestra América, que es como el acta de nacimiento de nuestra contemporaneidad: no dar por bueno el “orden universal, sin saber de los gigantes que llevan siete leguas en las botas y le pueden poner la bota encima, ni de la pelea de los cometas en el Cielo, que van por el aire dormidos engullendo mundos.”[8]

Nuestra América empieza a encontrar camino propio en la crisis, utilizando “las armas del juicio, que vencen a las otras.” Desde trincheras de ideas que “valen más que trincheras de piedra” lucha hoy contra “las ideas y formas importadas que han venido retardando por su falta de realidad local, el gobierno lógico”[9], y desde la lucha por ese gobierno ve en la posibilidad de un mundo multipolar el camino mejor para avanzar hacia un desarrollo que sea sostenible por lo humano que llegue a ser.

Alto Boquete, Panamá, 19 de abril de 2023.

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[1] “Nuestra América”. La Revista Ilustrada, Nueva York, 1 de enero de 1891; El Partido Liberal, México, 30 de enero de 1891. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales. La Habana, 1975. VI, 18.

[2] https://www.weforum.org/agenda/2023/01/polycrisis-global-risks-report-cost-of-living/

[3] Mao Zedong (1937): “Sobre la contradicción”. www.marx2mao.com/M2M(SP)/Mao(SP)/OC37s.html

[4] Karl Marx a Friedrich Engels en Manchester / Londres, viernes [8 de octubre] de 1858

http://hiaw.org/defcon6/works/1858/letters/58_10_08.html

[5] “La llamada acumulación originaria” [Libro I “El proceso de producción del capital”, sección VII “El proceso de acumulación del capital”]. Marx, Karl: Antología. Selección e introducción de Horacio Tarcus. Siglo XXI editores, Buenos Aire. 2019: 373.

[6] El Imperialismo. Fase superior del capitalismo (esbozo popular).

[7] Lenin, V.I. (1917): El Imperialismo. Fase superior del capitalismo (esbozo popular). IV: “La exportación de capital.” https://www.fundacionfedericoengels.net/images/PDF/lenin_imperialismo.pdf

[8] Ídem, VI:15.

[9] VI, 18-19.

Panamá: del agua entre los mares

Guillermo Castro H.

De súbito, en apariencia, la degradación constante en las relaciones entre la sociedad panameña y su entorno natural se ha tornado socioambiental. El debate en torno a un contrato entre el Estado panameño y la minera canadiense First Quantum, que ya venía explotando una enorme concesión minera en el entorno de áreas protegidas vinculadas al Corredor Biológico del Atlántico Mesoamericano, se combinó con un gran incendio en el relleno sanitario de la Capital, situado entre la cuenca del Canal y áreas ya urbanizadas de la ciudad. A esto se sumó la protesta masiva de residentes en las ciudades dormitorio situadas en la ribera Oeste del Canal, a quienes se les han vendido viviendas sin dotación segura de agua potable mientras, por su parte, el Administrador de la Autoridad del Canal de Panamá advertía al país sobre la necesidad de atender a las necesidades de abastecimiento de agua para la vía interoceánica en el mediano plazo.

Panamá ha ingresado así – y a una escala no vista antes – a una circunstancia en que grupos sociales distintos aspiran a hacer usos mutuamente excluyentes de los recursos de un mismo ecosistema. Tal es el terreno de la ecología política, que hasta ahora carecía de un lugar relevante en nuestra cultura ambiental, aún vinculada en buena medida al conservacionismo conservador norteamericano. Pero ahora puede ser que 2024 pase a ser el año en la ecología política encuentre un lugar para sí entre nosotros.

El país, por ejemplo, necesita establecer una política realmente pública en materia de gestión del agua. Dado que la política es cultura en acto, el proceso de formación y formulación de esa política deberá insertarse en otro, más amplio y complejo, de formación de una cultura del agua correspondiente al papel que ésta desempeña en la sostenibilidad del desarrollo humano de la sociedad panameña. Y esto, a su vez, demanda indagar en la manera en que las contradicciones en nuestra relación con el agua se vinculan con las que animan nuestro desarrollo social.

En lo general, sabemos que el agua es un elemento vital en el metabolismo entre las sociedades humanas y sus entornos naturales. Aquí, lo que distingue la relación de los humanos con el agua consiste en que todos los demás seres vivientes la utilizan, pero solo nuestra especie la transforma. Así, si bien para todos los seres vivientes es un elemento natural, los humanos se vinculan con ese elemento transformándolo en un recurso adecuado a sus necesidades.

En esa relación entre la especie, el elemento y el recurso destacan dos elementos. Uno, que la relación entre ambos está mediada por el trabajo socialmente organizado. Otro, que el carácter y el alcance de esa organización social del trabajo cambia con el desarrollo histórico de la sociedad, y con los cambios que en ese proceso ocurren en su entorno natural.

Así, el agua tiene tanto una historia natural como tiene una historia social, cuya combinación sustenta su historia ambiental, que hace parte de otra, más amplia: la del desarrollo humano a partir del metabolismo que cada sociedad establece con su entorno natural.  En ese sentido, por ejemplo, el historiador y sinólogo Karl Wittfogel resaltó en su momento la existencia “de al menos dos grandes tipos de civilizaciones agrarias rural – urbanas -las hidráulicas y las no hidráulicas”, destacando el peculiar potencial civilizatorio de las primeras a partir de la eficacia de su producción agrícola.[1]

Para Wittfogel, ese potencial estaba determinado por la capacidad de aquellas civilizaciones para la gestión del agua como recurso para la agricultura a partir del hecho de que -a diferencia de otros factores como la temperatura, la disposición de la superficie, la fertilidad del suelo, y el carácter de las plantas cultivables – el agua “es el único recurso que tiende a aglomerarse en bulto.” Al respecto, propuso una caracterización de las actividades agrícolas a partir de su relación con el agua.

Así, llamó pluviagricultura a aquella en la cual “un clima favorable permite el cultivo sobre la base de las precipitaciones naturales”; “hidroagricultura”, a la que recurre a la irrigación, aunque solo a pequeña escala, y “agricultura hidráulica” a aquella en que la abundante oferta de agua disponible lleva “a la creación de grandes obras hidráulicas, productivas y de protección, que son administradas por el gobierno.” Esta combinación de “una agricultura y un gobierno hidráulicos, y una sociedad organizada en torno a un único centro,” dijo, “constituye la esencia institucional de la civilización hidráulica.”

Para Wittfogel, la eficacia administrativa de ese tipo de civilización podía incluso dar lugar a la existencia de gobiernos que, sin tener funciones hidráulicas relevantes, utilizaran los métodos de administración y ejercicio del poder propios del “despotismo hidráulico” con el fin de “mantener débil a la propiedad privada, y políticamente impotentes a las fuerzas no burocráticas de la sociedad.” Tal, quizás, sea el caso de Panamá.

De hecho, el agua como recurso natural siempre es objeto de una política – implícita o explícita -, cuyos orígenes, racionalidad y posibilidades de transformación y desarrollo pueden y deben ser estudiados. En el caso de Panamá nuestra cultura del agua ha tenido dos momentos formativos. Entre los siglos XVI y XIX, fue una pluvicultura. Del XX acá, es una cultura hidráulica, ligada primero a la construcción y operación del Cana en el marco de una relación de protectorado impuesta por la mayor potencia capitalista del Hemisferio a una pequeña sociedad comercial y agraria, primero, y de una red de hidroeléctricas, después, a la que ahora se agrega la minería metálica a cielo abierto en la región más lluviosa del país.[2]

Así, los conflictos en torno al agua se expresen aquí a partir de la contradicción entre una cultura hidráulica dominante en la administración del Canal de Panamá y en el imaginario estatal, que coexiste en una relación inarmónica con la pluvicultura dominante en el resto de la sociedad. La cultura hidráulica, en efecto, hace una administración centralizada y cuidadosa del agua. La pluvicultura, en cambio, simplemente se apropia del agua donde esté disponible, la utiliza en actividades de muy limitada complejidad, y la devuelve sin tratamiento alguno a su entorno natural.

