Nuestra América. Algunos puntos de origen, y de destino.

Guillermo Castro H.
Para el guna Arysteides Turpana, desde el mestizo que soy.
En cada uno de sus textos, Arysteides Turpana nos recuerda que siempre es bueno recordar los puntos de origen de los problemas que hoy encaran los pueblos originarios de nuestra América. En ese punto de origen, por ejemplo, está el hecho de que en el momento de la Conquista ibérica no había ni indios ni indígenas en América, sino una multitud de pueblos y culturas que habían llegado a esta región del mundo 30 mil años antes, al menos, y se habían expandido por ella hasta ocuparla por completo, como lo habían hecho en otras fechas otros grupos humanos en Europa, Asia y Oceanía, todos provenientes de una matriz común africana. El indio, en este sentido, es una creación de la Conquista, como el negro es una creación de la esclavitud.
La población originaria que sobrevivió a la Conquista española y portuguesa se vio escindida en dos grandes grupos. Uno de ellos estuvo conformado por las etnias que se vieron incorporadas al sistema de servidumbre en torno al cual fue organizada la economía en las regiones controladas por las Monarquías ibéricas. Esa forma de organización de la vida indígena en encomiendas, que combinaban la propiedad comunitaria del suelo adyacente a las grandes haciendas señoriales con el pago de tributo en trabajo gratuito, fue dominante en los altiplanos andino y mesoamericano, que antes de la Conquista habían albergado las poblaciones más numerosas y de desarrollo civilizatorio más avanzado.
El otro grupo se vio marginado a las regiones que escaparon al control directo de las Monarquías, como el litoral Atlántico mesoamericano, y la mayor parte del Darién – Chocó, la Amazonía, la Orinoquia, la actual Patagonia argentina, y Chile al sur del Bío – Bío. La mayor parte de la población originaria panameña proviene de este segundo grupo.
Entre los siglos XVII y XIX, ambos grupos conocieron una segunda reducción de orden etno cultural, debida al mestizaje y la aculturación de una parte de sus integrantes, en un marco de lenta recuperación demográfica que – según estiman diversos estudios – para mediados del XX había restablecido el número de los miembros de pueblos originarios a sus niveles de fines del siglo XV. Las estructuras sociales – y sus expresiones territoriales – generadas por estos procesos de larga duración demostraron una extraordinaria resistencia al cambio, antes aún de las guerras de Independencia. Tal fue el caso, por ejemplo, de las luchas de resistencia a la Reforma Borbónica, que atentaba contra el lugar y los derechos de los indígenas y los criollos pobres en el pacto colonial ibérico.
De esa resistencia provino el comentario a la vez terrible y esclarecedor de José Martí, en 1891: “El problema de la independencia no era el cambio de formas, sino el cambio de espíritu.” Y de allí también su colofón:
Con los oprimidos había que hacer causa común, para afianzar el sistema opuesto a los intereses y hábitos de mando de los opresores. […] La colonia continuó viviendo en la república; y nuestra América se está salvando de sus grandes yerros – de la soberbia de las ciudades capitales, del triunfo ciego de los campesinos desdeñados, de la importación excesiva de las ideas y fórmulas ajenas, del desdén inicuo e impolítica de la raza aborigen – por la virtud superior, abonada con sangre necesaria, de la república que lucha contra la colonia.[1]
El programa de esa lucha de la república contra la colonia, sin embargo, nunca llegó a un planteamiento definitivo en relación al llamado “problema indígena”, que a fin de cuentas era el de la participación de los encomendados de ayer en la vida y el desarrollo económico, político, social y cultural en aquellas repúblicas, nacidas de semilla liberal sembrada en un suelo largamente feudalizado. El propio Martí, el mejor representante del pensamiento liberal democrático más avanzado y radical de fines del siglo XIX, planteaba así el problema de la diversidad étnica en los Estados nacionales formados a partir del ciclo de luchas por la Independencia, entre 1810 y 1825:
Éramos una visión, con el pecho de atleta, las manos de petimetre y la frente de niño. Éramos una máscara, con los calzones de Inglaterra, el chaleco parisiense, el chaquetón norteamericano y la montera de España. El indio, mudo, nos daba vueltas alrededor, y se iba al monte, a la cumbre del monte, a bautizar sus hijos. El negro, oteado, cantaba en la noche la música de su corazón, solo y desconocido, entre las olas y las fieras. El campesino, el creador, se revolvía, ciego de indignación, contra la ciudad, contra su criatura. Éramos charreteras y togas, en países que venían al mundo con la alpargata en los pies y la vincha en la cabeza. El genio hubiera estado en hermanar, con la caridad del corazón y con el atrevimiento de los fundadores, la vincha y la toga; en desestancar al indio; en ir haciendo lado al negro suficiente; en ajustar la libertad al cuerpo de los que se alzaron y vencieron por ella. Nos quedó el oidor, y el general, y el letrado, y el prebendado.[2]
Las propuestas del liberalismo de entonces, como las del contemporáneo, nunca fueron más allá de la transformación de la propiedad comunitaria en propiedad privada, mediante el reparto de parcelas a la población indígena, y la aculturación acelerada de las poblaciones originarias mediante el recurso a la educación necesaria para incorporarla a los escalones más bajos del capitalismo dependiente, que por entonces pasaba a ser la forma dominante de inserción de nuestras economías en el mercado mundial. Más allá de la buena o mala voluntad de los proponentes, aquel programa hacía parte del interés, más amplio, de crear el mercado de tierras y de trabajo necesario para el desarrollo de aquella economía, entonces emergente. Y con esto se llega al medular de la discusión: ¿pueden subsistir formas no capitalistas de propiedad en el marco de sociedades capitalistas?
La primera respuesta fue positiva. La proporcionaron las empresas mineras y de agro negocios que desde la década de 1870 establecieron en la región economías de enclave, cuya rentabilidad se veía incrementada por la de obra barata proveniente de las regiones de pueblos originarios, cuyo costo además era subsidiado por la propia economía indígena. La segunda, sin embargo, presenta ya otras complejidades. Primero, porque los espacios marginales de ayer son las (últimas) grandes fronteras de recursos de hoy. Pero, y sobre todo, porque quienes pueblan esos espacios son mucho más numerosos, están mejor educados, tienen mayor conciencia de su condición y sus derechos, y están mucho más y mejor organizados que sus antecesores de ayer.
Los pueblos originarios, en efecto, ya no sólo luchan para no desaparecer. Lo hacen además, y sobre todo, para culminar el conflicto entre la república y la colonia, trascendiendo el marco liberal de origen y planteamiento de esa lucha. Su base territorial ya no está constituida por zonas marginales sin interés para los grandes poderes que controlan los Estados de la región, sino por espacios ganados a lo largo de luchas que les permitieron constituirse en sujetos políticos de pleno derecho, que pueden y deben aspirar a recuperar el control de sus vidas y destinos. En Panamá, Guna Yala dejó hace mucho – desde 1924, al menos -, de ser la Intendencia de San Blas, como la Comarca Ngöbe dejó de ser la región del Guaymí, en ambos casos por la creciente resistencia de sus habitantes, y no por generosa concesión de filántropos liberales.
Bolivia nos proporciona, ahora, el ejemplo más avanzado y exitoso de lo que puede ser logrado en esta circunstancia nueva. Y ese ejemplo práctico de república multinacional con una economía que crece en términos que reducen la inequidad, vuelve a poner sobre el tapete el problema de origen: ¿pueden coincidir esas formas de vida y organización indígena no ya con el capitalismo, sino con su transformación en una economía y una sociedad distintas?[3]
No se trata de un problema nuevo. Lo enfrentaron en su momento, con mejor o peor fortuna, los grandes procesos de transformación revolucionaria ocurridos en zonas periféricas o semiperiféricas del mercado mundial, como Rusia a principios del siglo XX, y China en la segunda mitad del mismo, en las cuales el papel de las minorías étnicas y las formas de vida económica no capitalistas fueron objeto de debates muy intensos, como de soluciones a menudo muy represivas. En nuestra América, fue planteado por primera vez de manera integral en 1928 por el peruano José Carlos Mariátegui, en sus 7 Ensayos de Interpretación de la Realidad Peruana. Allí dijo aquel que pasaría a la historia de nuestra cultura como el Amauta[4]:
Todas las tesis sobre el problema indígena, que ignoran o eluden a éste como problema económico-social, son otros tantos estériles ejercicios teoréticos, y a veces sólo verbales, condenados a un absoluto descrédito. No las salva a algunas su buena fe. Prácticamente, todas no han servido sino para ocultar o desfigurar la realidad del problema. La crítica socialista lo descubre y esclarece, porque busca sus causas en la economía del país y no en su mecanismo administrativo, jurídico o eclesiástico, ni en su dualidad o pluralidad de razas, ni en sus condiciones culturales y morales. La cuestión indígena arranca de nuestra economía. Tiene sus raíces en el régimen de propiedad de la tierra. Cualquier intento de resolverla con medidas de administración o policía, con métodos de enseñanza o con obras de vialidad, constituye un trabajo superficial o adjetivo, mientras subsista la feudalidad de los “gamonales”.[5]
En este campo, al propio tiempo, nuestra América nunca fue – ni será nunca – el mero espacio en que se reproduzcan otras circunstancias. Somos realmente un nuevo mundo, surgido de circunstancias inéditas e irrepetibles, y estamos haciendo una contribución de singular trascendencia a la creación de un mundo nuevo. Fue desde nosotros que surgió la teoría del desarrollo – esto es, de la necesidad de un crecimiento económico capaz de traducirse en bienestar colectivo y vida en democracia -, que tanto contribuyó a dar forma visible a la idea martiana de que no había en nuestra América batalla “entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza”, nutrida y confrontada a un tiempo por el formidable ciclo revolucionario que se iniciara en México en 1910 para culminar en Cuba en 1961. Fue desde nosotros, también, que recibió el mundo a la pedagogía de la transformación, elaborada a partir de la vida y obra de Paulo Freire, y la Teología de la Liberación, que ha podido ser universal por lo auténticamente nuestra que es.
Y ha sido desde nosotros, también, que ha recibido sus impulsos más vitales la crítica al carácter insostenible del desarrollo que conocemos, y la necesidad de pasar a formas que hagan sostenible el desarrollo de la especie que somos. Esas formas, en efecto, tendrán que ser por necesidad afines al Sumak Kawsay, el buen vivir k’chwa, que sintetiza de manera tan admirable la experiencia colectiva de nuestros pueblos originarios en una perspectiva ética y de conocimiento que contradice todo intento de justificar la destrucción de las fuentes mismas de la vida en aras de la acumulación incesante de capital.
Lo que ya es evidente es que no hay salida viable a los problemas que hoy encara nuestra especie – y que afectan de manera tan directa a los trabajadores manuales e intelectuales, del campo y de la ciudad – dentro del orden que se nutre de esos problemas. Si deseamos un mundo distinto, tendremos que culminar el proceso de creación de una sociedad diferente, que ya ha sido puesto en marcha por los pueblos de nuestra América. Y tendremos que aprender a hacerlo como nos lo pidiera Martí: “con todos y para el bien de todos” los que entienden que es imprescindible llevar a buen término la batalla de la república contra la colonia – y la de la naturaleza contra la falsa erudición – si queremos sobrevivir.
Panamá, 17 de agosto de 2013


