Nota sobre nuestros vecinos de Occidente

Nota sobre nuestros vecinos de Occidente

Guillermo Castro H.

A segunda vista, todo sugiere que, aun con lo significativo del ascenso electoral de la izquierda y su representación parlamentaria en los reciente comicios realizados en Costa Rica – y pendiente aún de una segunda vuelta para definir el ganador a la Presidencia -, lo más trascendente ha sido la bancarrota política del mecanismo bipartidista de hegemonía. Esto no sería poca cosa, si buscamos sus raíces en la guerra civil de 1948 y los más de 60 años de estabilidad que le siguieron, sustentada en un modelo político cuya desintegración sigue a la del modelo económico que una vez expresó y contribuyó a consolidar.

En ese marco de más amplio aliento, la disputa por el nuevo centro del escenario político entre dos candidatos vinculados al Partido Liberación Nacional – el institucional Johnny Araya, y el disidente Luis Guillermo Solís, que se mudó con ideales y principios al Partido de Acción Ciudadana años atrás – adquiere su verdadera trascendencia la postura adoptada por el Frente Amplio tras las elecciones. El 13 de febrero, en efecto, la directiva del Frente, tras indicar que su participación en el proceso electoral había concluido, solicitó a la ciudadanía “valorar las respuestas de los dos partidos, PAC y PLN, y sus candidatos,” a una serie puntual de interrogantes respecto al compromiso de ambos partidos con “una reforma tributaria de conocimiento inmediato de la Asamblea Legislativa y que haga que los ricos paguen sus impuestos como ricos”; “aumentos reales en los salarios mínimos y la defensa de los derechos laborales”; ”estrechar los lazos de cooperación con todas las naciones latinoamericanas en el marco del fortalecimiento de la CELAC”; “rechazar la adhesión del país al TLC Transpacífico, que es lo más grave del ingreso a la Alianza Asia-Pacífico”; “la defensa y recuperación de los bienes públicos, en el área de la salud y la educación públicas”; “la refundación de la Caja Costarricense de Seguro Social revirtiendo su privatización y compromiso de pagar la deuda del Estado”; a recuperar la capacidad de construcción y ejecución de obras por parte del Ministerio de Obras Públicas y Transporte, dejando de lado el subterfugio de la “concesión de obra pública”; la defensa de los derechos humanos y la equidad de todos y todas, así como con los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres”; el “al fortalecimiento de la Banca Estatal[y] apoyar la creación de una verdadera Banca de Desarrollo […] al servicio de los sectores populares que hoy no tienen acceso al crédito”; “una verdadera política que busque la Soberanía Alimentaria, asegurando a nivel constitucional el fomento de la producción nacional de alimentos y el apoyo a los productores” del país; “con la aprobación de la reforma constitucional para proteger el agua como un bien público y garantizar que el acceso al agua sea considerado un derecho humano”; “frenar el regalo a embarcaciones extranjeras del recurso atunero de nuestros mares y a promover su aprovechamiento racional mediante formas cooperativas u otras figuras que den empleo a los habitantes de las zonas costeras”; “combatir frontalmente la corrupción y el clientelismo, impulsando el manejo transparente y participativo de los programas sociales, eliminando la inmunidad de los miembros de los supremos poderes y declarando los actos de corrupción como crímenes de lesa humanidad y por tanto imprescriptibles”. Propuestas son amores, y no meras consignas: el pronunciamiento del Frente Amplio definió en esos términos un programa de la izquierda costarricense para los próximos años, ayudando así a deslindar al propio tiempo el programa de la derecha.

En ese otro campo, todo sugiere que Solís está en vías de ganar. Con eso se gestaría una circunstancia en la que el PAC quedaría al centro; Liberación confirmaría su giro a la derecha – con la cauda de desperdicios conservadores del PUSC y libertarios a la rastra -, y el Frente Amplio ocuparía lo que va de la izquierda al centro, con mejores posibilidades de convertirse en una alternativa futura. En este sentido, la desintegración del tradicional mecanismo bipartidista de hegemonía vendría a crear una situación nueva, en la que – como decía Sun Tzu – la victoria consista en el control del equilibrio en una coyuntura de mediana duración.