De esta inarmonía proviene el hecho de que en Panamá el agua sea un elemento natural muy abundante, pero un recurso natural cada vez más escaso debido a la ausencia de una adecuada gestión de las cuencas hidrográficas, y el uso muy frecuente de los cursos de agua como vertederos de desechos. Todo ello deteriora la calidad del elemento natural e incrementa los costos de su producción como recurso para actividades complejas, como las que demandan agua potable.

En estas circunstancias, la atención a los problemas indicados demandaría un alto grado de organización social comunitaria, y una efectiva capacidad de gestión de los municipios. Ambas cosas están ausentes en Panamá, en particular la organización social de los sectores populares y de capas medias, que los condena esperar que el Estado encuentre la voluntad y los recursos para atender a sus necesidades. El Estado, por su parte, espera de esos sectores paciencia y comprensión – mientras mayores, mejor – porque en realidad carece hoy de la capacidad para comprender y atender a esas necesidades, y trabajar con los afectados en su solución.

Dicho en liberalés, Panamá requiere fomentar su capital natural mediante el fomento de su capital social, para hacer posible la protección del elemento y garantizar la disponibilidad del recurso. De ese doble fomento hace parte el proceso de formación y formulación de una política del agua sustentada en la capacidad de nuestra gente para comprender y ejercer relaciones con el agua que contribuyan a resolver los problemas socioambientales que hoy afectan su relación con ella.

Esto, naturalmente, demandará promover y facilitar la organización social y comunitaria que permita a la población construir una relación social con el agua que contribuya al desarrollo humano en el siglo XXI. Tal política nos permitiría iniciar el tránsito desde el despotismo hidráulico a la gestión democrática del agua, en el camino que nos lleve a la economía del Pro Mundi Beneficio – como lo proclama el escudo nacional -, por otra que haga de los servicios al tránsito interoceánico e interamericano la base de una sociedad que trabaje con el mundo Pro Domo Beneficio, como debe ser.

Alto Boquete, Panamá, 10 de abril de 2023


[1] “The Hydraulic Civilizations”, en Thomas, William L. (ed  .), 1956: Man’s Role in Changing the Face of the Earth, The University of Chicago Press, 1967. Traducción de Guillermo Castro H.

[2] De hecho, la abundancia del agua en Panamá generó un grave problema y una innovadora solución para el tránsito interoceánico entre fines del siglo XIX y comienzos del XX. El proyecto francés de un canal a nivel, en efecto, fracasó en su intento de conquistar el agua conquistando la tierra. El canal norteamericano, logró dominar el agua trabajando con ella, para convertir el elemento natural provisto por el río Chagres en el recurso natural almacenado y administrado en el lago Gatún.

De la espiral en curso

Guillermo Castro H.

https://connuestraamerica.blogspot.com/2023/04/de-la-espiral-en-curso.html

“No es cierto que Marx ya no satisface nuestras necesidades. Por el contrario, nuestras necesidades todavía no se adecúan a la utilización de las ideas de Marx.”

Rosa Luxemburgo, 1903[1]

Al referirse a los problemas de método en el estudio de grandes autores del pasado, Gramsci señala la necesidad de distinguir entre las obras que el autor “ha terminado y publicado” y aquellas que “ha dejado inéditas, por no estar consumadas, y luego han sido publicadas por algún amigo o discípulo, no sin revisiones, reconstrucciones, cortes, etc., o sea, no sin una intervención activa del editor.” Al respecto, añade que el contenido de estas últimas

no se puede considerar definitivo, sino sólo como material todavía en elaboración, todavía provisional; no se puede excluir que esas obras, especialmente si han pasado mucho tiempo en periodo de elaboración sin que el autor se decidiera nunca a terminarlas, habrían sido parcial o totalmente repudiadas por el autor mismo, y consideradas no satisfactorias.[2]

Este comentario de Gramsci se refiere en lo fundamental a los tomos II y III de El Capital, editados tras la muerte del autor por Friedrich Engels. El carácter del vínculo intelectual y cordial existente entre Marx y Engels, se expresa en el hecho mismo de que éste reconociera siempre el genio de Marx, y apelara a su autoridad en los debates en que le correspondió defender a la filosofía de la praxis fundada por su compañero durante los doce años en que lo sobrevivió. Así, en su prólogo a la primera reedición del Manifiesto Comunista que ambos redactaran en 1848, tras la muerte de Marx en 1883, Engels señala que la idea central que inspirara “todo el Manifiesto

a saber, que el régimen económico de la producción y la estructuración social que de él se deriva necesariamente en cada época histórica constituye la base sobre la cual se asienta la historia política e intelectual de esa época, y que, por tanto, toda la historia de la sociedad -una vez disuelto el primitivo régimen de comunidad del suelo- es una historia de luchas de clases, de luchas entre clases explotadoras y explotadas, dominantes y dominadas, a tono con las diferentes fases del proceso social, hasta llegar a la fase presente, en que la clase explotada y oprimida -el proletariado- no puede ya emanciparse de la clase que la explota y la oprime -de la burguesía- sin emancipar para siempre a la sociedad entera de la opresión, la explotación y las luchas de clases; esta idea cardinal fue fruto personal y exclusivo de Marx.[3]

Hoy, las observaciones de Gramsci ganan en valor ante la labor de rescate y edición de textos inéditos de Marx que se iniciara en 1939 con la publicación de los Grundrisse – el esbozo elaborado entre 1857 y 1858 de lo que llegaría a ser el tomo I de El Capital. De esa labor, que incluye la edición de los cuadernos de apuntes de Marx elaborados por Marx entre 1867 y 1883, en campos como las ciencias naturales y la etnología, da cuenta por ejemplo la obra del joven filósofo japonés Kohei Saito.[4]

Los dos libros más conocidos de Saito son Karl Marx’s Ecosocialism. Capitalism, Nature, and the Unfinished Critique of Political Economy, (Monthly Review Press, 2017) y El Capital en la Era del Antropoceno, publicado originalmente en japonés en 2020, y en español en 2022 por SINEQUANON / Barcelona. Este último desarrolla en lo político lo planteado en el primero con relación al aporte de Marx al análisis de la crisis socioambiental generada por la intensidad del saqueo simultáneo de los recursos naturales y humanos de las sociedades contemporáneas para la acumulación incesante de ganancias, en particular tras la transición – entre 1914 y 1945- de la organización colonial del mercado mundial a la internacional que vemos desintegrarse hoy.

En esa perspectiva, Saito plantea que la visión dominante del marxismo en el siglo XX tuvo “dos características: el determinismo de las fuerzas productivas y el eurocentrismo”, ya presentes en el Manifiesto de 1848.[5] Para Saito, esas características fueron superadas por el Marx maduro que emerge de la lectura de sus cuadernos de apuntes posteriores a 1867. Así, dice, el eurocentrismo fue descartado a partir del estudio detallado del potencial transformador de las sociedades periféricas del sistema colonial – en particular las de la India y Rusia. Por su parte, la visión de las fuerzas productivas como medio de crecimiento económico sostenido cedió a un análisis detallado del impacto destructivo de ese crecimiento sobre la relación metabólica entre la especie humana y su entorno natural y, con ello, sobre lo que hoy llamaríamos la sostenibilidad del desarrollo humano. Con ello, dice Saito,

Al desertar del determinismo de las fuerzas productivas y abandonar, por consiguiente, el eurocentrismo, a Marx no le quedó más remedio que renegar de la visión de la historia como progreso. Había que rehacer por completo el materialismo histórico.[6]

En esa línea de reflexión, Saito propone dos elementos del mayor interés. Uno consiste en encarar la crisis socioambiental en su relación con la del sistema mundial. Otro, en destacar el papel que en esa crisis desempeña el llamado “Sur global”, en el que los problemas socioambientales del capitalismo se combinan con los del carácter dependiente del mismo. Atendiendo a esos factores, plantea que “la única forma de reparar la fractura en el metabolismo entre el hombre y la naturaleza” consiste en “transformar drásticamente el trabajo para permitir una producción acorde con los ciclos de la naturaleza.”

