Panamá: del agua y el poliedro

Panamá: del agua y el poliedro

Guillermo Castro H.

El modelo no es la esfera, que no es superior a las partes,

donde cada punto es equidistante del centro

y no hay diferencias entre unos y otros.

El modelo es el poliedro,

que refleja la confluencia de todas las parcialidades

que en él conservan su originalidad.

Francisco[1]

El agua ha venido a convertirse en un asunto de primer orden al calor – es un decir – de la crisis ambiental. Esa transformación deja dos elementos en evidencia. En primer lugar, que el agua es un elemento natural muy abundante; en segundo, que es un recurso natural cada vez más escaso, si de demanda humana se trata. Distinguir y relacionar esos elementos entre sí facilita comprender el papel que desempeña el agua en nuestra relación con el entorno natural del que depende nuestra existencia.

El agua, en efecto, es un elemento clave en el metabolismo de la biosfera. En lo que nos toca, además, el agua desempeña un papel fundamental en el metabolismo entre toda sociedad y su entorno natural. Así, Nicolo Gligo y Morello resaltan la importancia de ese factor en nuestro desarrollo en su artículo “Notas sobre la historia ecológica de la América Latina”, publicado en 1980, considerado como un texto inaugural de la historia ambiental en nuestra América. Allí nos dicen que en la América anterior a la conquista europea, el desarrollo civilizatorio “se estructuró en torno del recurso básico del agua”, a partir de “dos tipos de civilizaciones hidráulicas: las que manejaron excedentes de agua en ambientes anegadizos[…] y las que regaron en ambiente árido, llamada andina.”[2]

La noción de “manejo” así empleada nos remite a rasgos específicos del papel del agua en nuestra relación con el entorno natural. Todos los seres vivientes, en efecto, usan el agua como elemento natural. La especie humana, sin embargo, la transforma en un recurso natural para su propia reproducción, lo cual incluye – entre otras cosas -, la acumulación y el traslado de ese recurso a donde lo requieran los procesos de producción que esa reproducción demanda.

En este sentido, el agua tiene una historia natural como tiene una historia social. La síntesis de ambas constituye su historia ambiental. Así, el historiador norteamericano Donald Worster, en su artíuclo “El agua en la historia moderna”[3], se refiere al papel de la gestión del agua en la producción de su propio ambiente por los seres humanos, en el marco del proceso de formación y expansión del mercado mundial.

En el curso de ese proceso se formó, dice Worster, “una cofradía de ingenieros”, a partir de la experiencia ganada por los países que hoy llamamos desarrollados en el desarrollo de infraestructuras de  gran escala para la gestión centralizada del agua en sus posesiones coloniales, y en sus propios territorios. De esa experiencia, agrega, “los ingenieros del agua aprendieron […] la absoluta necesidad de un gobierno central que planificara y manejara la propiedad del agua. La conquista [del agua] demandaba el compromiso del Estado, su dinero, su autoridad, su poder burocrático.” (2001:65)

La construcción del Canal de Panamá por el Estado norteamericano entre 1904 y 1914 desempeñó un importante papel en ese aprendizaje. Los ingenieros a cargo de la tarea aprovecharon y enriquecieron lo aprendido por los ingleses en la India y los franceses en Suez, y de los errores cometidos por estos en Panamá en la década de 1880.

Dicho en breve, la abundancia de agua en la región escogida para construir el canal había sido un obstáculo frecuente para el tránsito interoceánico por tierra. Sin embargo, la construcción del canal de esclusas convirtió el poder destructivo del agua del río Chagres como elemento natural en la capacidad productiva del agua transformada en recurso mediante la construcción de los lagos artificiales de Gatún y Miraflores, en las vertientes Atlántica y Pacífica del Istmo.

En este caso, además, la construcción estuvo a cargo de una empresa estatal, cuya autoridad fue preservade mediante la creación de una Zona del Canal cuyo control conservaría el Estado norteamericano hasta la ejecución del Tratado Torrijos-Carter entre 1979 y 1999. Así, la cultura del agua generada por la construcción y operación del Canal – una auténtica cultura hidráulica de corte autoritario, para utilizar la expresión de Karl Wittfogel –[4] quedó constreñida a la Zona, mientras en el resto del territorio persistió una pluvicultura más que milenaria.

De allí resultó un conflicto básico entre un enclave hidráulico inserto en una sociedad pluvícola o, si se quiere entre una extrema centralización y una tendencia constante a la fragmentación del control. A partir de la la década de 1970, la construcción hidroeléctricas ha dado lugar a la formación de nuevos enclaves de cultura hidráulica, en constante conflicto con comunidades campesinas e indígenas de carácter pluvicultural.