La fractura del bipartidismo costarricense, por otra parte, parece expresar una tendencia más amplia en la región. Panamá conoció a lo largo del período 1990 – 2010 un intento de ordenar la casa tras la invasión norteamericana de 1989 mediante otro esquema del mismo tipo, organizado en torno a un polo liberal populista y otro populista conservador, que se sucedieron el uno al otro en la administración del Estado durante esos años. Ese bipartidismo panameño se caracterizó a sí mismo en la decisión de excluir a la Administración del Canal de los riesgos de su propia influencia política, en vez de intentar lo contrario: poner al sistema político en condiciones de representar el interés general de la Nación en todos los ámbitos de responsabilidad del Estado, Canal incluido.

En Panamá, sin embargo, el legado político del régimen militar de los 80; el sectarismo propio de la inmadurez política de grupos sociales aún en formación, y una política bien concebida de acoso y división a las organizaciones populares, dieron lugar a que no hubiera nada parecido al PAC / FA al ocurrir la crisis. Lo que había, y parece seguir habiendo, fue una tercera fuerza, si, pero bonapartista, asentada sobre la movilización permanente del lumpenproletariado, y dependiente de la crispación constante de la vida política.

En esto, aun Honduras parece ofrecer hoy un panorama de mayor complejidad, al contar con el Partido Libre como tercero en escena en un escenario antes dominado por la dupla liberal / conservadora. En El Salvador, tan acostumbrado a la victoria por exterminio, la consolidación de un mecanismo bipartidista de equilibrio político es un gran avance. De Nicaragua entiende uno poco, y sólo cabe imaginar que el intento de formar una suerte de régimen dinástico refleja lo primitivo de la sociedad, que sólo toleraría un esquema de dominación personalizada infinita del estilo de Yo, el Supremo.

Complicada región, y tan chiquita. Es mucho lo que ignoramos de ella, y va siendo hora de que la conozcamos mejor.

Desigualdad, prehistoria, historia

Desigualdad, prehistoria, historia

Guillermo Castro H.

Hace tiempo ya, el filósofo panameño Jorge Giannareas me dio una lección de sencillez ejemplar sobre lo más intrincado de los misterios del desarrollo social: la diferencia, me dijo, es un hecho natural, pero la desigualdad es una construcción social. En lo que hace a Panamá, los rasgos fundamentales de esa construcción social han sido puestos en evidencia, una vez más, por el Consejo de la Concertación Nacional, al señalar que el crecimiento económico del país, “si bien es importante […] no es suficiente para lograr un mayor bienestar de la sociedad”.

El Consejo, en efecto, destacó en su último informe “que en el país, con una de las “economías más dinámicas” de la región, persisten profundas desigualdades según región, género, color y etnia. Es decir, de acuerdo con la Concertación, se observan “grandes brechas entre la capital y su entorno, y el resto del país””. Al respecto, se añade allí, el compromiso de que parte de los ingresos del Canal fuesen para reducir “las disparidades sociales”, “no se ha cumplido”.[1]

La idea de que el crecimiento económico no ha sido lo bastante importante como para reducir la desigualdad social, en todo caso, puede ser engañosa. En realidad, podría incluso ocurrir que la desigualdad social es uno de los factores contribuyentes al tipo de crecimiento económico dominante en Panamá – esto al, al crecimiento generado por la formación económico social organizada en torno al control de los beneficios del tránsito interoceánico de bienes y capitales por parte de una minoría que, a partir de ese control, termina apropiándose como grupo privado de la inmensa mayor parte de la riqueza producida por el país entero.

Esto, por otra parte, no sólo no es nuevo, sino que tiende a empeorar. Observado el caso en perspectiva histórica, cabe recordar que hacia 1985 fue motivo de alarma descubrir que uno de cada cuatro panameños vivía. En aquellos tiempos eso representaba el 25% de dos millones de personas, o sea unos 500.000 panameños. A lo largo del siglo XXI, esa cifra ha tendido a estabilizarse en el 30%, poco más, poco menos. Pero la población es ahora de 3.8 millones de habitantes, con lo cual ahora son 1,250,000 los habitantes del Istmo que viven en la pobreza.