La transformación del trabajo es decisiva para superar la crisis ambiental, dice Saito, pues éste conecta al hombre y la naturaleza. Esa transformación, añade, se corresponde con aquello “que proponía Marx en sus últimos años”:

reformular a producción para que estuviera gobernada por el valor de uso, reducir toda aquella que solo procurase valor de cambio inútil, acortar las horas de trabajo y detener la división del trabajo que arrebata la creatividad a los trabajadores. Y, en paralelo, avanzar en la democratización del proceso productivo. Los trabajadores son quienes deben decidir democráticamente acerca de las cuestiones relativas a la producción. No importa que la toma de decisiones se ralentice. Asimismo, se deben revalorizar socialmente las actividades esenciales, útiles para la sociedad y de baja carga ambiental.[7]

            Así, Saito asume la contradicción entre el crecimiento sostenido que demanda la producción de valor de cambio y la producción de valor de uso que garantice la sostenibilidad del desarrollo humano, y da a su propuesta el nombre de “comunismo decrecentista.” En el proceso, descarta y recarga el materialismo histórico, y no otorga una importancia significativa al papel de la lucha de clases en el desarrollo histórico de la humanidad, aquella “idea cardinal” que “fue fruto personal y exclusivo de Marx” como lo señalara Engels.

            Todo eso será discutido una y otra vez a lo largo del desarrollo de la crisis que encaramos todos. Lo fundamental es que el libro de Saito lleva a un plano superior de complejidad el desarrollo de la ecología política, que nos trae de vuelta – en una historia espiral, nunca lineal – aquella visión a que se refirió Marx en 1875, de “una fase superior de la sociedad comunista”, en la cual

cuando haya desaparecido la subordinación esclavizadora de los individuos a la división del trabajo, y con ella, el contraste entre el trabajo intelectual y el trabajo manual; cuando el trabajo no sea so,amente un medio de vida, sino la primera necesidad vital; cuando, con el desarrollo de los individuos en todos sus aspectos, crezcan también las fuerzas productivas y corran a chorro lleno los manatiales de la riqueza colectiva, sólo entonces podrá rebasarse totalmente el estrcho horizonte del derecho burgués y la sociedad podrá escribir en sus banderas: ¡De cada cual, según sus capacidades; a cada cuál según sus necesidades![8]

En esto habrá consensos, porque ya hay convergencias cada vez mayores en torno al problema fundamental: tener un ambiente distinto requerirá crear sociedades diferentes, con todos y para el bien de todos los que aspiren a la sostenibilidad del desarrollo humano.

Alto Boquete, Panamá, 2 de abril de 2023


[1] “Estancamiento y progreso del marxismo”

[2] Gramsci, Antonio: “Cuestiones de método.” (C. XXII; I.M.S. 76´79). Textos de los Cuadernos posteriores a 1931. Antología. Selección y notas de Manuel Sacristán. Siglo XXI editores, México, 1999:386.

[3] Marx, Karl y Engels, Friedrich (1848): Manifiesto del Partido Comunista. Prólogo de Engels a la edición alemana de 1883. https://www.marxists.org/espanol/m-e/1840s/48-manif.htm

[4] Tokio,1987. Se formó en la Universidad Wesleyana de Connecticut; realizó sus estudios de maestría en la Universidad Libre de Berlín y obtuvo su doctorado en la Universidad Humboldt de Berlín. Fue coeditor del Volumen 18 de la División Cuatro de las Obras Completas de Marx y Engels (Marx-Engels-Gesamtausgabe, en alemán) publicado en 2019. Desde 2022 es profesor asociado en la Universidad de Tokio. https://es.wikipedia.org/wiki/Kohei_Saito

[5] Saito (2022:128,129).

[6] Saito (2022: 140)

[7] Saito (2022: 270)

[8] “Glosas marginales al Programa del Partido Obrero Alemán” (Crítica al Programa de Gotha). Marx, Karl: Antología. Selección e introducción de Horacio Tarcus. Siglo XXI editores, Buenos Aires. 2019: 446, 445.

Desde Gramsci, con Martí

Guillermo Castro H.

“Y temas así, -culminantes y durables,

y de valor humano.”

José Martí, 1895[1]

Pocas tareas del campo del saber son tan complejas y demandantes como el estudio de un autor en su obra. Al respecto, Antonio Gramsci nos legó una detallada reflexión sobre las dificultades y tareas del estudio de la obra de Carlos Marx, a quien llamaba el fundador de la filosofía de la praxis.[2] Mucho de lo allí planteado tiene plena validez para el caso de otros autores de trayectoria y obra tan complejas como nuestro José Martí.

            Para Gramsci, el estudio del nacimiento “de una concepción del mundo que no ha sido expuesta sistemáticamente por su fundador (y cuya coherencia esencial [debe buscarse en] todo el desarrollo de la diversa labor intelectual, en la que están implícitos los elementos de la concepción),” demanda en primer término “una labor filológica minuciosa y llevada a cabo con el máximo escrúpulo de exactitud, de honestidad científica, de lealtad intelectual, de rechazo de todo prejuicio, apriorismo o partidismo.”

Esto requiere “reconstruir el proceso de desarrollo intelectual del pensador en cuestión para identificar los elementos […] que han sido asumidos como pensamiento propio,” pues sólo ellos constituyen “momentos esenciales del proceso de desarrollo.” Esta selección, además, puede / debe hacerse para períodos más o menos largos, que permitan apreciar el papel “de doctrinas y teorías parciales por las que el pensador puede haber tenido, en ciertos momentos, simpatía hasta haberlas aceptado provisionalmente y haberse servido de ellas para su labor crítica o de creación histórica y científica.”

El estudioso, dice Gramsci, conoce por propia experiencia que toda nueva teoría estudiada con “heroico furor” durante cierto tiempo, “atrae por sí misma, se adueña de toda la personalidad y es limitada por la teoría sucesivamente estudiada hasta que se establece un equilibrio crítico y se estudia con profundidad pero sin rendirse en seguida a la fascinación del sistema o del autor estudiado.” Y estas observaciones, añade,

valen tanto más cuanto que el pensador en cuestión es más bien impetuoso, de carácter polémico, falto del espíritu de sistema, cuando se trata de una personalidad en la cual la actividad teórica y la práctica están indisolublemente ligadas, de un intelecto en continua creación y en perpetuo movimiento, que siente vigorosamente la autocrítica del modo más despiadado y consecuente.

Ante estas circunstancias, dice, la labor debe incluir lareconstrucción de la biografía del autor “no sólo en lo que concierne a la actividad práctica sino, especialmente, en lo relativo a la actividad intelectual” y debe procurar el registro de “todas las obras […] por orden cronológico, dividiéndolo según motivos de tipo intrínseco: de formación intelectual, de madurez, de dominio y aplicación del nuevo modo de pensar y de concebir la vida y el mundo.” En esta tarea, la investigación “del leit-motiv, del ritmo del pensamiento en desarrollo tiene que ser más importante que las afirmaciones aisladas y casuales o que los aforismos separados.”

A lo anterior se agrega distinguir entre las obras que el autor “ha llevado a término y ha publicado y las que han permanecido inéditas por incompletas y han sido publicadas por algún amigo o discípulo, no sin revisiones, reelaboraciones, cortes, etc., es decir, no sin una intervención activa del editor.” El contenido de esas obras” dice, debe ser encarado “con mucha discreción y cautela, porque […] no se puede considerar definitivo; no es más que un material en proceso de elaboración, provisional” y no se puede excluir “que el autor repudiase totalmente o en parte o no considerase satisfactorias estas obras, especialmente si hacía mucho tiempo que las estaba elaborando y no se decidía nunca a completarlas.”