[1] “Nuestra América”. El Partido Liberal, México, 30 de enero de 1891.Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales,1975. VI, 19.
[2] “Nuestra América”. El Partido Liberal, México, 30 de enero de 1891.Obras Completas. Editorial de Ciencia Sociales,1975. VI, 20.
[3] Al respecto, por ejemplo, Steinleger, José: “¡Ah…, qué Evo!”. La Jornada, México, 14 de agosto de 2013.http://www.jornada.unam.mx/2013/08/14/opinion/019a1pol
[4] “Se conoce con el título de Amautas (del quechuahamawt’a; ‘maestro’, ‘sabio’) a aquellas personas que se dedicaban a la educación formal de los hijos de los nobles y del Inca. Existieron dos clases de educación: La primera era una educación dirigida para las clases altas y la otra una educación para la población en general “Hatunrunas” (hombre común). Las clases nobles y reales del Imperio inca fueron educados formalmente por los Amautas (hombres sabios), mientras que la población general recibía conocimientos de sus familias , las cuales se transmitían de generación en generación.” http://es.wikipedia.org/wiki/Amauta
[5] 7 Ensayos de interpretación de la realidad peruana. Biblioteca Amauta, Lima, 1928. Fuente: La Biblioteca Virtual Universal de Bibliotecas Rurales Argentinas. Esta Edición: Marxists Internet Archive, 2000. http://www.jus.unitn.it/cardozo/Review/2009/Mariategui.pdf

Panamá. Escogiendo entre inconvenientes: naturaleza, mercado y servicios ambientales.