Ese proceso, además, se ha extendido a las principales ciudades del país, en las que predomina un bajo nivel de participación social en la gestión del agua recurso, mientras el agua como elemento a menudo es vista como fuente de riesgos de inundación o contaminación. Todo esto se agrava ante una creciente incertidumbre ante efectos del cambio climático y problemas de adaptación al mismo a través de la mitigación de sus efectos.

En todo el país se está a la espera de lo que haga al respecto un Estado de gran resistencia al cambio, a través de gobiernos que se relevan cada cinco años. Sin embargo, el problema del agua es ambiental en su sentido abstracto, científico, pero en su práctica concreta es un problema de ecología política, esto es, de grupos sociales distintos que aspiran a hacer usos mutuamente excluyentes de un mismo recurso.

Panamá necesita como nunca antes crear las condiciones sociales y políticas necesarias para vincular ciencia y experiencia en la gestión del elemento agua de un modo que garantice la producción del agua como recurso. Un objetivo así demanda fomentar el patrimonio natural de la sociedad mediante el fomento de su patrimonio cultural y sus capacidades para la participación de todos en la gestión del recurso de todos.

En verdad, si se desea una ambiente distinto, es necesario crear una sociedad diferente. Para este caso, como para la crisis ambiental toda, esa sociedad será diferente – entre otras cosas – en la medida en que sea poliédrica y no esférica en su visión del mundo, y en su modo de ejercer en la práctica esa visión, con todos y para el bien de todos.

Alto Boquete, Panamá, 18 de marzo de 2021


[1] Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, 236. Del Santo Padre Francisco a los Presbíteros y Diáconos, a las personas consagradas y a los fieles laicos sobre el anuncio del Evangelio en el mundo actual. Tipografía Vaticana, 2013.

[2] Estilos de Desarrollo y Medio Ambiente en la América Latina. Selección de Osvaldo Sunkel y Nicolo Gligo. Fondo de Cultura Económica, México, 1980. Dos tomos. I:129.

[3] Cuadernos Nacionales. Segunda Época, No. 2. Universidad de Panamá, Instituto de Estudios Nacionales, 2001: 59-75.

[4] “The Hydraulic Civilizations”, 1956, en Man’s Role in Changing the Face of the Earth, The University of Chicago Press, 1967. Traducción de Guillermo Castro H. Para Wittfogel la cultura hidráulica corresponde a un tipo de sociedad cuya existencia depende de la gestión del agua a gran escala en territorios muy amplios, lo que a su vez genera un Estado altamente centralizado, burocratizado y despótico, como lo fue el de la Zona del Canal. Esa cultura, por otra parte, se expande más allá de las áreas de control hidráulico directo.

Del Antropoceno como futuro

Del Antropoceno como futuro

Guillermo Castro H.

            Desde fines del siglo XX el sistema mundial ingresó en un período de transición desde lo que había parecido ser una era de paz y progreso hacia en un futuro cargado de tensiones que se ampliaron con rapidez desde lo económico y lo político hacia lo ambiental. Ya en el siglo XXI, esa transición dio lugar a un período de incertidumbre económica, inequidad persistente, degradación ambiental y creciente disfuncionalidad institucional en lo grande como en lo pequeño.

En ese marco de descomposición gradual, la pandemia de COVID 19 irrumpió como un parteaguas. Lo que hasta entonces parecía discurrir de manera dispersa, emergió en conjunto para desatar la crisis más compleja que ha encarado la Humanidad desde la década de 1930.

Esa crisis ha coincidido, además, con la etapa culminante de la llamada Gran Aceleración en la interacción de los humanos entre sí y con la biosfera, en curso desde la década de 1950. Esa aceleración – visible en el doble fenómeno del impacto humano sobre la biosfera y del crecimiento de la población – ha hecho parte de un periodo aún más amplio de nuestra historia ambiental, llamado el Antropoceno.

Así, para los historiadores John McNeill y Peter Engelke, el Antropoceno constituye una etapa en la historia del sistema Tierra en la cual “las acciones humanas” -en particular las vinculadas a la creciente dependencia de los combustibles fósiles- “se sobreponen a la tranquila persistencia de los microbios y los interminables bamboleos y excentricidades en la órbita de la Tierra.” [1]  Para ambos, además, si bien hasta hoy el Antropoceno y la Gran Aceleración coinciden, la segunda lo hace como fase culminante de la transición hacia el primero, que está en curso desde fines del siglo XVIII, como un resultado no previsto de la Revolución Industrial.

La Gran Aceleración, en efecto, “no durará mucho, ni puede hacerlo”, pues el rápido crecimiento demográfico tiende a estabilizarse y empezará a declinar, al tiempo que “la era de los combustibles fósiles concluirá.” Estas tendencias, agregan, “deberían bastar para desacelerar la Gran Aceleración y moderar el impacto humano sobre la Tierra. Eso no llevará al fin del Antropoceno, pero sin duda lo conducirá a una nueva etapa en su desarrollo”.[2] Esa nueva etapa, añaden, “perdurará por largo tiempo en el futuro”. Y aun si alguna calamidad sacara de escena a nuestra especie en ese futuro, “el impacto de nuestras pasadas generaciones perdurará por milenios en la corteza terrestre, en la evidencia fósil y en el clima.”