Esta situación, por otra parte, no es privativa de Panamá. Cerca de la mitad de los 7 mil millones de seres humanos que pueblan el planeta vive en condiciones de pobreza, sea absoluta, sea relativa. Así, resulta evidente que – en un mundo en el que el 1% de la población más rica acumula tanta riqueza como el 50% de la más pobre -, nos encontramos ante una situación estructural, no coyuntural, que se expresa con mayor crudeza (pero no exclusivamente) en las sociedades del capitalismo periférico.

De hecho, esta situación es consustancial al desarrollo de esa economía. Como alguna vez dijera Fernand Braudel, la desigualdad es una antigua compañera del desarrollo humano: ha existido en todas las sociedades, aunque sólo en la capitalista ha venido a ser organizada como un mecanismo de desarrollo.[2] Todo gira aquí en torno al intercambio entre trabajadores privados de propiedad, que no poseen más que su fuerza de trabajo, y propietarios privados que demandan fuerza de trabajo para producir la plusvalía que incremente el valor de su capital.

Al respecto, por ejemplo, Carlos Marx – escribiendo en tiempos en que el moderno sistema mundial llegaba a su primera madurez (que por cierto incluía el aporte de enormes masas de esclavos africanos en Brasil, Cuba y los Estados Unidos) – observaba que, en la economía realmente existente de entonces acá, la pobreza está implícita en la condición misma del trabajador. En este sentido, decía,

 Si ocurre que el capitalista no necesita el plustrabajo del obrero, éste no puede realizar su trabajo necesario, producir sus medios de subsistencia. Entonces, si no puede conseguirlos a través del intercambio, los obtendrá, caso de obtenerlos, sólo de limosnas, que sobren para él del rédito. […] Como, por añadidura, la condición de producción fundada en el capital es que él produzca cada vez más plustrabajo, se libera más y más trabajo necesario. Con lo cual aumentan las posibilidades de su pauperismo.[3]

 Cuando estas ideas fueron plasmadas, el autor consideraba que el mundo moderno se reducía a un núcleo integrado por Inglaterra, Alemania, Francia y los Estados Unidos, rodeado por una periferia de regiones coloniales y países atrasados. Siglo y medio después, ¿cómo opera esto en el proceso de globalización, cuando el sistema internacional está integrado por unos 200 Estados nacionales y la economía mundial funciona como una unidad en tiempo real?

En lo más visible, emerge ahora – nuevamente – una situación de pobreza estructural en las economías centrales, en la medida en que los trabajos más sencillos, que demandan mayor cantidad de mano de obra de bajo costo de producción, son desplazados hacia economías de la periferia, a cargo de lo que algunos llaman el “proletariado exterior”. Y esas economías centrales, por su parte, pasan a recibir una migración creciente de trabajadores desplazados de la periferia por el desarrollo de ese mismo capitalismo global, trabajadores excedentes con respecto a la demanda de trabajo para el propio proletariado exterior.

Esos trabajadores migrantes se dedican fundamentalmente a actividades que producen poco valor – como las labores de cosecha en la agricultura de agronegocio -, o no producen valor alguno, como las de prestación de servicios personales. Pero el mecanismo, además, se reproduce al interior de las propias economías periféricas con la descomposición de la vieja economía campesina, con sus virtudes culturales y sus muchas miserias físicas y morales, ante el auge del agronegocio de exportación; la emigración masiva que traslada la miseria del campo a las ciudades donde hoy residen 7 de cada 10 latinoamericanos, y el abultamiento del sector informal de baja calificación.

En vida de Marx, la población mundial ascendía a unos dos mil millones de personas el buque de vapor se imponía en los océanos como el ferrocarril en tierra firme, y el telégrafo era el medio más avanzado de comunicación. El cambio tecnológico y de escala es evidente, como debería serlo la continuidad del mecanismo fundamental. En la tensión entre ambos – con especial referencia a las condiciones subjetivas, entre las cuales destaca la añoranza por la edad dorada imaginaria del pequeño propietario rural, que tan a menudo acompaña a los descendientes de los migrantes del campo, hoy incorporados a labores de servicios de cuello blanco o de delantal – es donde cabe ubicar la definición de las estrategias de política para transformar esta situación en un sentido progresivo.