Guillermo Castro H.
I
La naturaleza no es en sí misma capital natural. Su aprovechamiento por parte de los humanos sólo ha estado dedicado a la producción de ganancias y la acumulación de capital en un sistema histórico específico: aquel creado a lo largo de los últimos cinco siglos, a partir del desarrollo del capitalismo como sistema de escala planetaria, mediante la formación del primer y único mercado mundial que ha conocido la Humanidad. En esta perspectiva, iniciativas como el Pago por Servicios Ambientales constituyen herramientas que la sociedad capitalista contemporánea – esto es, aquella que enfrenta hoy en la crisis ambiental las consecuencias de sus intervenciones en los ecosistemas de ayer – utiliza para culminar el proceso de transformar el patrimonio natural de la Humanidad en capital natural mediante la organización de mercados de bienes y servicios ambientales, que pasan a constituirse a su vez en un subsistema del mercado mundial.
El subsistema ambiental del mercado mundial, sin embargo, se distingue de todos los demás – extractivo, agrícola, industrial, comercial y financiero – en cuanto su función fundamental consiste en poner a la disposición de aquellos otros condiciones que son imprescindibles para su funcionamiento. Esas condiciones de producción – para designarlas como lo hiciera el antropólogo Karl Polanyi en su obra clásica La Gran Transformación – incluyen, además del acceso a los elementos naturales imprescindibles para cualquier actividad productiva – agua, aire, tierra y energía -, la producción de la fuerza de trabajo capaz de transformar esos elementos en recursos para otras actividades productivas, y la organización del espacio en que esas actividades tienen lugar – esto es, la gestión integrada del ambiente y el territorio.
La organización de los procesos necesarios para la producción de esas condiciones de producción es una responsabilidad fundamental del Estado, y la forma en que cada uno la ejerce expresa con especial claridad el carácter social de ese Estado, esto es, los intereses y valores que rigen sus relaciones con su propia sociedad. La organización de tales procesos, en efecto, abre todo un abanico de opciones. En un extremo de ese abanico, el Estado puede asumir el monopolio de todas las funciones relacionadas con la producción de esas condiciones y con el acceso a las mismas de otros productores. Tal fue el caso del Estado soviético. En el otro extremo, el Estado puede transferir la mayor parte de esas funciones a operadores privados, reteniendo para sí algunas tareas de regulación y control del cumplimiento de las mismas. Tal ha sido, hasta ahora, el caso de la gestión de esos servicios en el caso de los Estados neoliberales.
Entre ambos extremos, naturalmente, hay múltiples combinaciones intermedias. En todas ellas, sin embargo, el Estado conserva una función de intermediación política entre todas las partes involucradas, la cual puede ir desde la gestión de conflictos por vía de la negociación, hasta la represión de expresiones de descontento asociadas a tales conflictos. Lo esencial, en todo caso, es que el éxito o el fracaso del Estado en el cumplimiento de esa función dependerá de la relación general de fuerzas – o debilidades – que se derive del grado de desarrollo cultural y organizativo de cada una de las partes involucradas, incluyendo por supuesto a las agencias gubernamentales directamente implicadas. Dado que todos estos elementos son el producto de complejos procesos de formación y transformación a lo largo del tiempo, su análisis en perspectiva histórica puede aportar valiosos elementos de juicio respecto a la viabilidad y la eficacia de las diversas opciones para la creación de mercados de bienes y servicios ambientales en nuestros países.
II
Aquí conviene empezar con una precisión. Mientras en el resto de Occidente las abreviaturas AC y DC sirven para ordenar el tiempo en un antes y un después del nacimiento de Cristo, entre nosotros sirven además para ordenar nuestra propia historia en sus dos momentos fundamentales: antes y después de la Conquista europea. Así, la extraordinaria complejidad ecosistémica, social y cultural de América Latina tiene su origen en el período 1500 – 1550, cuando la región se vio incorporada – mediante la violencia ejercida por los últimos grandes enclaves de poder feudal en Europa -, al proceso de formación del moderno sistema mundial, como proveedora de alimentos y materias primas y como espacio de reserva de recursos. Esa modalidad de inserción definió, a su vez, una estructura de larga duración que opera con tiempos y modalidades distintas en tres sub regiones diferentes – que a menudo se sobreimponen a las estructuras político – administrativas de los Estados de la región – , y en todos los planos de la interacción entre los sistemas sociales y naturales presentes en cada una de ellas.
Las subregiones a que hacemos referencia se despliegan entre los siglos XVI y XIX, de acuerdo a la forma fundamental de organización de las interacciones entre los sistemas sociales y naturales en el espacio americano. Una se articula a partir del trabajo esclavo, asociado sobre todo – pero no exclusivamente – a actividades de plantación. Otra se constituye a partir de distintas modalidades de trabajo servil – desde la encomienda al peonaje -, destinado sobre todo a la producción de alimentos y a la explotación minera. Y otra más toma forma a partir de  una amplia modalidad de actividades de subsistencia en los inmensos espacios de la región que escapan a la articulación directa en el mercado mundial durante un período más o menos prolongado, como la Amazonía, la Orinoquia y el litoral Caribe mesoamericano.
La primera de esas regiones tiene, así, un claro carácter afroamericano, asociado con frecuencia a una gran debilidad organizativa de los sectores más pobres. La segunda tiene un carácter indoamericano, en el que persisten a menudo importantes tradiciones de organización campesina y comunitaria. La última, de carácter indígena y mestizo, sin tradiciones relevantes de producción para un mercado que en el mejor de los casos sólo ha tenido una importancia complementaria, nunca central, en sus actividades económicas y sociales, pasó a constituirse así en una frontera interior de recursos sometida a una constante presión por parte de las otras dos.
Esas regiones, ciertamente, constituyen una realidad en constante transformación. Así, el tránsito del siglo XIX al XX es testigo de la formación de mercados de trabajo y de tierra constituidos mediante procesos masivos de expropiación de territorios sometidos a formas no capitalistas de producción, para  crear las premisas indispensables a la apertura de la región a la inversión directa extranjera y la creación de economías de enclave en el marco del llamado Estado Liberal Oligárquico. Los ciclos posteriores – populista, desarrollista y neoliberal – marcarán el camino hacia el siglo XXI entre las décadas de 1930 y 1990.
Hoy, asistimos a lo que bien podría ser la incorporación de las últimas fronteras de recursos a la economía global. Esto explica la creciente importancia que adquieren en nuestras sociedades los conflictos de origen ambiental – esto es, aquellos que surgen del interés de grupos sociales distintos en hacer usos excluyentes de los ecosistemas que comparten –.  Y esto hace necesario, también, entender que esos conflictos no se reducen al enfrentamiento entre ricos y pobres, mestizos e indígenas, grupos rurales y urbanos, o capitalistas nacionales y extranjeros, sino que expresan todo eso y mucho más.
La transformación de las fronteras de exclusión de anteayer en las últimas fronteras de recursos de hoy, asociada a menudo a la inversión masiva en megaproyectos de infraestructura, no es tanto el resultado del desarrollo interno de nuestras propias sociedades sino, y sobre todo, del fomento de procesos de producción de condiciones de producción de alcance global con apoyo técnico, financiero y político de instituciones financieras internacionales. Dicho proceso – que incluye la formación de una fracción “verde” del capital transnacional y nacional – opera a menudo en contradicción, y a veces en conflicto, con las fracciones extractiva, agraria, industrial y financiera, más tradicionales en nuestros países.
III
El panorama descrito se expresa con especial claridad en el caso de Panamá. Aquí, a lo largo de diez mil años, la gestión del ambiente y el territorio ha concedido una importancia de primer orden al tránsito interoceánico como elemento articulador de la actividad humana en el Istmo. Así, en el momento de la Conquista europea el territorio panameño estaba organizado en cacicazgos asociados al control de corredores interoceánicos de orientación Sur – Norte. Esos corredores definían territorios estrcuturados a lo largo de grandes cuencas – como las de los ríos Santa María, Coclé, Bayano y el sistema Chucunaque – Tuira – que facilitaban en su parte alta el tránsito interoceánico, y ofrecían tanto el acceso tanto a una multiplicidad de ecosistemas y recursos – desde los manglares de las zonas de grandes mareas del Pacífico, hasta el bosque tropical húmedo y los yacimientos de oro aluvial del Atlántico -, como a rutas de intercambio comercial entre los mundos chibcha y maya, por las que circulaba una abundante riqueza.
Tras la Conquista, en cambio, fue establecido un eje central de organización orientado en dirección Este – Oeste, a partir de un corredor agroganadero a lo largo de las sabanas antrópicas ya existentes entre Chepo y Natá, con prolongaciones posteriores en dirección a la Península de Azuero y a Centroamérica, en la región Sur – Occidental del país. Al propio tiempo, el establecimiento del monopolio del tránsito por el valle del Chagres llevó a la clausura de las demás rutas anteriormente en uso, y a la creación de una extensa frontera interior que segregó la mayor parte del litoral Atlántico y del Darién del territorio considerado “útil” en el nuevo ordenamiento creado por la Conquista. Esa utilidad, por otra parte, era percibida a partir de una nueva cultura de la naturaleza, que privilegiaba la sabana ganadera por sobre el manglar y el bosque húmedo, promovía la explotación extensiva de un número mucho más reducido de recursos específicos por sobre el manejo de ecosistemas complejos, y valoraba esos recursos por su demanda en la zona de tránsito y en el mercado exterior.
El principal centro de población pasó a estar ubicado en la zona articulada por la ciudad de Panamá, conectada al Este y el Oeste con su nuevo hinterland. La población indígena que sobrevivió a la Conquista o que migró al Istmo después fue desplazada a tierras marginales, o contenida más allá de la frontera interior, y la fuerza de trabajo fundamental pasó a estar constituida por esclavos africanos, primero, y por sus descendientes y la población mestiza del siglo XVIII en adelante. De este modo, el contraste contemporáneo entre los paisajes sociales y naturales del corredor interoceánico y los del interior del país no se debe a que haya en el Istmo varios países en uno. Se trata, por el contrario, de la expresión territorial de una de una misma sociedad integrada por grupos sociales que organizan sus relaciones con la naturaleza en el marco de una estructura de poder tan contradictoria y conflictiva como para generar y sostener el proceso de crecimiento económico con deterioro social y degradación ambiental que hoy conoce el país.  Estamos, en suma, ante un extraordinario ejemplo de una estructura que genera procesos de larga duración.
Para comienzos del siglo XXI, sin embargo, la creciente escasez relativa de tierra y agua en Panamá genera tensiones sociales que tienden a encarecer los costos económicos, sociales, políticos y ambientales de la actividad de tránsito, bloquean el fomento de nuevas ventajas competitivas, e impiden un aprovechamiento integral y sostenido de los recursos humanos y naturales del país. En ese marco, la operación sostenida del Canal demanda hoy el desarrollo sostenible del país. Y esto, a su vez, supone la necesidad de encarar las dificultades inherentes al hecho de que solo puede ser sostenible una sociedad democrática; que solo puede ser democrática una sociedad culta, y que solo puede llegar a ser plenamente culta y democrática una sociedad que sea a la vez próspera y equitativa.
Hoy, una mirada al país desde el futuro que deseamos para nuestra gente revela ya posibilidades y capacidades para construir una sociedad así mediante el fomento de los recursos humanos y naturales que la sociedad insostenible que tenemos ha  despilfarrado por más de cuatro siglos. Nuestra propia gente, el agua y la biodiversidad de los ecosistemas que garantizan su presencia en el Istmo son los principales recursos de Panamá. Y la unidad fundamental de interacción de esos recursos está constituida por cada una de las 52 cuencas hidrográficas que organizan desde sí mismo el territorio de la nación.
La resistencia al cambio, en este plano, hunde sus raíces tanto en las estructuras de relación con la naturaleza gestadas por la orgaización del tránsito interoceánico vigente desde el siglo XVI, y sustentadas por las estructuras de gestión pública asociadas a esa relación. Así, por ejemplo, la estructura político – administrativa vigente en el país da lugar a que en la Cuenca del Canal – la de más urgente necesidad de una gestión territorial y ambiental integrada – coincidan 3 provincias (Coclé, Panamá y Colón), una decena de Distritos y unos 48 Corregimientos. Y a ello se agrega que todos los Distritos y corregimientos ubicados en el perímetro de la Cuenca incluyan territorio situado fuera de ésta. Las dificultades que esto supone son fáciles de imaginar.
Todo esto nos dice que ha llegado ya la hora de empezar a discutir la transformación del Estado panameño, para ponerlo en condiciones de contribuir realmente a la transformación de la sociedad a la que debe servir. Si quiere ser eficaz, esa transformación deberá encarar las afinidades y contradicciones entre las estructuras naturales del país y la de las regiones geo económicas presentes en el territorio nacional. Y esto, en lo más esencial, supone que ambas estructuras – las naturales y las históricas – pueden converger o divergir en el proceso de reordenamiento del territorio para su gestión integrada, pero que en última instancia serán las naturales las que predominen. El país que emerja de una transformación semejante será sin duda muy distinto al que nos legara la Conquista, pero sin duda será también mucho más semejante a sí mismo y mucho más capaz, por eso, de conocerse, ejercerse y crecer desde sí.
Es bajo esa luz que cabe considerar el papel que viene desempeñando el Estado panameños en la gestión del proceso de organización del mercado de bienes y servicios ambientales en nuestro país. Aquí no sólo se trata de que el Estado apenas ha iniciado el esfuerzo de deslinde de la trama – cada vez más complicada – de sus propias estructuras de administración en la materia, incluyendo la creación de las capacidades técnicas y culturales necesarias para una gestión integrada del territorio y el ambiente. Se trata, sobre todo, de que esas tareas son más importantes y complejas que nunca, dado el hecho de que las principales áreas de provisión de los servicios ambientales de los que depende la sostenibilidad del desarrollo en Panamá se ubican en las regiones de menor nivel de desarrollo del país, en las que la pobreza afecta a entre el 60 y el 90 por ciento de la población, y coinciden los más altos niveles de incultura con los más bajos niveles de organización social.
Precisamente por esto, la comprensión de los riesgos y las oportunidades que se abren ante nosotros en esta circunstancia exige pasar de un enfoque estructural, referido a modelos de gestión más o menos bien definidos a priori, a otro de carácter sistémico, referido a relaciones de interdependencia entre factores múltiples en cambio constante, en el análisis de los problemas ambientales. Y dado que toda nuestra educación ha tendido a formarnos en torno a una concepción estructural y funcionalista de la realidad, el hecho de reconocer y enfrentar esta necesidad representa ya un importante logro cultural y político. Cultural, porque dispondremos de mejores respuestas en la medida en que seamos capaces de producir mejores preguntas. Y político, porque empezamos a entender que si queremos un ambiente distinto necesitamos crear una sociedad diferente.
En política, a fin de cuentas, sólo podemos escoger entre inconvenientes. En este caso, se trata de optar entre los problemas que origina la ausencia de un mercado de bienes y servicios ambientales bien regulado y equitativo, y los que inevitablemente acarreará la organización de ese mercado. A fin de cuentas, la libertad consiste en poder decidir con qué problemas queremos vivir, y con cuáles no estamos dispuestos a hacerlo, y en atenernos a las consecuencias de lo que decidamos al respecto.
Fundación Ciudad del Saber, Panamá
Julio 2008 – agosto 2013

Panamá: mucho, poco, nada, y pendiente.