En el caso de Marx, Gramsci se refiere directamente a la edición por Engels de los tomos II y III de El Capital, tras la muerte de aquel. En el de Martí, podría remitirse tanto a sus Cuadernos de Apuntes, que incluyen el resumen, en ocasiones muy detallados, de libros sobre historia de América y filosofía que no llegó a escribir, pero que ofrecen elementos de enorme interés para abordar el proceso de formación y las transformaciones de su pensar, como a las instrucciones que dejó a Gonzalo de Quesada el 1 de abril de 1895 para el ordenamiento y publicación de sus escritos.[3]

En el caso de la correspondencia, de tan decisiva presencia en la obra martiana, Gramsci recomienda “cierta cautela” en su estudio, dado que 

La vivacidad estilística de las cartas, aunque sea a menudo más eficaz, artísticamente hablando, que el estilo más mesurado y ponderado de un libro, puede dar lugar a deficiencias en la argumentación; en las cartas, al igual que en los discursos y en las conversaciones, se verifican con más frecuencia «errores lógicos»; la mayor rapidez del pensamiento va, a menudo, en detrimento de su solidez.

Y a esto se agrega, en Martí, que la abundancia de su labor epistolar no tiene un verdadero equivalente en la documentación de la correspondencia recibida.[4]

Lo planteado por Gramsci tiene además especial importancia cuando el objeto de este estudio hace parte del de la formación y las transformaciones de la geocultura del moderno sistema mundial. En lo más usual, estamos habituados a considerar ese proceso desde la perspectiva en que lo prsentara el Manifiesto Comunista, de 1848. Allí, Marx y Engels, tras señalar que la burguesía, “al explotar el mercado mundial, da a la producción y al consumo de todos los países un sello cosmopolita”, plantean que

ahora, la red del comercio es universal y en ella entran, unidas por vínculos de interdependencia, todas las naciones. Y lo que acontece con la producción material, acontece también con la del espíritu. Los productos espirituales de las diferentes naciones vienen a formar un acervo común.  Las limitaciones y peculiaridades del carácter nacional van pasando a segundo plano, y las literaturas locales y nacionales confluyen todas en una literatura universal.[5]

El hecho en sí es indudable. Sin embargo, hoy diríamos que si alguna vez esta observación tuvo un carácter eurocéntrico, el desarrollo del mercado mundial – y la crisis global que hoy lo aqueja – permiten entender a esa geocultura como el producto de aquella interdependencia universal de los fenómenos, que algunos han considerado como la cuarta ley de la dialéctica.

Es en esa perspectiva como mejor cabe apreciar la universalidad de Martí. Ella aparece ya expresada en la plenitud de su fulgor en 1891, cuando en su ensayo Nuestra América – que es como el acta de nacimiento de nuestra contemporaneidad – advierte que entre nosotros “No hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza”, y que es urgente conocer esto porque

Conocer es resolver. Conocer el país, y gobernarlo conforme al conocimiento, es el único modo de librarlo de tiranías. […] Los políticos nacionales han de reemplazar a los políticos exóticos. Injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas. Y calle el pedante vencido; que no hay patria en que pueda tener el hombre más orgullo que en nuestras dolorosas repúblicas americanas.[6]

Siendo martianos, somos auténticos, que es hoy la única forma de ser universales. De eso trata el estudio de Martí: de encontrar el camino que nos permite partir de nosotros mismos al encuentro con la Humanidad entera.

Alto Boquete, Panamá, 20 de marzo de 2023


[1] “Testamento literario.” https://es.wikisource.org/wiki/Carta_a_Gonzalo_de_Quesada

[2] Gramsci, Antonio (1967): Introducción a la filosofía de la praxis. Selección y traducción de J. Solé Tura. Nueva Colección Ibérica. Ed. Península, Barcelona, 1967. Selección hecha sobre la Antología degli scritti de Antonio Gramsci. ® Instituto Gramsci, Roma

[3] Carta a Gonzalo de Quesada, cit. El ordenamiento escogido fue temático, no cronológico. Este último es el utilizado por la Edición Crítica de las Obras Completas de José Martí – de 29 tomos ya, y aún en curso de producción por el Centro de Estudios Martianos en La Habana, Cuba.

[4] Al respecto, la antología Destinatario José Martí (2005), editada por Luis García Pascual y publicada por la Casa Editora Abril, La Habana, tiene el mayor interés en lo que hace a su vida personal antes que en lo relativo a su vida política e intelectual.

[5] Marx, Karl y Engels, Friedrich (1848): El Manifiesto Comunista. https://www.marxists.org/espanol/m-e/1840s/48-manif.htm

[6] “Nuestra América”. La Revista Ilustrada, Nueva York y El Partido Liberal, México, 1 y 30 de enero de 1891. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975. VI, 17-18.

Para estudiar a Martí

Guillermo Castro H.

José Martí ha sido una presencia constante en la contemporaneidad de nuestra América. Esa presencia ha aportado dos elementos de especial importancia en nuestra cultura y nuestra política. Uno, de carácter ético, ha sido su fe en el mejoramiento humano, en la utilidad de la virtud, y en el poder transformador del amor triunfante. El otro ha sido la singular capacidad analítica que nos proporciona su pensar.

            En ese pensar de Martí sorprenden dos cosas. Una es la actualidad de lo pensado en las circunstancias históricas que dieron origen al mundo que conocemos. La otra es la vigencia de su pensar mismo, esto es, su capacidad para ayudarnos en la comprensión de las circunstancias de nuestro propio tiempo. Y esto no es poca cosa, si recordamos que nació en 1853 y murió en 1895, cuando había vivido apenas 42 años.[1]

            En realidad, el pensar martiano hace parte del inmenso legado cultural acumulado por nuestras sociedades de Bartolomé de las Casas (1474-1566) acá, en nuestra lucha incesante por hacernos de un lugar en el mundo en el que podamos disfrutar de una prosperidad equitativa y sostenible, gestionada mediante la participación de todos en las cosas de todos. Ese legado es amplio y diverso. Incorpora aportes que nos vienen desde nuestras sociedades originarias como de culturas europeas, africanas y asiáticas, y se expresa hoy en las luchas, los afanes y los frutos de un proceso en el cual – como dijera el propio Martí – “De factores tan descompuestos, jamás, en menos tiempo histórico, se han creado naciones tan adelantadas y compactas.”[2]

            Ese legado es más importante que nunca en los tiempos de transición y cambio que atraviesa la civilización en cuyo seno nos hemos forjado. Hoy sabemos que el desarrollo histórico no se dirige por sí mismo a ningún destino en particular. Pero sabemos también que ese desarrollo “al contrario, procede de algún sitio”.[3] Por lo mismo, conocer ese origen tiene una importancia decisiva para escoger el destino al que deseamos encaminar nuestros esfuerzos.

            El pasado de nuestra civilización es tan amplio y diverso que puede parecernos infinito. Por eso es tan importante escoger para su estudio aquellos elementos que sean de la mayor importancia para nosotros. Y uno de esos elementos consiste en la obra de quienes, en el empeño de conocer y explicarse su mundo, nos legaron orientaciones y herramientas de valor para comprender el nuestro. Así las cosas, estudiar y conocer a Martí nos ayuda en primer lugar a entendernos mejor a nosotros mismos, y esto es imprescindible para orientarnos en la tarea de construir sociedades mejores, que contribuyan al equilibrio del mundo en una época convulsa.

Para forjar así nuestra propia visión del mundo siempre será útil conocer cómo forjó él la suya, qué valores la caracterizaron, y cómo la expresó en su vida social, su creación cultural y su práctica política. Para esto, no hay nada mejor que estudiar a Martí en su propia obra y, por supuesto, en su propio tiempo.[4]

Martí alcanzó la plenitud de su madurez durante su vida como exiliado político en Nueva York, entre 1881 y 1895. Desde allí apreció con gran detalle las transformaciones en curso en un mercado mundial que entonces estaba organizado en un sistema colonial, y comprendió con singular agudeza las contradicciones internas de ese sistema. El alcance de esta dimensión de su legado puede apreciarse en particular en su labor como corresponsal para el periódico La Nación, de Buenos Aires, por entonces uno de los más importantes de nuestra América.