Al respecto, dice Marx, en el capitalismo realmente existente al desarrollo del plustrabajo “corresponde el de la población excedente. En diferentes modos de producción sociales, añade, diferentes leyes rigen el aumento de la población y la superpoblación; la última es idéntica al pauperismo.” Dichas leyes “se pueden reducir simplemente a las diferentes maneras en que el individuo se relaciona con las condiciones de producción o […] de reproducción de sí mismo como miembro de la sociedad, ya que el hombre sólo en la sociedad trabaja y practica la apropiación.” Y añade:

 La disolución de estas relaciones con respecto a tal o cual individuo, o a parte de la población, los pone al margen de las condiciones que reproducen esta base determinada, por ende en calidad de sobrepoblación y no sólo como privados de recursos, sino como incapaces de apropiarse de los medios de subsistencia por medio del trabajo, en consecuencia como paupers. No es sino en el modo de producción fundado en el capital donde el pauperismo se presenta como resultado del trabajo mismo, del desarrollo de la fuerza productiva del trabajo.[4]

 

¿Hasta dónde puede sostenerse un régimen de producción así constituido, en una época en la que a la universalización del pauperismo que produce se agrega la del deterioro de sus bases naturales de sustentación? Intuimos que esta situación de crecimiento económico mediocre, acompañado de deterioro social y degradación ambiental constantes, anuncia de algún modo una suerte de fin de los tiempos, lo cual a su vez debería remitirnos al problema de las transiciones entre los regímenes de población correspondientes a distintos regímenes históricos de producción, etc.[5]

Al respecto, por ejemplo, Perry Anderson nos dice que la experiencia histórica de procesos como los de las transiciones de la Antigüedad al feudalismo, y de éste al capitalismo contradice “las creencias ampliamente compartidas por los marxistas”, en las que un modo de producción entra en crisis cuando “unas vigorosas fuerzas (económicas) de producción irrumpen triunfalmente en una retrógradas relaciones (sociales) de producción y establecen rápidamente sobre sus ruinas una productividad y una sociedad más elevadas.”  Para Anderson, por el contrario, añade, la crisis opera a lo largo de un proceso en el que “las fuerzas de producción”

 

tienden normalmente a estancarse y retroceder dentro de las relaciones existentes de producción; estas tienen entonces que ser radicalmente cambiadas y reordenadas antes de que las nuevas fuerzas de producción puedan crearse y combinarse en un modo de producción globalmente nuevo. Dicho de otra forma: en una época de transición, las relaciones de producción cambian por lo general antes que las formas de producción, y no al revés.[6]

 

Tal vendría a ser la forma en que opera el principio de que una sociedad no cambia sino cuando se agotan las formas de producción y desarrollo que ella es capaz de generar. Y ese agotamiento, a su vez, vendría a operar a lo largo de una crisis prolongada, cuyo final no consiste en el paso a una forma superior de desarrollo del modo de producción antiguo, sino en la transición a un modo de producción nuevo.

Que sea nuevo, por otra parte, no significa que sea mejor. La novedad, por ejemplo, puede consistir en una mayor dependencia de la pobreza estructural o, si se quiere, de la población excedente necesaria para mantener deprimidos los salarios de la fuerza de trabajo, lo cual – en tanto que organización de la desigualdad, Braudel dixit – implicaría formas cada vez más brutales de discriminación y represión, y conflictos cada vez más peligrosos por el reparto de la renta global entre los grupos de poder dominantes en el sistema mundial.

Pero la novedad puede consistir también en que ocurra aquel tránsito del reino de la necesidad al de la libertad que ponga fin a la prehistoria de la humanidad, en cuyo caso lo excedente vendría a ser el pauperismo.[7] Con ello, la desigualdad social cedería su lugar a la diferencia natural, y la diferencia así socializada vendría a estimular y enriquecer los procesos que lleven a transformar el Nuevo Mundo de anteayer en el mundo nuevo de mañana. Lo importante, así, es comprender que no existe un pasado al cual regresar sino opciones de futuro entre las cuales escoger. Nuestra es, pues, la responsabilidad fundamental por nuestro propio destino, como personas y como especie.

 

Panamá, febrero / marzo de 2014

 

 

 

 

 


[1] Rodríguez, Isidro: “Crece la brecha social en el país”. La Prensa, 18 de febrero de 2014.