Guillermo Castro Herrera
La disputa electoral acerca de lo hecho o dejado de hacer por el Estado en materia de inversión pública en los últimos 45 años en Panamá elude lo realmente esencial del problema que la genera. Sin duda, la inversión bruta en infraestructura iniciada en 2006 por el Gobierno que presidiera Martín Torrijos con la ampliación del Canal, y continuada por el que preside Ricardo Martinelli – sobre todo en los sistemas vial, aeroportuario y de transporte público -, carece de precedentes en la historia nacional. Aun así, en ese panorama destacan tres elementos de contraste.
El primero de ellos consiste en lo limitado de la inversión pública en el desarrollo del capital humano y social, reducida a una política de subsidios que elude mucho, y palia muy poco, las causas de origen de la inequidad en nuestra sociedad. Otro, en la desmesura de la inversión en el corredor interoceánico, que incrementa a su vez el subsidio del resto del país al crecimiento económico de las área aledañas al Canal – donde ya reside más de la mitad de la población del país, en menos del 10% de su territorio -, incrementando con ello las amenazas a la sustentabilidad del desarrollo futuro en Panamá. Y el otro, finalmente, en la pobreza del análisis relativo al origen, la naturaleza y la sustentabilidad del crecimiento económico en los años por venir, en el seno de las principales agrupaciones políticas y sociales del país.
El factor fundamental, aquí, ha sido la integración del Canal a la economía interna. Todo lo demás – desde la necesidad de las inversiones realizadas, hasta la posibilidad de disponer de los fondos necesarios – ha dependido de ello. La trascendencia y complejidad de ese factor se hace evidente en el hecho de que la creación de las condiciones necesarias para su despliegue en profundidad generara una crisis que en la práctica paralizó políticamente al país entre 1981 y 1994, para iniciar a partir de allí – con idas y venidas bien conocidas – el proceso de transformaciones que ha venido a alcanzar su impulso mayor en los últimos cuatro años.
Ese impulso mayor, por otra parte, también empieza a definir con claridad creciente los límites del proceso de transformaciones en curso. Ese proceso surge de la solución de la parálisis de la voluntad política de los grupos sociales y económicos dominantes en el país entre 1999 y 2009 mediante el uso – en grado de paroxismo – de los valores y procedimientos inherentes a una cultura política tradicional, para la construcción de una economía y una sociedad renovadas.
La solución así encontrada al problema de la parálisis política ha generado, como era de prever, problemas nuevos y más complejos. En efecto, los medios utilizados han determinado los fines que podían ser alcanzados, y uno de los resultados del proceso ha sido el oscurecimiento de las contradicciones asociadas a esos fines.  Así, por ejemplo, aquí se sigue discutiendo como si los problemas del país tuvieran su origen en incapacidades e irregularidades administrativas, y bastara con encontrar mejores gerentes y disponer de mejores manuales de procedimiento para resolverlos.
En realidad, no podremos resolver los problemas del siglo XXI sin entenderlos en sus riesgos como en sus oportunidades. Pero no podremos entender esos problemas ni desde la cultura política del siglo XX – correspondiente al anhelo de llegar a tener un Estado nacional, que ya tenemos -, ni desde el llamado “criterio empresarial” que se limita a imitar aquella consigna de los años 50 que tanto contribuyó finalmente a los problemas que hoy enfrentan la economía y la sociedad norteamericana: “Lo que es bueno para la General Motors es bueno para los Estados Unidos.” Dígalo, si no, la ciudad de Detroit, capital del automóvil, cuyo gobierno municipal acaba de declararse en quiebra.
Para encarar los problemas del país, hará falta aún identificar aquellos que definen, hoy, el interés general de nuestra sociedad. Esto, en breve, demanda la creación de una agenda que sintetice los obstáculos fundamentales que el proceso de crecimiento económico sin cambio social y con deterioro ambiental le plantea a los grupos sociales fundamentales en su desarrollo como tales grupos. Ese fue el punto de partida en la etapa final de la lucha por la recuperación del Canal en la década de 1970, en relación a los problemas de aquella etapa de nuestra historia. En ese terreno, nadie en su sano juicio podría decir que se ha hecho más de 1980 a nuestros días de lo que se hizo entre 1972 y 1977.
También habría que aprender mucho, por supuesto, del hecho de que una vez resueltos aquellos problemas comunes quedó superada la agenda que los expresaba, en la medida en que florecieron y se desplegaron en otro nivel de complejidad las contradicciones entre los grupos que habían concurrido a forjarla. El resultado neto, entonces, fue que el Estado que negoció el Tratado del Canal vino a ser muy distinto del que asumió la responsabilidad de implementarlos. Así, por ejemplo, el propósito de hacer “el uso más colectivo posible” de la Zona del Canal, propuesto por el Estado que negoció el Tratado, cedió su lugar a a la más completa privatización posible de las tierras e infraestructuras de esa Zona, por parte del que lo implementó.
La forja de una nueva agenda nacional deberá encarar el problema mayor de pasar del crecimiento sostenido de la economía entre 2004 y 2014 a un desarrollo que sea sustentable por la equidad en las relaciones sociales, y en las que lleguen a existir entre la sociedad y su entorno natural. Esta es la clase de problemas que podemos plantearnos hoy, desde la nación que hemos venido a ser como resultado de la conquista de nuestra soberanía y de las transformaciones desatadas por ese logro decisivo en nuestra historia. Queda pendiente, ahora, la tarea de definir estos problemas de nuevo tipo con la claridad necesaria para encararlos y resolverlos del modo que demande la nación que queremos llegar a ser.

 

Panamá, 25 de julio de 2013

Sobre el martiano Gramsci y el gramsciano Martí.

MT26. Nota sobre el martiano Gramsci y el gramsciano Martí.
Guillermo Castro H.
En sus notas sobre Maquiavelo como primer teórico de la política moderna, Gramsci hace una reflexión del mayor interés sobre los vínculos entre la socialidad y la eficacia histórica de los partidos políticos.[1] Así, tras preguntarse en qué consiste la elaboración de la historia de un partido político, señala lo siguiente:
¿Será la mera narración de la vida interna de una organización política? ¿Cómo nace, los primeros grupos que lo constituyen, las polémicas ideológicas a través de las cuales se forma su programa y su concepción del mundo y de la vida? En ese caso se trataría de la historia de grupos restringidos de intelectuales y a veces de la biografía política de un individuo aislado. El marco del cuadro, por lo tanto, tendrá que ser más amplio y global. Deberá hacerse la historia de una determinada masa de hombres que habrá seguido a los promotores, los habrá apoyado con su confianza, con su lealtad, con su disciplina, o los habrá criticado “realistamente” dispersándose o permaneciendo pasivos frente a algunas iniciativas.
            Y enseguida procede a ampliar sus propias interrogantes de una manera característica de su proceder en la reflexión teórica. Esa masa, se pregunta, ¿será únicamente la de los afiliados al partido, cuya conformación y desarrollo puede ser rastreada a partir de “los congresos, las votaciones, etcétera, o sea todo el conjunto de actividades y de modos de existencia con que una masa partidaria manifiesta su voluntad?” Al respecto, plantea enseguida:
Evidentemente habrá que tener en cuenta el grupos social del que el partido es expresión y parte más avanzada: la historia de un partido, pues, no podrá dejar de ser la historia de un determinado grupo social. Pero este grupo no está aislado: tiene amigos, afines, adversarios, enemigos. Sólo del complejo cuadro de todo el conjunto social y estatal (y a menudo incluso con interferencias internacionales) se desprenderá la historia de un determinado partido, por lo que puede decirse que escribir la historia de un partido significa lo mismo que escribir la historia general de un país desde el punto de vista monográfico, para poner de relieve un aspecto característico.
A esto añade un criterio tan sencillo como el siguiente para que lo anterior conduzca a un juicio de valor: “Un partido”, dice, “habrá tenido mayor o menor significado y peso en la medida en que su particular actividad haya pesado más o menos en la determinación de la historia de su país.” Y, al respecto, señala que el modo de escribir la historia de un partido se corresponde con el concepto que se tiene “de lo que es un partido o lo que debe ser.”:
El sectario se exaltará en los detalles internos, que tendrán para él un significado esotérico y lo llenarán de místico entusiasmo; el historiador, aun dando a cada cosa la importancia que posee en el cuadro general, pondrá el acento sobre todo en la eficiencia real del partido, en su fuerza determinante, positiva y negativa, en el haber contribuido a crear un acontecimiento y también en el haber impedido que otros acontecimientos se realizasen.
Valdrá la pena cotejar estas observaciones de Gramsci con los documentos producidos por José Martí para el Partido Revolucionario Cubano y con los artículo que dedicara a divulgar – justamente – “su programa y su concepción del mundo y de la vida”. En ese cotejo, tendrá especial importancia la idea fundamental de que el Partido Revolucionario Cubano “es el pueblo cubano.”[2] Los textos fundamentales para ese cotejo figuran entre las páginas 279 y 486 del I Tomo de la Obras Completas de Martí, en la edición aquí citada. De entre esos textos, tienen especial relevancia, por supuesto, los correspondientes a las Bases y a losEstatutos Secretos del Partido Revolucionario Cubano, y aquellos otros dedicados a la divulgación de la concepción del mundo y de la vida que alentaba en la nueva organización. Pero el conjunto es mayor y más complejo, pues incluye desde discursos hasta correspondencia menuda, todo ello vinculado con el propósito mayor de construir la autoridad moral, cultural y política – que es el modo martiano de definir lo que Gramsci llamó la hegemonía – del Partido en la comunidad de los cubanos.
En la indagación acerca del contenido histórico y la eficacia práctica de labor de organización y educación política, será de gran utilidad lo afirmado por Gramsci en el sentido de que “la historia de un partido, pues, no podrá dejar de ser la historia de un determinado grupo social. Pero este grupo no está aislado: tiene amigos, afines, adversarios, enemigos.” Al respecto, por ejemplo, cabrá preguntarse si una organización de frente nacional como la gestada por el Partido Revolucionario Cubano no se correspondía acaso con la visión y los intereses de un
determinado grupo social que buscaba estructurar en en torno a sí a sus amigos y afines con el fin de aislar a sus adversarios – integristas, autonomistas y anexionistas – desenmascarando su compromiso abierto o vergonzante con la defensa del statu quo colonial cubano de fines del XIX?
            Y, por otra parte, el compromiso del Partido Revolucionario Cubano con la idea de alcanzar con la independencia los medios necesarios para lograr el fin mayor de liberar a su sociedad del legado terrible del colonialismo y proceder a la construcción de una sociedad democrática en Cuba, ¿no expresa acaso con singular claridad la voluntad de contribuir a crear un acontecimiento histórico de nuevo tipo, e impedir que se prolongaran en la República los males de la colonia? De allí, sin duda, aquella reflexión sobre los modos de ser de la política, de tan singular contemporaneidad, en la que Martí nos explica que
Cuando la política tiene por objeto cambiar de mera forma un país, sin cambiar las condiciones de injusticia en que padecen sus habitantes; cuando la política tiene por objeto, bajo nombres de libertad, el reemplazo en el poder de los autoritarios arrellanados por los autoritarios hambrientos, el deber del hombre honrado o será nunca, ni aun con esa excusa, el de echarse a un lado de la política, para dejar que sus parásitos la gangrenen. Es la casa en que vive lo que le gangrenan y ha de entrar en ella para purificarla. Cuando la política tiene por objeto poner en condiciones de vida a un número de hombres a quienes un estado inicuo de gobierno priva de los medios de aspirar por el trabajo y el decoro a la felicidad, falta al deber de hombre quien se niega a pelear por la política que tiene por objeto poner a un número de hombres en condición de ser felices por el trabajo y el decoro.[3]
Hay, sin duda, singulares afinidades entre Martí y Gramsci, que sólo pueden ser explicadas en el marco del moderno sistema mundial, donde ambos se vinculan a sociedades periféricas o semiperiféricas, como la cubana y la italiana de sus respectivos tiempos. Esto nos presenta un vasto terreno pendiente de indagación histórica y política, que no podrá llevarse a cabo a partir de la lectura de América Latina desde Marx o del propio Gramsci, sino de la lectura inversa, de ambos desde nuestra región.
No sólo se trata de que el gracejo relativo al MT26 – esto es, a un marxismo de la tendencia 26 de julio, que busca resaltar la originalidad de la práctica revolucionaria cubana a partir del asalto al Cuarte Moncada en 1953 y hasta por lo menos los primeros años de la década de 1970, con importantes persistencias que animan la reforma política en curso en ese país – deje así de referirse a una característica meramente cultural, para pasar a ser un referente histórico concreto, en su potencial como en sus limitaciones. Además, y sobre todo, se trata de recuperar los medios que demanda la construcción de un futuro que deje de ser, finalmente, imaginado como la mera culminación de pasados ya cancelados, para convertirse de una vez por todas en la transformación del Nuevo Mundo de ayer apenas en el Mundo Nuevo que nuestro presente reclama ya.
Panamá, junio 29, 2013