En esa labor – realizada siempre en la perspectiva de la lucha por lograr que Cuba llegara a ser “libre -de España y de los Estados Unidos”-[5], Martí prestó especial atención a las implicaciones de esas contradicciones para los propios Estados Unidos, la América que hoy llamamos latina y, por supuesto, para Cuba, que por entonces era, junto a Puerto Rico, lo que quedaba del imperio español en América. Y en ese periodo, también, escribió lo mejor de su obra poética, incluyendo el que quizás sea su pequeño gran libro mayor, los Versos Sencillos, de 1891.[6]

Conviene advertir, en todo caso, sobre algunos riesgos a que conviene estar atento al acercarnos a la obra de Martí. El primero de ellos es el anacronismo, esto es, leerlo sin atender a las diferencias de época entre la redacción original y nuestra lectura. En lo que hace a los Estados Unidos, como el hispanoamericano culto de fines del siglo XIX que fue, cuestionó en lo peor y admiró en lo mejor la cultura de una sociedad creada por el capitalismo para el capitalismo como ninguna otra de su tiempo, o del nuestro.

Otro riesgo es el de la fragmentación de su obra, al calor sobre todo de su extraordinaria riqueza estética y moral. Y es que, en efecto, la plenitud del valor de cada elemento de la obra de Martí solo se expresa de manera adecuada en su relación con el conjunto de su vida y de su actividad creadora, por lo cual su pleno dominio y disfrute demanda un constante ejercicio de contextualización.

Estos riesgos, por otra parte, están vinculados entre sí. En relación con el de anacronismo, por ejemplo, el de fragmentación exige del lector que conozca y comprenda los prejuicios raciales, sociales y culturales provenientes de la geocultura liberal en la que Martí se había formado, y a la que buscó trascender. Nada ilustra esta voluntad de trascendencia como la frase en la cual, frente al liberalismo ya conservador de su tiempo, expresa que no hay en nuestra América batalla “entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza.”[7]

Conocer a Martí de esta manera nos permitirá comprender y disfrutar mucho más y mejor sus afinidades con personalidades de nuestro tiempo, como el papa Francisco, en su visión de la superioridad del tiempo sobre el espacio, de la unidad sobre el conflicto, de la realidad sobre la idea, y del todo sobre las partes.[8] Sin embargo, y sobre todo, lo más importante es que desde Martí aprendemos a comprender mejor la capacidad de nuestra gente para el mejoramiento humano y el ejercicio de la virtud, y a confiar en ella y contribuir a su desarrollo.

Desde allí, nos acercamos de rica manera al espíritu mismo de la política que reclama nuestro tiempo: aquella que exprese en la práctica una cultura orientada a comprender y fortalecer la unidad del género humano; a entender y apreciar la relación analógica entre el mundo material y el espiritual, y a atender la necesidad de un análisis permanente del ejercicio de la política como medio para cambiar el mundo.

Desde esa cultura confirmamos, en suma, que “Patria es humanidad, es aquella porción de la humanidad que vemos más de cerca, y en que nos tocó nacer”, y comprendemos que

Esto es luz, y del sol no se sale. Patria es eso. – Quien lo olvida, vive flojo, y muere mal, sin apoyo ni estima de sí, y sin que los demás lo estimen: quien cumple, goza, y en sus años viejos siente y trasmite la fuerza de la juventud: no hay más viejos que los egoístas: el egoísta es dañino, enfermizo, envidioso, desdichado y cobarde.Esto es luz, y del sol no se sale. Patria es eso. – Quien lo olvida, vive flojo, y muere mal, sin apoyo ni estima de sí, y sin que los demás lo estimen: quien cumple, goza, y en sus años viejos siente y trasmite la fuerza de la juventud.[9]

Alto Boquete, Panamá, 20 de enero de 2023


[1] Es bueno recordar que Martí fue compañero de generación del mexicano Francisco Madero (1873-1913) y del panameño Belisario Porras (1856-1942), miembros también de la gran generación de jóvenes liberales democráticos que buscaron consolidar la soberanía nacional de las jóvenes repúblicas hispanoamericanas ampliando y fortaleciendo su soberanía popular.

[2] “Nuestra América”. El Partido Liberal, México, 30 de enero de 1891. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975. VI, 16 – 17.

[3] Chris Wickham: Europa en la Edad Media. Una nueva interpretación. Crítica, Barcelona, 2017. http://www.elboomeran.com/upload/ficheros/obras/europa_en_la_edad_media.pdf

[4] El ensayo Nuestra América, que sintetiza de manera admirable el pensar de Martí sobre la región en que vivimos, puede encontrarse en el sitio http://bibliotecavirtual.clacso.org.ar/ar/libros/osal/osal27/14Marti.pdf, del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO). Allí también se puede puede encontrar la Edición Crítica de sus Obras Completas, disponibles en el portal https://www.clacso.org.ar/coleccion_jose_marti/, elaborada – y aún en curso – por el Centro de Estudios Martianos de La Habana, Cuba.

[5] Cuadernos de Apuntes, 18 (1894). Op. Cit., XXI, 380.

[6] Por ejemplo, en https://www.literatura.us/marti/sencillos.html

[7] “Nuestra América”. Op. Cit., VI, 17.

[8] Francisco (2013): Evangelii Gaudium, 221-237. http://www.aciprensa.com/Docum/evangeliigaudium.pdf

[9] “En casa”, Patria, 26 de enero de 1895. Op. Cit. V, 468 – 469

De la política martiana

Guillermo Castro H.

“Lo real es lo que importa, no lo aparente.

 En la política, lo real es lo que no se ve.

La política es el arte de combinar,

para el bienestar creciente interior,

los factores diversos u opuestos de un país,

y de salvar al país de la enemistad abierta

o la amistad codiciosa de los demás pueblos.”

José Martí, 1891.[1]

De nosotros hay que partir, para llegar a nosotros mismos, pues solo seremos universales cuando seamos auténticos. Estas frases nos vienen de la década de 1960, cuando el triunfo de la revolución cubana reanimó en nuestra América el proceso de construcción de su propia identidad en el sistema mundial, iniciado a fines del siglo XIX por la generación de intelectuales y políticos en la que José Martí fue el primero entre sus iguales. Hoy su valor se renueva al calor de las movilizaciones sociales que vienen anunciando las exequias del neoliberalismo en nuestras tierras.

            Esas exequias incluyen las de una concepción y una práctica de la política tan rígida en sus límites y sus procedimientos como una celda lo es en su espacio y sus muros, que dificulta y corrompe los procesos del cambio que todas nuestras sociedades demandan. Esta circunstancia tiene doble remedio. Por un lado, atender a los hechos que van definiendo el presente, cuando la movilización social arremete contra esos muros en Perú, como antes lo hiciera en Chile y Colombia. Por el otro, atender a las raíces de nuestra cultura política contemporánea.

Esa raíz se remonta a la lucha contra el Estado liberal oligárquico en que devinieron nuestras repúblicas tras consolidar su independencia. Para entonces, la presencia en América de las últimas dos colonias de España en América – Cuba y Puerto Rico -, dio lugar a una situación en la cual la lucha por su independencia en la transición del siglo XIX al XX tendía a traducirse, además, en el punto de partida para la creación de repúblicas en las que la soberanía nacional fuera expresión clara y directa de la soberanía popular. Tal fue la circunstancia en la que José Martí desarrolló su pensar y su hacer en materia política.

La formación política de José Martí, gestada a partir de su oposición juvenil al colonialismo español en Cuba – que le costó el presidio político, primero, y el destierro a España después -vino a encontrar sus primeras concreciones a partir de su exilio en México entre 1875 y 1876. Allí, en contacto y colaboración con una joven generación de liberales de orientación democrática, pudo someter a prueba y debate sus convicciones, e iniciar el desarrollo de un pensar y un hacer políticos que enriquecería a todo lo largo de su vida.