            El ingreso a esa nueva etapa – que bien podría haber empezado ya, teniendo en la pandemia una expresión del carácter caótico propio de las fases iniciales de toda transición histórica de largo alcance – fomentará el desarrollo de nuevas formas de convivencia humana, si nuestra especie desea sobrevivir. Así, las instituciones políticas, económicas y culturales que conocemos, “formadas en un contexto de desmesura sin precedentes en el uso de los recursos y en el crecimiento económico, deben evolucionar ahora hacia formas compatibles con el Antropoceno – o abrir camino a sus sucesoras”, por poderosas que sean “las inercias intelectuales, sociales y políticas” en el curso de la historia.

            Por contraste con los tiempos que vivimos, dicen, aun cuando el mundo de entre 1750 y 1950 era tumultuoso en muchos aspectos, había confianza en el comportamiento general del clima y en el acceso combustibles fósiles en apariencia inagotables. Esa circunstancia ha cambiado. Ahora, “el clima es menos estable y el sistema Tierra busca un curso sin precedentes”, y el pensamiento y las instituciones “evolucionarán en nuevas direcciones más compatibles con el Antropoceno.” Ya que no podemos salir de esta etapa de la historia del planeta que sostiene nuestro desarrollo, tendremos que ajustarnos a ella “de una u otra manera.”[3]

            Cualquiera sea el resultado de esta crisis civilizatoria, ocurrirá en el entorno global creado por la civilización que se agota: aquella creada por el capitalismo a partir del desarrollo del primer mercado mundial, tan magistralmente descrita por Marx y Engels en El Manifiesto Comunista, hace más de 170 años. Esa civilización, al crear los medios para su propia expansión, creó también los recursos de conocimiento que nos permiten identificar sus límites y advertir el agotamiento de su capacidad para sostenerse en el tiempo.

Hoy, si deseamos hacer sostenible nuestro propio desarrollo como especie, debemos encarar la tarea de crear sociedades distintas a las surgidas en la primera fase del Antropoceno. De este modo, el Antropoceno como categoría histórica resalta la importancia de lo ambiental como dimensión política activa en la transición en curso. Esa transición, decía Immanuel Wallerstein hacia 2003-2005, tenía un alto margen de incertidumbre, pues era muy posible que

en 2050, cuando el capitalismo haya dejado de existir, vivamos en un sistema tanto o más jerárquico e inequitativo que el actual. Pero también es posible que vivamos en un sistema histórico relativamente democrático e igualitario. El resultado será decidido por la actividad política de cada uno ahora y en los 25-50 años por venir. Alcanzar la victoria política dependerá en buena medida de una buena comprensión analítica de las alternativas históricas, así como de un claro compromiso moral con una visión alternativa.[4]

El compromiso moral inherente a esa visión ha tenido múltiples expresiones a lo largo de las luchas por una sociedad más democrática e igualitaria. Una de esas expresiones tiene especial valor en nuestros tiempos de bancarrota del neoliberalismo: la ofrecida en 1888 por por el socialista y ambientalista inglés William Morris, al plantear que

La riqueza es lo que la naturaleza nos ofrece, y lo que un hombre razonable puede hacer para el uso razonable de esos dones. La luz del sol, el aire fresco, alimento, vestimenta y alojamiento dignos y necesarios; la acumulación de conocimientos de todo tipo y el poder de diseminarlos; medios libres de comunicación entre los hombres; obras de arte…todas las cosas que sirven al placer de las personas, de manera libre, viril e incorrupta. Esto es riqueza, y no puedo imaginar otra cosa que valga la pena poseer que no corresponda a una u otra de estas características.[5]

Alto Boquete, Panamá, 28 de marzo de 2021


[1] McNeill, McNeill y Engelke, Peter (2014:2): The Great Acceleration. An environmental history of the Anthropocene since 1945. The Belknap Press of Harvard University Press.

[2] Ibid., 209.

[3] Ibid., 211

[4] “The Ecology and the Economy: What is rational?”. http://fbc.binghamton.edu

[5] Apud Foster, John Bellamy (2020:104): The Return of Nature. Socialism and ecology. Monthly Review Press, New York. Morris (1834-1896), fue un diseñador y arquitecto de gran relevancia crítica en cultura de la Inglaterra victoriana. Fue también uno de los primeros marxistas de ese  tiempo en abrir a discusión los problemas de la cosificación de las relaciones humanas, y de las de los humanos con el mundo natural en la fase ascendente del capital monopólico que triunfaría en la Gran Guerra de 1914-1945 y culminaría la transición de la fase colonial a la internacional en el desarrollo del mercado mundial.