[1] Gramsci, Antonio, 1999: Cuadernos de la Cárcel. Edición crítica del Instituto Gramsci. Ediciones ERA, México. Notas breves sobre la política de Maquiavelo. V, 74 – 75.
[2] Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975. I, 366: “El Partido Revolucionario Cubano” [Patria, Nueva York, 3 de abril de 1892].
[3] “La política”. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975. I, 336.

Panamá: las transformaciones en curso

Guillermo Castro H.[*]
1
Para cualquiera que nos conozca, Panamá atraviesa por un período de transformaciones evidentes. Algunas son más visibles que otras, sin duda, y es probable que sean estas últimas las de mayor trascendencia para nuestros futuro. De todas ellas, la más importante consiste, sin duda, en la transformación de nuestra República en un estado nacional en el pleno sentido de la expresión, a partir de la década de 1990 y al cabo de un largo período precedente de desarrollo semicolonial primero, entre 1903 y 1936, y neocolonial después, entre aquel último año y 1979.
También es evidente un proceso de crecimiento económico sin precedentes por su intensidad y su duración, tras el cual subyace la transformación de una economía de enclave, articulada en torno a un canal vinculado a la economía interna de los Estados Unidos, en otra mucho más abierta, que se estructura a partir de una Plataforma de Servicios Globales de creciente complejidad. Y a esto cabe agregar la transformación de una sociedad de fuertes valores rurales y estrechos vínculos entre los sectores populares y de capas medias profesionales de origen reciente, en otra de carácter urbano, de gran desigualdad estructural, que aún se encuentra en el proceso de construir su nueva identidad.
En ese marco, también, ha venido transformándose la actitud de los pobres de la ciudad y el campo ante sus propios problemas, desde la aceptación más o menos pasiva de su condición de marginalidad, hacia una creciente voluntad y capacidad para reclamar mejores condiciones de vida. Aquí, la formación de alianzas entre movimientos indígenas, campesinos y de pobladores urbanos pobres, junto a la inscripción – por primera vez en décadas – de un partido político que tiene sus raíces en un sector del movimiento obrero, constituyen novedades del mayor interés.
De momento, sin embargo, estas transformaciones en curso no parecen incluir la de nuestra capacidad para percibirlas en lo más trascedentes de su significado. Por el contrario, lo que se transforma con mayor lentitud entre nosotros es el pensamiento político forjado entre las décadas de 1940 y 1970, en el que se confrontan hasta hoy un populismo liberal y otro conservador, que comparten una concepción del mundo organizada en categorías como pueblo y oligarquía, tradición y modernidad, o atraso y  progreso.
Por lo mismo, el planteamiento de los problemas que encara Panamá en este momento de su historia encara una confusión cada vez más evidente. Entre nosotros, por ejemplo, se da por sentado que la economía crece en una sociedad que no cambia, y que el evidente incremento de la desigualdad constituye en un problema administrativo de reparto, y no de relacionamiento social.
En realidad, lo que no se alcanza a percibir entre nosotros es que el crecimiento económico y la desigualdad social son formas – entre otras- en que se expresa un proceso más complejo de transformación de la sociedad, de su economía, y de su cultura. En lo más esencial, ese proceso consiste en la transformación de la vieja economía – en la que la actividad del tránsito operaba al interior de un enclave que hacía parte de una economía distinta a la nacional -, en otra en la que el tránsito hace parte de la economía interna, y se diversifica en su contenido como en sus rutas.
Aquella economía fue definida como transitista, no porque dependía del tránsito interoceánico – una actividad milenaria en el Istmo -, sino por la forma en que esa actividad vino a ser organizada a partir del momento en que el territorio que hoy habitamos fue incorporado a la formación y el desarrollo del moderno mercado mundial, desde mediados del siglo XVI.
Aquella organización – aún vigente en lo más esencial – se caracterizó por el control monopólico del tránsito por una potencia externa; la concentración de la actividad del tránsito  por una única ruta, la del valle del río Chagres, y la de sus beneficios en quienes controlaban esa ruta; el subsidio ambiental a la actividad así concentrada a partir de un corredor agroganadero extendido a lo largo del litoral Pacífico Occidental del Istmo, y la formación de una frontera interior que marginó al litoral Atlántico y el Darién del proceso de formación nacional hasta fecha relativamente reciente.
A esto cabe agregar, en lo cultural y lo ideológico la formación y reproducción constante de una mentalidad característica en los sectores dominantes, que considera a estos rasgos históricos como consustanciales a la condición ístmica del territorio y al predominio del tránsito como actividad económica, y no como elementos característicos de una determinada fase de la historia de Panamá. Para esa mentalidad, por lo mismo, el problema fundamental no era la organización transitista del tránsito, sino el control de esa organización por una potencia extranjera. Y, así planteado el problema, su solución no podía ser más evidente: nacionalizar y preservar el transitismo, bajo el control del Estado que esos sectores controlan.
Así, a lo largo del siglo XX – cuando la organización del tránsito alcanzó su forma transitista más extrema con la construcción y operación de un Canal en el Istmo por un gobierno extranjero – se fue constituyendo una situación en la que la zonas más prósperas de aquella economía estaban asociadas a enclaves económicos que recibían grandes subsidios del resto del país, su población y su territorio: la Zona del Canal, las bananeras de la United Fruit Company en Bocas del Toro y Chiriquí, y la Zona Libre de Colón.
Así la cosas, tendría que ser evidente que la integración del Canal a la economía interna, como la inserción de la economía local en la global a través de la formación de una Plataforma de Servicios Transnacionales en torno al Canal, no son hechos que puedan ser reducidos a una mera expansión cuantitativa de la vieja economía de transitista organizada en enclaves. Por el contrario, estos cambios tienen una singular trascendencia, en cuanto abren posibilidades inéditas para el desarrollo del país.
La nueva economía podrá llegar a ser transitista, o no. Si sigue siéndolo – esto es, si sigue concentrando el tránsito y sus beneficios en un único corredor interoceánico, subsidiado mediante la devastación ambiental y el deterioro social del resto del país -, esa economía demandará una organización social y política tan autoritaria como lo fue la antigua Zona del Canal. Si opta por una nueva organización, que descentralice el tránsito y sus beneficios mediante múltiples corredores interoceánicos e interamericanos, y fomenta su capital natural mediante el fomento de su capital social, esa economía será realmente nueva y le será natural sustentarse en una organización democrática de su vida social y política.
2
De momento, sin embargo, el hecho dominante en la vida nacional es la desintegración de la vieja economía. Ese proceso va devastando toda la institucionalidad creada para el servicio y reproducción de la economía anterior, así como va haciéndolo – aunque a un ritmo mucho más lento – con las formas del razonar propias de la cultura asociada a aquella institucionalidad.  Esto explica, por ejemplo, que nuestra intelectualidad tienda a percibir las transformaciones en curso como un mero asunto de circunstancia y oportunidad, en el mejor de los casos, o de simple desorden y desgreño, en el peor.
En esas circunstancias, la primera reacción ha sido la de resistir a esa devastación.  Así, a mediados de la década de 1990 una parte significativa del movimiento popular salió a la defensa de lo que restaba de los derechos sociales otorgados durante el período torrijista populista de 1972 – 1976, mientras un gobierno presidido por el PRD procedía a desmantelar el aparato de Estado que había permitido ofrecer y sostener aquellos derechos. De manera semejante, los sectores democráticos de capas medias salieron a defender lo que restaba de la institucionalidad establecida a partir del golpe de Estado de diciembre de 1989.
Aquellas tensiones de fines del siglo XX parecieron encontrar alivio a mediados de la primera década del XXI con el primer auge de la economía nueva, estimulado por la enorme inversión de fondos públicos en las obras de ampliación del Canal y de construcción de la infraestructura necesaria para facilitar su integración a la economía interna del país. Ese auge se acercar a su límite con el fin de esas inversiones, y entre los sectores dominantes empieza a ser creciente la preocupación por las medidas que requiera hacer sostenible el crecimiento sostenido que ha experimentado la economía nacional.
Esto es más complejo de lo que parece a primera vista. No se trata, en efecto, de un problema meramente económico, sino de un proceso que abarca tanto el conjunto de la realidad nacional, como el de las relaciones internacionales de Panamá. Los problemas inherentes a un proceso de tal complejidad no pueden ser encarados asumiendo que la economía simplemente arrastra tras de sí en un proceso único y lineal al resto de los componentes de la vida nacional. Por el contrario, esos componentes – político, social, cultural, identitario, ambiental – se transforman a distintas velocidades, a veces interactuando sinérgicamente entre sí, a veces obstaculizándose unos a otros.