Desde esa experiencia, en aquella primera fase de su formación, podía entender como propia la “gran política universal […]: la de las nuevas doctrinas.”[2]  Y al propio tiempo, lejos de encerrarse en el contenido abstracto de esas doctrinas nuevas, las examinaba a la luz de dos problemas característicos de la política en nuestra América.

Por un lado, le parecía evidente que un progreso “no es verdad sino cuando invadiendo las masas, penetra en ellas y parte de ellas”, por lo cual los apóstoles de las nuevas ideas “se hacen esclavos de ellas.”[3] Por otro, el ejercicio de ese apostolado llevaba a Martí a coincidir con su amigo mexicano Manuel Mercado en que “el poder en las Repúblicas sólo debe estar en manos de los hombres civiles. Los sables, cortan. – Los fracs, apenas pueden hacer látigos de sus cortos faldones. -Así será.”[4]

Para la década de 1880, la visión de lo político en Martí se ve enriquecida en la medida en que se involucra de lleno en los complejos problemas de la política cubana, y desde esa preocupación fundamental se acerca a los de la latinoamericana y la norteamericana. Así, para 1883, atendiendo a lo que el papa Francisco calificaría 130 años después como la superioridad de la realidad sobre la idea,[5] señala que lo solución a los problemas de sciedad “viene de suyo”, y agrega:

Cual sea, bueno es discutirla: predecirla, es vano. La que deba ser será. Darle forma prehecha, sería deformarla. Como cada pensamiento trae su molde, cada condición humana trae su expresión propia. Lo que importa no es acelerar la solución que viene: lo que importa es no retardarla.[6]

A partir de allí, y ya desde la convicción de que no había en nuestra América batalla “entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza”[7], y de que no podría haber en Cuba otro camino a la independencia que el de la lucha de todo el pueblo contra el colonialismo y por la soberanía,  plantearía que la política “es la verdad”, entendiendo por tal “el conocimiento del país, la previsión de los conflictos lamentables o acomodos ineludibles entre sus factores diversos u opuestos, y el deber de allegar las fuerzas necesarias cuando la imposibilidad patente del acomodo provoque y justifique el conflicto.”[8]

            El pensar que produjo ese pensamiento era a un tiempo histórico y sistémico; siempre bien informado, con especial dominio de lo político en su relación con lo económico y lo cultural, y realista, pero no pragmático. Así, por ejemplo, para 1885 plantea que “En plegar y moldear está el arte político.  Sólo en las ideas esenciales de dignidad y libertad se debe ser espinudo, como un erizo, y recto, como un pino.”[9]

Desde nuestros debates de hoy, cabe decir así que Martí es al liberalismo oligárquico lo que Gramsci fue al estalinismo dogmático. En esta perspectiva – también desde Gramsci -, la política martiana hace parte de “una concepción nueva, independiente, original, pese a ser un momento del desarrollo histórico mundial, es la afirmación de la independencia y de la originalidad de una nueva cultura en incubación, que se desarrollará al desarrollarse las relaciones sociales.”[10]

En ese desarrollo tuvo un importante papel la pedagogía política ejercida por Martí desde el periódico Patria, órgano del Partido Revolucionario Cubano.  Así, el artículo “La Política”, publicado en marzo de 1892 – cuando avanzaba la construcción de un movimiento independentista de amplia base social, dotado de un programa correspondiente a la complejidad de sus propósitos -. reitera que para quienes “desean sinceramente una condición superior para el linaje humano” no cabe una política que tenga por objeto “cambiar de mera forma un país, sin cambiar las condiciones de injusticia en que padecen sus habitantes”. Por el contrario, añade, no puede haber lugar para la indiferencia o el rechazo a la acción política, pues

Cuando la política tiene por objeto poner en condiciones de vida a un número de hombres a quienes un estado inicuo de gobierno priva de los medios de aspirar por el trabajo y el decoro a la felicidad, falta al deber de hombre quien se niegue a pelear por la política que tiene por objeto poner a un número de hombres en condición de ser felices por el trabajo y el decoro.[11]

Tal es lo fundamental de su legado. Tal, lo fundamental de nuestra tarea si aspiramos a merecer ese legado en esta época de transición, en la que el sistema internacional que sustituyó al colonial a partir de 1950 se desintegra ante nuestros ojos, y renueva una vez más la batalla entre la falsa erudición y la naturaleza.

Alto Boquete, Panamá, 3 de febrero de 2023


[1]  “La Conferencia Monetaria de las Repúblicas de América”. La Revista Ilustrada, Nueva York, mayo de 1891. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975. VI, 158.

[2] “A Joaquín Macal” “[Guatemala] 11 de abril de 1877”. VII, 98.

[3] “Reflexiones destinadas a preceder los informes traídos por los jefes políticos a las conferencias de mayo de 1878”. OC, VII, 168-169.

[4] Carta a Manuel Mercado. 10 de noviembre [1877]. XX, 33.

[5] Franciso (2013): Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium sobre el anuncio del Evangelio en la era actual. 231-233. “La realidad”, dice Francisco, “simplemente es, la idea se elabora. Entre las dos se debe instaurar un diálogo constante, evitando que la idea termine separándose de la realidad.” Y agrega: “La idea —las elaboraciones conceptuales— está en función de la captación, la comprensión y la conducción de la realidad. La idea desconectada de la realidad origina idealismos y nominalismos ineficaces, que a lo sumo clasifican o definen, pero no convocan. Lo que convoca es la realidad iluminada por el razonamiento.”

[6] “Prólogo” a Cuentos de Hoy y de Mañana, por Rafael Castro Palomares. La América, Nueva York, octubre de 1883. V, 107.

[7] “Nuestra América”. El Partido Liberal, México, 30 de enero de 1891. VI, 17.

[8] “Ciegos y desleales” . Patria, Nueva York, 28 de enero de 1893. II, 215.

[9] “Cartas de Martí”. La Nación, Buenos Aires, 15 de julio de 1885.X, 250.

[10] Gramsci, Antonio: Introducción a la filosofía de la praxis. Selección y traducción de J. Solé Tura

[11] “La Política”. Patria, Nueva York, 19 de marzo de 1892. I, 336.

Transición civilizatoria: dos visiones

Guillermo Castro H.

“Las contradicciones no están en la naturaleza,

sino en que los hombres no saben descubrir sus analogías.”

José Martí, 1882[1]

El debate sobre la crisis global y las opciones de futuro que se abren a partir de ella gana en amplitud entre  quienes buscan encaminar la transición civilizatoria en curso hacia el mejoramiento humano. Así, por ejemplo, el filósofo italiano Maurizio Lazzarato y el sociólogo nortamericano John Bellamy Foster abordan esas opciones desde dos perspectivas convergentes: el papel de la violencia en la crisis cvilizatoria, y la necesidad de encararla mediante la construcción de una civilización ecológica. [2]

Lazzarato aborda con especial detalle la situación de guerra incesante que aqueja al sistema mundial desde comienzos de este siglo, y que por ahora alcanza su expresión más violenta y destructiva en el conflicto que tiene lugar en Ucrania. Al respecto, dice, en el capitalismo las guerras “no estallan porque haya autócratas feos y malvados y demócratas buenos y amables.” Por el contrario, “las guerras que encontramos al principio de cada ciclo de acumulación, las volvemos a encontrar al final.”

Lo que distingue a nuestra época es el efecto del “gran cambio” que afectó a “la máquina bicéfala” Estado/capital durante la gran guerra de 1914-1945, de la cual resultó el paso de la organización colonial del sistema mundial – vigente desde mediados del siglo XVI – a la organización internacional vigente de 1950 acá. Dicho cambio generó, dice, “una integración de la acción del Estado, la economía de los monopolios, la sociedad, el trabajo, la ciencia y la técnica […] para construir una megamáquina de producción para la guerra que cambia profundamente las funciones de cada uno.” A partir de allí,

el Estado acentúa el poder ejecutivo en detrimento del legislativo y del judicial para gestionar la “emergencia”, la economía sufre la misma concentración de poder político consolidando los monopolios, la sociedad en su conjunto y no sólo el mundo del trabajo es movilizada para la producción, la innovación científica y técnica pasan a estar bajo el control directo del Estado experimentando una aceleración fulgurante.