[2] En Dinámica del Capitalismo. Fondo de Cultura Económica, México, 2002.

[3] Marx, Carlos: Elementos Fundamentales para la Crítica de la Economía Política (Grundrisse) 1857 – 1858. Siglo XXI Editores, 2007. II, 110.

[4] Marx, 2007. II, 110 – 111. Y añade enseguida: “En cierto estadio de la producción social, pues, puede existir sobrepoblación, inexistente en otro estadio. Los colonos que enviaban los antiguos, por ejemplo, eran sobrepoblación, vale decir, no podían seguir viviendo en el mismo espacio sobre la base material de la propiedad, id est, las condiciones de producción. Su número puede parecer muy magro en comparación con las condiciones modernas de producción. De todos modos, estaban muy lejos de ser paupers. Pero sí lo era la plebe en Roma, con su panis et circenses. La sobrepoblación que llevó a las grandes Invasiones de los Bárbaros supone a su vez otras condiciones.”.

 

 

[5] Algo sabemos, por ejemplo, del papel que desempeñan en esas transiciones las catástrofes demográficas – que aceleran la reducción de la población excedente generada por el antiguo régimen, y contribuyen a modelar las opciones para el desarrollo de uno nuevo – en casos como el de las epidemias ocurridas en los procesos de desintegración del Imperio Romano de Occidente entre los siglo III y V; de la transición del feudalismo al capitalismo en el XIV, y de la incorporación de los territorios americanos al mercado mundial, particularmente en la América Española, entre los siglos XVI – XVIII. En los hechos, sin embargo, la catástrofe demográfica – tan del gusto de los imaginarios apocalípticos de la cultura de masas capitalista de nuestro tiempo – hace parte importante, pero no necesariamente decisiva, de procesos de complejidad mucho mayor.

 

[6] Así, pues, la consecuencia inmediata de la crisis del feudalismo occidental no fue una rápida liberación de nueva tecnología ni en la industria ni en la agricultura, que tendría lugar únicamente después de un intervalo considerable. La consecuencia directa y decisiva fue más bien una extensa transformación social en el campo de Occidente, porque las violentas rebeliones rurales de la época condujeron imperceptiblemente, a pesar de su derrota, a cambios en el equilibrio de las fuerzas de clase en pugna por la tierra.”. Anderson, Perry: Transiciones de la Antigüedad al Feudalismo. Siglo XXI (1979) 2007, p. 208

[7] “Ninguna formación social, dice Marx, desaparece antes de que se desarrollen todas las fuerzas productivas que caben dentro de ella, y jamás aparecen nuevas y más elevadas relaciones de producción antes de que las condiciones materiales para su existencia hayan madurado dentro de la propia sociedad antigua. Por eso, la humanidad se propone siempre únicamente los objetivos que puede alcanzar, porque, mirando mejor, se encontrará siempre que estos objetivos sólo surgen cuando ya se dan o, por lo menos, se están gestando, las condiciones materiales para su realización. A grandes rasgos, podemos designar como otras tantas épocas de progreso en la formación económica de la sociedad el modo de producción asiático, el antiguo, el feudal y el moderno burgués. Las relaciones burguesas de producción son la última forma antagónica del proceso social de producción; antagónica, no en el sentido de un antagonismo individual, sino de un antagonismo que proviene de las condiciones sociales de vida de los individuos. Pero las fuerzas productivas que se desarrollan en la sociedad burguesa brindan, al mismo tiempo, las condiciones materiales para la solución de este antagonismo. Con esta formación social se cierra, por lo tanto, la prehistoria de la sociedad humana.” Marx, Carlos: Prólogo a la Contribución a la Crítica de la Economía Política (1859).

http://www.marxists.org/espanol/m-e/1850s/criteconpol.htm

 

 

Panamá: el debate pendiente sobre la educación

Panamá: el debate pendiente sobre la educación

Guillermo Castro H.