Así, el crecimiento económico modifica la estructura social haciéndola cada más inequitativa y excluyente. Esto,  a su vez, tensiona cada vez más las relaciones de los sectores más y menos favorecidos entre sí, y con el Estado.  Esas tensiones, por su parte, erosionan los elementos de identidad colectiva y comunidad de propósitos imprescindibles para la construcción de consensos, lo cual hace cada vez más difícil el manejo de las contradicciones que emergen del crecimiento económico, y así sucesivamente. Comprender esas interacciones, y su incidencia sobre la velocidad de marcha y la orientación del proceso de transformación en su conjunto, tiene aquí la mayor importancia.
Los conflictos y contradicciones que se derivan de esa interacción se manifiestan, en lo más visible, como rezagos que limitan la posibilidad de acercarse a un modelo de desarrollo social para el crecimiento económico, capaz de procesar sus propios conflictos y obtener de ese procesamiento la energía necesaria para sostenerse en el tiempo.  Así, algunos de los factores de conflicto que operan al interior de las transformaciones en curso en la vida nacional incluyen, por ejemplo, el que opone los procesos de formación de fuerza de trabajo y los de formación y desarrollo de nuevas formas de organización de la producción en el país, bloqueando la posibilidad de ofrecer la educación – en sentido estricto de formación técnica y moral para una sociedad distinta a la que tenemos – que demandaría un crecimiento sostenible; la creciente tendencia a la concentración de la riqueza, que contradice la necesidad de hacer mucho más inclusiva la vida productiva del país, estimulando el desarrollo de formas de organización productiva correspondientes a la creciente riqueza y diversidad de nuestras relaciones económicas internacionales y, sobre todo, el conflicto entre una sociedad cada vez más atrasada, y una economía cada vez más articulada a la complejidad del mercado global.
3
En lo inmediato, nuestro problema mayor radica en que quienes intuyeron la inminencia de este proceso de transformaciones – no para conducirlo, sino para explotarlo en su propio beneficio – no saben con qué sustituir lo que tan activamente contribuyen a destruir. Sus oponentes tampoco saben con qué sustituir lo que ya no están en capacidad de defender, y todos claman por una Asamblea Constituyente, que no se materializa porque aún no emerge un bloque social capaz de convocarla y conducirla.
Y aun esto, sin embargo, se refiere más al aspecto principal de las contradicciones que encaramos, que a la principal de esas contradicciones: aquella que enfrenta al tránsito contra el transitismo o, lo que es su equivalente en el terreno político, contrapone la esperanza imposible de crecer sin cambiar, propia de los sectores dominantes en toda sociedad, y la necesidad de cambiar para crecer, característica de períodos de transición entre lo que fue y lo que aún no llega a ser. En una circunstancia así, adquiere especial vigencia el viejo refrán que nos advierte que en política no hay sorpresas, sino sorprendidos. Urge, por lo mismo, identificar con verdadera claridad tanto la naturaleza del cambio que ya está en curso, como la de los rezagos del pasado y los obstáculos de coyuntura que lo hacen más lento y lo distorsionan, acentuando sus peores rasgos – como la inequidad social y la desesperanza política -, y limitando la posibilidad de encauzarlo en una dirección que se corresponda con los mejores intereses del país.
No estamos – como lo proclaman quienes hoy reclaman para sí la conducción política del país – ante problemas derivados de una mala gestión pública en los gobiernos de ayer, de hoy o de mañana. Por el contrario, la mala gestión pública expresa, aquí, el divorcio entre el Estado que se desintegra y la sociedad que emerge en este proceso de transformación que nos conduce a una etapa enteramente nueva en nuestra historia.
Esa nueva etapa se caracterizará por lo mucho peor o mucho mejor que llegue a ser con respecto a la que la precedió. Libradas las cosas a la espontaneidad del cambio, será sin duda peor. Encaradas en su carácter contradictorio, apoyando lo que esa contradicción entraña de promesa y previendo a tiempo lo que trae de amenaza, puede llevarnos a una situación mucho mejor. Gestionar con claridad de propósitos la transformación de la sociedad y de su Estado viene a ser, aquí, la clave para evitar aquel riesgo y abrir paso a un país en el que el interés público se corresponda, en sus expresiones de política estatal, con el interés general de la nación.
Agradezco a Nils Castro, Ana Elena Porras, Jorge Montalván y Jorge Giannareas sus comentarios, observaciones y sugerencias en el proceso de elaboración de estas ideas.
Panamá, mayo 2013

 


[*]Agradezco a Nils Castro, Ana Elena Porras, Jorge Montalván y Jorge Giannareas sus comentarios, observaciones y sugerencias en el proceso de elaboración de estas ideas.

Panamá: confusiones y (algunas) precisiones

Guillermo Castro H.
El planteamiento de los problemas que encara Panamá en este momento de su historia debe encarar una confusión cada vez más evidente. Entre nosotros, se da por sentado que la economía crece en una sociedad que no cambia. Así, el incremento de la desigualdad se constituye en un problema administrativo, y no de relacionamiento social: por lo mismo, su remedio no está en la transformación de la sociedad, sino en un mejor reparto de lo producido mediante las llamadas “políticas públicas”, que han venido a convertirse en el fetiche de primera instancia en el debate del tema.
En realidad, el crecimiento – y la desigualdad – son formas – entre otras- en que se expresa un proceso más complejo de transformación de la sociedad, de su economía, y de su cultura. En lo más esencial, ese proceso consiste en la transformación de la vieja economía transitista – en la que la actividad del tránsito operaba al interior de un enclave que hacía parte de una economía distinta y distante a la nacional -, en otra en la que el tránsito hace parte de la economía interna, y se diversifica en su contenido como en sus rutas.
El transitismo propició en Panamá la formación de una economía rural atrasada. Las zonas más prósperas de aquella economía estaban asociadas a enclaves económicos que recibían grandes subsidios del resto del país, su población y su territorio: la Zona del Canal, las bananeras, y la Zona Libre de Colón. La integración del Canal a la economía interna, como la inserción de la economía local en la global a través de la formación de la Plataforma de Servicios Transnacionales en torno al Canal, no son hechos que puedan ser reducidos a una mera expansión cuantitativa de la vieja economía de transitista organizada en enclaves.
La nueva economía podrá llegar a ser transitista, o no. De momento, está aún en formación, y su desarrollo va devastando toda la institucionalidad creada para el servicio y reproducción de la economía anterior, así como va haciéndolo – aunque a un ritmo mucho más lento – con las formas del razonar propias de la cultura asociada a aquella institucionalidad. En el plano cultural, por ejemplo, esto se expresa en la crisis de dirección en el sistema educativo, que a su vez expresa la crisis de identidad y propósito en la vida social.
La primera reacción, naturalmente, ha sido la de resistir a esa devastación.Una parte significativa del movimiento popular salió así a la defensa de lo que restaba de los derechos sociales otorgados durante el período torrijista populista de 1972 – 1976, como los sectores democráticos de capas medias salieron a defender lo que restaba de la institucionalidad restaurada por el golpe de Estado de diciembre de 1989. Todo eso, sin embargo, va de salida.
Los que intuyeron la inminencia de ese cambio – no para conducirlo, sino para explotarlo en su propio beneficio – no saben con qué sustituir lo que tan activamente contribuyen a destruir.
Sus oponentes tampoco saben con qué sustituir lo que ya no están en capacidad de defender.
Todo apunta aquí a confirmar que a lo real hay que estar, no a lo aparente, y que en política lo real “es lo que no se ve”, como lo advirtiera José Martí.
Urge, cada vez más, identificar la naturaleza del cambio que ya está en curso, como la de los rezagos del pasado y los obstáculos de coyuntura que lo hacen más lento y lo distorsionan, acentuando sus peores rasgos – en lo que hace a la inequidad social y la desesperanza política -, y limitando la posibilidad de encauzarlo en una dirección que se corresponda con los mejores intereses del país. Ante este desafío, la vieja cultura nos dice que estamos ante un problema de mala gestión pública. Eso no es cierto: la mala gestión pública expresa, aquí, el divorcio entre el Estado que se desintegra y la sociedad que emerge en este proceso de transformación que nos conduce a una etapa enteramente nueva en nuestra historia.
Esa nueva etapa será recordada por lo mucho peor o mucho mejor que llegue a ser con respecto a la que la precedió. Libradas las cosas a la espontaneidad del cambio, será sin duda peor. Encaradas en su carácter contradictorio, apoyando lo que esa contradicción entraña de promesa y previendo a tiempo lo que trae de amenaza, la etapa nueva puede llegar a ser mucho mejor. Gestionar con claridad de propósitos la transformación de la sociedad y de su Estado viene a ser, aquí, la clave para evitar aquel riesgo y abrir paso a un país en el que el interés público se corresponda, en sus expresiones de política estatal, con el interés general de la nación.