Con ello, tomó cuerpo “un vínculo que ningún liberalismo podrá desatar” entre la guerra, los monopolios y el Estado, que establece su propio mercado más allá “de la oferta y la demanda y la libre competencia.”

Ese complejo militar-industrial, como lo bautizara en 1960 el general y ex presidente de los Estados Unidos Dwight Eisenhower, se ha convertido en un mecanismo que

acelera el desarrollo de la organización del trabajo, de la ciencia y de la técnica; la coordinación y la sinergia de las diversas fuerzas productivas y de las funciones sociales se traducen en un aumento de la producción y de la productividad. Pero la producción y la productividad son para la destrucción.

Con todo ello, el aumento de la producción “se concreta en un aumento de la capacidad de destrucción” y, en ese contexto, la posible desaparición de la humanidad por la violencia concentrada de la bomba atómica se combina además con la “violencia difusa” de la crisis ambiental a escala planetaria. Hoy, “la instantaneidad de la bomba y la duración de la degradación ecológica, convergen hacia un mismo resultado” que proviene de “la identidad de producción/destrucción.”

Para Lazzarato, esta identidad “nos obliga a considerar bajo una nueva luz las categorías del trabajo y de las fuerzas productivas que debían ser herederas del poder del ser”, porque las fuerzas productivas han venido a ser “al mismo tiempo fuerzas destructivas.” En una circunstancia así, concluye, “hay que repensar las modalidades de la acción política.”

John Bellamy Foster, por su parte, aborda ese repensar desde el proceso de construcción de lo que el gobierno de la República Popular China llama una revolución ecológica. Para ello parte de una pregunta sencilla y directa: “¿Por qué la categoría de civilización ecológica, tan central para China en la actualidad, es en gran medida inconcebible incluso como tema de conversación dentro del núcleo imperial del mundo capitalista, quedando totalmente fuera de su esfera ideológica?”

Al respecto, dice, los críticos occidentales de la propuesta china sostienen que, si bien Europa y Norteamérica “tienen unos fundamentos políticos y económicos superiores, su progreso medioambiental se ve obstaculizado por su cultura ecológica tradicional más destructiva.” China posee en cambio 

una cultura ecológica más armoniosa que se remonta a milenios atrás, pero su régimen político-económico “hiperindustrial” y autoritario le impide llevarla a cabo, poniendo así en peligro a toda la Tierra y a toda la humanidad, a menos, claro está, que la cultura ecológica tradicional de China triunfe sobre sus actuales objetivos político-económicos de inspiración marxiana.

Para Bellamy Foster, este argumento busca “desconectar la idea de progreso ecológico de una praxis socialista de desarrollo humano sostenible.” Por el contrario, agrega, “el concepto de civilización ecológica es de hecho un producto histórico del desarrollo del marxismo ecológico”, y ambos se requieren entre sí.

En el sentido sentido marxiano, dice, el concepto de civilización ecológico “apunta a la lucha por trascender la lógica de todas las civilizaciones anteriores, basadas en las clases, en particular el capitalismo, con su doble dominación/alienación de la naturaleza/humanidad.” Este planteamiento, agrega, se remite a “la larga historia del análisis ecológico dentro del marxismo”,[3] del cual resultó la “célebre teoría de la ruptura metabólica de Marx, con la que abordó las crisis ecológicas de su época,” que hoy se ha ampliado “para abordar la destrucción de los ecosistemas por parte del capitalismo y la alteración de casi todos los aspectos del medio ambiente planetario.”

Desde esa ampliación, la propuesta china de crear una civilización ecológica parte de reconocer la necesidad de atender a “las leyes de la naturaleza” para “evitar costosos errores en su explotación”, pues todo daño que se inflija a la naturaleza “acabará volviéndose contra nosotros.” Así entendido, en China el concepto de civilización ecológica “representa un modelo de civilización nuevo, revolucionario y transformador”, que hace parte del desarrollo de una “sociedad socialista moderna”.

Esta propuesta civilizatoria, añade, amplía “la tríada estándar de factores ambientales, económicos y sociales que ha llegado a caracterizar el desarrollo sostenible liberal”, al incorporar los dominios de la política y la cultura. La civilización ecológica así concebida procura el desarrollo humano sostenible, relevando la definición no económica del bienestar y poniendo la política al frente, en términos que no dejan de recordar al “vivir bien” de los pueblos andinos.

En el caso de China, si bien esos objetivos deben operar en un contexto de rápido crecimiento económico -, en cuyo marco se reconoce que deberá “ralentizarse un poco en relación con décadas anteriores”-, está previsto que los principales componentes de la civilización ecológica en China debe estar estabecidos para 2035, y que el país debe alcanzar las emisiones netas de carbono cero para 2060. Esto define, en breve, un programa encaminado a generar colectivamente un ambiente distinto mediante la creación colectiva de una sociedad diferente.

Este empeño innovador, señala Bellamy, opera al interior de una “formación social posrevolucionaria de orientación socialista que conserva un gran elemento de capacidad de planificación económica, dirección estatal y valores colectivos, vigorizados por la continua movilización popular tanto en las zonas rurales como en las urbanas.” Por contraste, “la principal propuesta radical en Occidente para hacer frente a la amenaza ecológica global es la de un Nuevo Pacto Verde patrocinado por el Estado, que suele articularse en términos de mecanismos de mercado, cambio tecnológico y empleos climáticos, que permitirán que la producción continúe, esencialmente sin cambios.”

Ante esta situación, “llevar a cabo una revolución ecológica dirigida a la supervivencia humana” demanda, más que una reforma medioambiental, una revolución ecológica y social mucho más amplia dirigida a trascender la lógica del propio capitalismo.” Así, un progreso genuino “que supere la alienación de la naturaleza y la humanidad asociada a los procesos de expropiación y explotación,” deberá ampliar la noción no sólo de un proletariadoy un campesinado económicos como la principal fuerza de cambio, para incluir “un proletariado y un campesinado ecológicos”.

Con ello, cabrá llevar a una práctica renovada aquello que Marx llamó la “jerarquía de las necesidades [humanas]”, en la cual “nuestra relación con la tierra es necesariamente la primera, pues constituye la base de la supervivencia y del desarrollo de la vida misma.” Y el lugar y el aporte de nuestra América en esa tarea será no solo enorme, sino decisivo.

Alto Boquete, Panamá, 17 de febrero de 2023


[1] “Emerson”. La Opinión Nacional, Caracas, 19 de mayo de 1882. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975. XIII, 29.

[2] Lazzarato, Maurizio (2022): “Guerra, capitalismo y ecología” https://www.alai.info/guerra-capitalismo-y-ecologia/ . Bellamy Foster, John (2022): “Civilización ecológica, revolución ecológica/ https://www.alai.info/civilizacion-ecologica-revolucion-ecologica/

[3] En esa historia destaca el tratamiento por Marx y Engels “de las contradicciones ecológicas del capitalismo” en temas que van desde “la degradación del suelo y la división entre la ciudad y el campo”, hasta “la contaminación industrial, el agotamiento del carbón y de los combustibles fósiles en general, […] la tala de bosques, la adulteración de los alimentos, la propagación de virus por causas humanas, etc.”

Nuestra América ante el desequilibrio global

Guillermo Castro H.

“Somos el producto de todas las civilizaciones humanas,

puesto a vivir, con malestar y náusea consiguientes,

en una civilización rudimentaria. 

El choque es enorme;

y nuestra tarea es equilibrar los elementos.”

José Martí, 1885[1]

La crisis que aqueja al sistema mundial – “civilizatoria”, la llaman algunos – no se reduce al conflicto entre los Estados Unidos frente a Rusia y China, aun cuando ese conflicto sea, de momento, su aspecto principal. La contradicción principal que genera la crisis se ubica en otro nivel de complejidad, que incluye – sin reducirse a ellas – las dificultades que encaran el mercado mundial y el sistema internacional creado tras la II Guerra Mundial para gestionar las contradicciones y conflictos que genera su desarrollo.