El debate sobre la educación es, entre nosotros, una de las expresiones más visibles de la crisis de identidad de una sociedad que cambia sin terminar de transformarse. Esa peculiar parálisis histórica tiene dos causas visibles. Una consiste en la resistencia a todo cambio social verdadero por parte de los grupos dominantes. Otra, en la creciente resistencia a los sucedáneos de cambio entre los grupos subordinados, que en una importante medida quisieran regresar a un pasado crecientemente mitificado, en el que la educación ofreció a sus ancestros oportunidades de movilidad social ascendente que fueron, entonces, una gran novedad. Porque de eso se trata, a fin de cuentas.

La educación, en efecto, es un medio entre otros para unos fines socialmente determinados. Nuestra educación – pública y privada – funcionó más o menos bien cuando esa relación fue más o menos clara, digamos entre las décadas de 1930 y 1970. Lo que se hizo bastó entonces para crear un sentido de identidad nacional, dotar al joven Estado nacional de los funcionarios que requería, y a una economía atrasada y sencilla de los profesionales y técnicos que demandaba.

Todo eso empezó a dejar de funcionar cuando el consenso en torno a los fines dejó de ser posible, debido a las transformaciones en curso en la sociedad, y quedó paralizado a partir de la derogación de la Reforma Educativa en 1979. Esa parálisis se hizo evidente, por ejemplo, en el deterioro del sistema nacional de educación que se expresó en la evolución divergente de sus subsistemas público y privado.

Así, mientras el subsistema público pasó a funcionar de manera cada vez más evidente movido por la mera inercia burocrática, el privado experimentó un crecimiento que cabría calificar de tumoral a partir de la década de 1990, y empezó a deteriorarse después, entre otras cosas por su dependencia de educadores formados en el sistema público.

La solución de los grupos dominantes consistió en una doble evasión. Por un lado, trasladaron a sus hijos y sus esperanzas al pequeño subsistema de escuelas internacionales de alta calidad y altísimo costo, en desarrollo desde mediados de la década de 1990. Por el otro, asumieron como problema fundamental del sistema público la mala administración, el atraso tecnológico y los altos costos de su operación – en lo formal -, agregando en lo no formal la existencia de organizaciones magisteriales – y ya no de las estudiantiles, desde hace mucho borradas del mapa.

Así caracterizado el problema, se ha intentado encararlo mediante programas aislados, inconexos entre sí en el tiempo y el espacio, y manipulación burocrática, cuyas consecuencias se han ido acumulando durante veinte años. Entre esas consecuencias se incluye la incapacidad del sistema para proveer mano de obra calificada para el crecimiento económico, paliada en esta década por la migración legal e ilegal de trabajadores extranjeros a Panamá.

Pero aun eso tiene un límite. Se nos encima la hora de reconocer que la educación no nos plantea hoy un problema técnico ni económico, sino político, esto es, de fines, antes que de medios. Así habrá que encararlo, porque estamos llegando al fondo del callejón, con un sistema educativo que ni forma ni se deja transformar.

Es una mera ilusión que un sistema educativo en estas condiciones esté en capacidad de producir ni siquiera trabajadores calificados de mediana calidad. El que no sabe para dónde va, nunca sabrá qué camino escoger. Los países asiáticos que se convirtieron en economías emergentes en las décadas de 1980 y 1990 sí sabían a dónde querían ir – al menos, sus grupos dominantes estaban de acuerdo en eso, aunque divergieran en otros temas – y crearon un esquema de gran sencillez:

  1. Una educación básica organizada en torno a cuatro ejes fundamentales: lengua, historia, ciencias y matemáticas, con las dos primeras entendidas como formadoras de un sentido de identidad, y las otras dos como formadoras de capacidades indispensables para participar en una economía moderna.
  2. Una oferta amplia, diversa y de buena calidad de formación técnica para estudiantes egresados de educación básica, y
  3. Una oferta de educación superior de muy alta calidad, y de acceso restringido por requisitos de rendimiento previo y exámenes de ingreso muy exigentes, en universidades muy vinculadas además al sector productivo, sobre todo mediante programas de I+D financiados por este último.

Ese esquema permitió hacer competitivas ventajas comparativas como la de una abundante población joven, y permitió el paso a un crecimiento sostenido sin graves perturbaciones sociales. Pero lo primero fue el acuerdo político, basado en una clara identificación de propósitos y prioridades de interés general para toda la sociedad. Ese acuerdo es el que falta aquí.