Confusión / nota sobre el carácter de la crisis que enfrentamos

GCH
Hay una confusión en el planteamiento básico de los problemas que encara Panamá en este momento de su historia.
Se da por sentado que la economía crece en una sociedad que no cambia.
En ese sentido, por ejemplo, la desigualdad puede incrementarse, sin duda, pero sigue siendo un problema ancestral, etc.
En realidad, el crecimiento – y la desigualdad – son formas – entre otras- en que se expresa un proceso más complejo de transformación de la sociedad, de su economía, y de su cultura.
Fuimos una economía rural atrasada.
Las dos zonas más prósperas de aquella economía estaban asociadas a enclaves económicos que recibían grandes subsidios del resto del país, su población y su territorio: las bananeras, la Zona del Canal, la Zona Libre de Colón.
La integración del Canal a la economía interna, como la inserción de la economía local en la global a través de la formación de la Plataforma de Servicios Transnacionales en torno al Canal, no son hechos que puedan ser reducidos a una mera expansión cuantitativa d ela vieja economía de enclave.
Estamos frente a una nueva economía, aún en formación, cuyo desarrollo va devastando toda la institucionalidad creada para el servicio y reproducción de la economía anterior, así como va haciéndolo con las formas del razonar propias de la cultura asociada a aquella institucionalidad.
Expresión de ello, en el plano cultural, lo es tanto la crisis de dirección en el sistema educativo como la de identidad y propósito en la vida social.
La primera reacción, naturalmente, ha sido la de resistir a esa devastación.
FRENADESO salió así a la defensa de lo que restaba de los derechos sociales otorgados durante el período torrijista populista de 1972 – 1976, como salieron a la defensa de lo que restaba de la institucionalidad restaurada por el golpe de Estado de diciembre de 1989 los sectores democráticos de capas medias.
Todo eso, sin embargo, va de salida.
Los que intuyeron la inminencia de ese cambio – no para conducirlo, sino para explotarlo en su propio beneficio – no saben con qué sustituir lo que tan activamente contribuyen a destruir.
Sus oponentes tampoco saben con qué sustituir lo que ya no están en capacidad de defender.
Todo apunta aquí a confirmar que a lo real hay que estar, no a lo aparente, y que en política lo real “es lo que no se ve”, como lo advirtiera José Martí.
Urge, cada vez más, identificar la naturaleza del cambio que ya está en curso, como la de los rezagos del pasado y los obstáculos de coyuntura que hacen más lento y distorsionan ese cambio, acentuando sus peores rasgos – en lo que hace a la inequidad social y la desesperanza política -, y limitando la posibilidad de encauzarlo en una dirección que se corresponda con los mejores intereses del país.
No estamos ante un problema de mala administración del Estado y la economía, sino de gestión del proceso de transformación que nos conduce a una etapa enteramente nueva en nuestra historia.
Esa nueva etapa será recordada por lo mucho peor o mucho mejor que llegue a ser con respecto a la que la precedió.
Libradas las cosas a la espontaneidad del cambio, será sin duda peor.
Encaradas en su carácter contradictorio, apoyando lo que esa contradicción entraña de promesa y previendo a tiempo lo que trae de amenaza, la etapa nueva puede llegar a ser mucho mejor.

Pero nunca, eso sí, será una mera continuidad de la que la precedió.

Liberales de ayer y, y de hoy

 

Liberales de ayer, y de hoy

Guillermo Castro H.
 
Un artículo sobre el papel de los pueblos originarios en el desarrollo de Panamá publicado recientemente en el diario La Prensa (“Madre tierra indígena”, 27-4-2013) ha estimulado lo que ojalá llegue a ser un verdadero debate nacional sobre el tema. El valor principal del texto no se encuentra en la evidente ignorancia de que hace gala en relación al problema que trata, que ha motivado denuncias bien justificadas. Ese valor aflora más bien en el intento de construcción de una postura ideológica que busca prolongar en el presente una importante premisa de la Reforma Liberal de mediados del siglo XIX en América Latina: que la condición del indígena estaba directamente asociada a la ausencia de propiedad privada de la tierra que ocupaba.
Dicha ausencia de propiedad privada, en efecto, impedía la formación de un verdadero mercado de trabajo en la medida en que la propiedad comunitaria permitía a todos el acceso a la tierra de cultivo que requerían para su sostenimiento, y reforzaba la necesidad de relaciones de colaboración al interior de cada comunidad. La Reforma, en cambio, buscaba la creación de un mercado de trabajo a través de la creación de un mercado de tierras, esto es, crear condiciones que son indispensables para el desarrollo del capitalismo en sociedades cuyo mundo rural – y mayoritario – seguía sujeto a formas precapitalistas de propiedad que hacían parte del legado colonial español, como la comunal y la eclesiástica, e impedían transferir esas tierras a terceros.
La expropiación de esas tierras sujetas a regímenes de propiedad no capitalistas privaba a los indígenas tanto de la propiedad del suelo que conocían, como de las bases de la cultura que conocían, y de las normas de relación social correspondientes. De aquí provino la sustitución del misionero eclesiástico como portador de la civilización cristiana por la pareja clásica del nuevo orden liberal: el maestro que educaba para la nueva cultura, y el policía que recordaba el verdadero trasfondo de esa cultura a quienes se desviaban del recto camino del progreso.
Estas visiones están de vuelta porque está de regreso la mentalidad de la Reforma, ahora referida al interés en culminar el proceso de transformación del patrimonio natural de los pueblos indígenas en capital natural, al servicio del desarrollo de un capitalismo ya incapaz de generar verdadero progreso, en las regiones que escaparon a ese proceso en el siglo XIX. Durante la mayor parte del siglo XX, las actuales Comarcas Ngabe Bugle y de Guna Yala desempeñaron un importantísimo papel como proveedoras “externas” de mano de obra para las economías de enclave del banano y el café, en el primer caso, y del Canal, en el segundo. Los recursos que permitían a esos pueblos producir los medios de vida necesarios para reproducirse a sí mismos como fuente de mano de obra disponible para las economías de enclave son los que ahora están en disputa entre el capital y esas comunidades.
En realidad, lo que en el fondo parece angustiar más al autor del texto – y lo que mejor lo retrata en los valores que ejerce, que no son necesariamente los que reclama a otros que ejerzan – es el vínculo entre la defensa de esos recursos y la creciente conciencia de sí mismos y sus intereses que caracteriza hoy a los movimientos indígenas. No han pasado en balde 150 años desde la Reforma Liberal: ya no son los liberales los que imponen en sus propios términos la integración al mercado de los indígenas mediante la construcción de caminos y escuelas, sino los indígenas los que reclaman la infraestructura y la educación necesarios para su propio desarrollo.
El debate sobre el significado y las implicaciones de esta etapa nueva en nuestra historia – por ejemplo, en lo que hace a las relaciones entre los trabajadores de la ciudad y del campo, y entre el campesinado indígena y el mestizo – apenas empieza entre nosotros. Habrá que agradecer al autor del artículo su contribución en plantearlo, y en el estímulo que eso ha ofrecido a la participación de todos los sectores involucrados.

El legado de Hugo Chávez

El legado de Hugo Chávez
Guillermo Castro Herrera
La muerte de Hugo Chávez priva a nuestra América de una de sus voces más características en la primera década del siglo XXI, y de uno de sus espíritus más solidarios. Su inspiración fue Bolívar, como lo fue de José Antonio Páez, el caudillo “sin más escuela que sus llanos, ni más disciplina que su voluntad, ni más estrategia que el genio, ni más ejército que su horda, [que] sacó a Venezuela del dominio español en una carrera de caballo que duró dieciséis años” [1], como lo caracterizara José Martí en 1888, en el momento en que emprendía su retorno a Caracas, tras morir en el exilio en Nueva York en 1873. Y, como Páez, “jamás fue tan grande como el día en que de un pueblo lejano mandó llamar al cura, para que le tomase, ante la tropa, el juramento de ser fiel a Bolívar”.
En el ejercicio de esa lealtad fue – junto a otros compatriotas de su Patria Grande que también han partido ya, como Néstor Kirchner – de los primeros en promover la resistencia más activa a los males del neoliberalismo en nuestra América, y la reconquista de nuestra personalidad política en el concierto de las naciones en esta hora de crisis y creciente desgobierno mundial. De su política interior – tan contraria siempre al dogma de trasladar a las espaldas de los pobres el peso de los problemas generados por economías deformadas hasta la médula misma por la dependencia -, criticada por algunos como mero subsidio a la pobreza, podría decirse lo que reclamaba Martí a la política social de los liberales de su tiempo: “¡Yerra, pero consuela!  Que el que consuela, nunca yerra.” [2] Y de su política exterior sólo cabe decir, también desde Martí, que contribuyó de una manera decisiva a injertar a nuestra América en el mundo, para crecer con él, y ayudarlo a crecer.
Fue tal fue el éxito de esa política de construcción de espacios de equilibrio en un mundo que se desliza hacia el caos, que aun su adversario más eficaz de sus últimos días optó por hacerlo suyo, y llamar a preservarlo, tras haberse sumado en los años iniciales de aquella labor al intento de cercenarla mediante las violencias de un golpe de Estado. Ahora toca a su pueblo todo – el de la mayoría que le dio su apoyo, como el de la minoría que lo adversó – dar fe de su capacidad para preservar lo mejor de esos frutos, para sí mismos y para el mundo, y de ir más allá de los yerros que hubieran podido limitar la eficacia transformadora de su gestión de estadista. Eso, en lo inmediato. Porque en lo trascendente la verdad de ese legado ya está en movimiento, y seguirá andando hasta que deje de serlo.