En ese plano, plantea John Bellamy Foster, ese mercado estaría siendo afectado por una “sobreacumulación de la capacidad productiva en relación con la demanda y a la concentración del excedente en la cúpula de la sociedad”, con lo cual la sobre concentración de la riqueza y los ingresos en la parte superior “se convierte en sí misma en una barrera para la acumulación de capital.” Así, la crisis no se origina en “problemas en la generación de excedente económico”, sino “en su absorción a través de la inversión y el consumo.” 

Esto, añade, crea una circunstancia en la cual “el desperdicio económico (y ecológico)” resulta funcional “para el sistema en su conjunto”, dando lugar a “un énfasis en formas de consumo y uso derrochadoras,” encaminado a mantener la economía en marcha “mientras las necesidades más básicas de gran parte de la población (alimentación, atención médica, vivienda) no se satisfacen o son sumamente inadecuadas.”[2]

El gasto militar hace parte de esa dinámica de despilfarro. En efecto, tras el desarrollo del complejo militar-industrial a partir de la Gran Guerra de 1914-1945, ese sector ha adquirido un peso cada vez mayor en las economías más desarrolladas del planeta. Ese factor se expresa por ejemplo en las enormes sumas de recursos destinados por los países de la OTAN en la guerra (aún) no declarada que libra contra Rusia en Ucrania, incluyendo en ese conflicto la destrucción de infraestructura de importancia crítica para los propios países europeos, como el gasoducto Nordstream 2, en el mar Báltico, el 26 de septiembre de 2022.

En este caso, por ejemplo, el 21 de febrero pasado – a pocos días de que el periodista Seymour Hersh señalara a Estados Unidos como el responsable del sabotaje del gasoducto -, el conocido economista Jeffrey Sachs brindó testimonio ante el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas en relación a ese hecho.[3] Allí, tras presentarse a sí mismo como profesor en la Universidad de Columbia y especialista en la economía global, en áreas como “comercio global, finanzas, infraestructura y política económica estatal”, indicó que acudía al Consejo por su propia voluntad y que el testimonio que ofrecería no representaba “a ningún gobierno u organización.” 

            En lo más esencial, Sachs definió a la destrucción del gasoducto como “un acto de terrorismo internacional” que representaba “una amenaza para la paz”.  En ese sentido, añadió, “es responsabilidad del Consejo de Seguridad de la ONU encarar el problema de quién podría haber llevado a cabo ese acto, para llevar al perpetrador ante la justicia internacional, buscar que se compense a las partes afectadas, y prevenir futuras acciones como ésta.”

            La amenaza global a que se refiere Sachs tiene especial importancia para un país como Panamá, cuya economía depende en un 80% de los servicios que ofrece a la circulación de mercancías, capitales y personas en el mercado mundial. Al decir de Sachs, en efecto, las consecuencias de la destrucción del Nordstream 2 son “enormes”, pues incluyen

no solo las grandes pérdidas económicas relacionadas con las propias tuberías y uso future potencial, sino además el incremento en la amenaza a la infraestructura internacional de todo tipo: cables submarinos de internet, ductos internacionales de gas y de hidrógeno, interconexiones internacionales de energía eléctrica, parques eólicos en mar abierto, y demás.

A esto, añadió Sachs, se agregaba el hecho de que la transformación global a la energía verde demandará “una infraestructura internacional considerable, incluso en aguas internacionales.”  Por ello, ante esta situación los países “necesitan tener plena confianza en que su infraestructura no será destruida por terceros,” incluyendo a algunos países europeos que han expresado recientemente “preocupación por su infraestructura en aguas abiertas.”

            En lo que hace a la responsabilidad por lo ocurrido, aún no establecida de manera directa ante múltiples factores de resistencia a la investigación del hecho, Sachs recordó las declaraciones hechas por importantes funcionarios del gobierno de los Estados Unidos antes y después del sabotaje. Así, el 27 de enero de 2022 la subsecretaria de Estado, Victoria Nuland, emitió un trino señalando que, de ocurrir una invasión rusa a Ucrania, el Nordstream 2 se vería paralizado “de una manera u otra”. El 7 de febrero siguiente el presidente Biden declaró que de producirse la invasión rusa a Ucrania “pondremos fin” al gasoducto, y una vez ocurrido el hecho, el Secretario de Estado Antony Blinken declaró que este abría “una tremenda oportunidad para eliminar de una vez por todas la dependencia [de Europa] y privar así a Vladimir Putin del uso militar de la energía para lograr sus designios imperiales.” 

Ante una situación tal, dijo Sachs, el mundo “depende como nunca de que el Consejo de Seguridad de la ONU haga su trabajo para detener la escalada hacia una nueva Guerra mundial.” El mundo, añadió, “solo estará seguro cuando los miembros permanentes [del Consejo de Seguridad] trabajen de manera diplomática para resolver crisis globales,” como las que presentan “la guerra en Ucrania y las crecientes tensiones en Asia Oriental.” El Consejo, añadió, “constituye la única instancia global para ese trabajo de consolidación de la paz.  Más que nunca, necesitamos un Consejo de Seguridad de la ONU sano y funcional, que lleve a cabo la misión que le asignó a Carta de las Naciones Unidas.” 

            El planteamiento de Sachs, razonable en sí mismo, apunta al propio tiempo hacia un problema mayor. El sistema internacional, en efecto, ha venido mostrando una eficacia decreciente en la gestión de los conflictos que atraviesan al sistema mundial desde mucho antes de que estallara el conflicto en Ucrania. Eso se agrava hoy, ante la incapacidad de las Naciones Unidas para facilitar la gestión de un acuerdo de paz en Ucrania, en lo mayor, o para organizar la investigación del sabotaje al gasoducto, en lo inmediato.

            Esto, a su vez, permite entrever que la crisis generada por el agotamiento del sistema internacional y la transición hacia una nueva modalidad de organización del mercado mundial está en vías de superar la capacidad de ese sistema para gestionar las contradicciones generadas por su propio desarrollo. Visto así, el sabotaje al Nordstream 2 bien podría equivaler a la mano que menciona el Libro de Daniel (5:23-28), que en el festín del rey Belsasar escribiera en la pared del palacio aquel MENÉ, MENÉ, TEKEL y PARSÍN, que el profeta tradujo como “medido, pesado, juzgado”, anunciando el fin del rey y de su reino.[4]

            Una crisis de tal alcance en el sistema internacional tendría terribles consecuencias. Ante ese riesgo, cabe entender la importancia de la postura adoptada por gobiernos como los de México y Brasil de no alinearse con las partes en el conflicto, y procurar en cambio mantener abiertos espacios para el diálogo en busca de una paz negociada.

Nuestra América no puede ni debe ser mera espectadora ante la crisis global, ni mucho menos parte alineada en las confrontaciones que van marcando su desarrollo. Para nosotros ha llegado la hora, una vez más, de luchar por el equilibrio del mundo, promoviendo la transparencia en las relaciones internacionales sin la cual ninguna colaboración es posible ante los terribles problemas del hambre, la pobreza y el deterioro ambiental que amenazan hoy a la Humanidad entera.

Será por esa lucha que seremos medidos, pesados y juzgados en nuestro propio tiempo. Nos toca encararla de modo que nuestra fe sincera en el mejoramiento humano y en la utilidad de la virtud se vea confirmada en los hechos por la fuerza de la razón, que derrote finalmente a la razón de la fuerza que hoy busca imperar en la comunidad de los humanos.

Alto Boquete, Panamá, 24 de febrero de 2023


[1] “Cartas de Martí”. La Nación, Buenos Aires, 24 de julio de 1885.  Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975. X, 261.

[2] “¿Por qué el gran proyecto de Civilización Ecológica es específico de China?” (1 de octubre de 2022 )

[3] https://www.jeffsachs.org/recorded-lectures/f4rsfnzw9rbdx2tz2n38lfgsctsbc8

[4] https://www.biblegateway.com/passage/?search=Daniel%205&version=DHH