[1]“Un héroe americano”. La Nación. Buenos Aires, 13 de mayo de 1888. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975. VIII.
[2] “La futura esclavitud”. La América. Nueva York, abril de 1884. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975. XV, 391.

Benedicto y la cristiandad

Benedicto y la cristiandad
Guillermo Castro H.
Es nuestro deseo que todas las diversas naciones que están sometidas a nuestra Clemencia y Moderación, deben continuar en la profesión de esa religión que fue transmitida a los romanos por el divino apóstol Pedro […] De acuerdo con la enseñanza apostólica y la doctrina del Evangelio, creamos en una sola deidad del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, en igual majestad y en una santa trinidad. Autorizamos a los seguidores de esta ley que asuman el título de católicos cristianos; pero por lo que se refiere a los otros, pues, en nuestro juicio ellos son locos insensatos, decretamos que sean señalados con el ignominioso nombre de herejes, y no pueden pretender dar a sus conventículos el nombre de iglesias. Ellos sufrirán en primer lugar la reprensión de la condena divina y en segundo lugar el castigo de nuestra autoridad que de acuerdo con el deseo del Cielo decidirá infligir.
Teodosio I, Decreto de Tesalónica, 380 a.d.
 constantino
Constantino I preside el Concilio de Nicea, en 325
Flavio Teodosio (347 – 395), Emperador desde 379, reunió en 392  las porciones oriental y occidental del Imperio, y fue el último en gobernarlas como una unidad, pues a su muerte se escindieron de manera definitiva. Su carrera política, como solía ocurrir en la época, se forjó en las guerras civiles propias de un Imperio en descomposición, atravesadas además por el conflicto entre la Iglesia cristiana – legalizada por su predecesor Constantino mediante su Edicto de Milán, en 313 -, y los remanentes de los viejos cultos paganos, que conservaban una importante influencia en el medio rural y entre la vieja aristocracia terrateniente de la época.
No es de extrañar, así, que si en su camino al trono Teodosio fuera tolerante con los paganos, en 380 – una vez que se hubo asegurado el cargo – proclamara al cristianismo como  religión oficial del Imperio, mediante el Edicto de Tesalónica, consolidando su alianza estratégica con una Iglesia ya organizada a escala del Imperio entero, sin cuya colaboración activa era imposible dirigirlo. El Edicto, en efecto, renovó  y amplió el respaldo oficial a la Iglesia en su lucha contra el paganismo, cuyas primeras manifestaciones se habían producido tras la legalización del cristianismo en 313 por el Emperador Constantino, mediante el Edicto de Milán.
A partir de allí, el conflicto con el paganismo en el ámbito imperial se prolongaría hasta el siglo VI, con la persecución de creyentes y sacerdotes; el saqueo y destrucción de templos y sitios de culto, y un agresivo programa de construcción de templos cristianos, siempre al amparo de las leyes y autoridades imperiales. La energía desplegada por la Iglesia en ese proceso de confrontación – que se remontaba a los orígenes del cristianismos – fue atribuida por el historiador inglés Edward Gibbon, en su obra clásica Decadencia y Caída del Imperio Romano, a “las cinco causas siguientes”:
I) el inflexible, y si se nos permite la expresión, intolerante celo de los cristianos, heredado, es verdad, de la religión judía, pero purificado del espíritu estrecho e insaciable que, en lugar de atraer, disuadía a los paganos de abrazar la ley de Moisés; II) la doctrina de la vida venidera, mejorada con cuantas circunstancias pudieran dar peso y eficacia a tan importante verdad; III) el poder milagroso atribuido a la Iglesia primitiva, IV) la moralidad austera y pura de los cristianos; V) la unión y disciplina de la república cristiana, que gradualmente formó un Estado próspero e independiente en el corazón del Imperio Romano.[1]
Del siglo VI en adelante, aquella “república cristiana” vendría a convertirse, en la porción Occidental del Imperio, en la Iglesia universal de un universo cada vez más fragmentado por la descomposición de las estructuras de poder a las que había atado su destino doscientos años antes, y de las que ella vino a ser la única porción sobreviviente. Esa Iglesia, organizada en una estructura de claro legado imperial, y estructurada territorialmente en obispados, monasterios y centros de culto distantes pero vinculados entre sí, desempeñó un papel decisivo en la tarea de civilizar, organizar y encauzar las energías y violencias de los nuevos reinos que emergían de las ruinas del Imperio en torno a un proyecto común: la expansión constante de un espacio de cristiandad, con base en Europa Occidental y sin otro límite que el de la convicción, las capacidades y el interés de sus gobernantes.
Para fines del siglo VIII, ese proyecto alcanzó su primera gran expresión en el Imperio de Carlomagno, tanto en lo que éste intentó llevar a cabo en la organización y defensa de sus territorios, como en sus guerras de evangelización contra los pueblos paganos del Norte y el Este de sus dominios. Así, dice Richard Fletcher en su obra sobre la conversión de los bárbaros del Noreste de Europa en la Alta Edad Media:
Lo que hizo Carlomagno fue estrechar aún más el vínculo entre el imperialismo secular y el espiritual. Dadas su energía y sus recursos, el podía ejercer ambos con una nueva intensidad y a una escala sin precedentes; y más aun, como en Sajonia, con una brutalidad desconocida hasta entonces. Por primera vez en la historia cristiana, una actividad misionera auspiciada por el Estado utilizó desvergonzadamente la fe como un medio para subyugar a un pueblo conquistado. Hoy sabemos, como Carlos no pudo saber, que esta conquista de Sajonia proveería antecedentes para desagradables episodios en la Prusia del siglo XIII o en México en el XVI.[2]
            El éxito de Carlomagno – coronado Emperador del Sacro Imperio Romano Germano por el Papa León XIII en Roma, en la Navidad de 800 -, inauguró así una modalidad de relación entre la Iglesia imperial y el Imperio eclesial que se prolongaría a través de violencias como las de la cruzada promovida por el Papa Inocencio III contra los cátaros del Suroeste de Francia (1209 – 1244); las promovidas para disputar el control de Siria y Palestina a los musulmanes entre 1095 y 1291, y otras convocadas en distintos momentos contra los eslavos paganos, los judíos, los cristianos ortodoxos, los mongoles y, en lo general, contra los enemigos políticos del proyecto de cristiandad.
            El ciclo expansivo vendría a culminar en una doble espiral de violencia y crisis gestada en el siglo XVI. Por una parte, en la Conquista de América para el proyecto de Cristiandad, entre 1500 y 1550. Por otra, en la descomposición del propio proyecto a partir de la Reforma protestante proclamado por Martín Lutero a partir de 1517, rápidamente transformada en una serie de guerras civiles dentro de la antigua república cristiana, que terminó condenando al Vaticano a una permanente actitud defensiva, contra el protestantismo, primero; contra el liberalismo, después; contra el socialismo, en seguida, y contra sus propias disidencias internas desde fines del siglo XX.
            Cada una de esas resistencias tuvo un Papa que la simbolizó. Benedicto XVI, como ninguno, fue el símbolo de la última. El alcance de su renuncia, en esta perspectiva, va mucho más allá de la reforma de normas y procedimientos eclesiales en materia de celibato sacerdotal, moral sexual, sacerdocio femenino o compromiso con los pobres. El problema, aquí, consiste en recuperar para sí misma un lugar y una función en un mundo que tanto ha cambiado de 380 acá. La alternativa a ese desafío mayor ha sido señalada con toda claridad por el teólogo Hans Küng, otro de los sancionados por el Cardenal Ratzinger cuando aún se desempeñaba como responsable de la Congregación para la Doctrina de la Fe:
Si el próximo cónclave llegase a elegir a un papa que siga el mismo, viejo camino, la Iglesia nunca experimentará una nueva primavera sino que caerá en una nueva era del hielo y correrá el peligro de quedar reducida a una secta crecientemente irrelevante.[3]
Así las cosas, quizás sea éste después de todo el inicio del último acto de la cristiandad y, quizás también, el comienzo del renacer de la promesa de igualdad, fraternidad y libertad que en su momento de origen ofreció a la Humanidad el cristianismo.


[1] Turner, Madrid, 2006. I, 338.
[2] The Barbarian Conversion. From paganism to christianity. University of California Press, 1999, p. 195. Cursiva: gch
[3] Granovsky, Martín: “No estoy jugando con metáforas. Cuando la Inquisición sentó a Boff en la silla de Giordano Bruno y Galileo”