Nacido en 1853, tenía 42 años al morir. Dejaba, tan joven, una obra literaria, cultural y política que ya abarca más de 25 tomos, escrita con un dominio nunca superado del potencial expresivo de la lengua española. Y nos legaba además el acto primero de una época nueva en la historia de nuestra América, cuyos conflictos, contradicciones y promesas siguen definiendo los términos en que ejercemos nuestra existencia, y el juicio que ese ejercicio merezca.
La muerte en combate de José Martí el 19 de mayo de 1895 confirma lo que afirma el himno marcial de los cubanos: morir por la Patria, en efecto, es vivir. Pero, además y sobre todo, confirma lo que él advirtió a sus compatriotas en el Manifiesto de Montecristi, conque los convocaba a seguirlo en la contienda a la que entregaría su propia vida apenas dos meses después. “Honra y conmueve pensar”, dice allí,
que cuando cae en tierra de Cuba un guerrero de la independencia, abandonado tal vez por los pueblos incautos o indiferentes a quienes se inmola, cae por el bien mayor del hombre, la confirmación de la república moral en América, y la creación de un archipiélago libre donde las naciones respetuosas derramen las riquezas que a su paso han de caer sobre el crucero del mundo[1].
Aquella independencia por la que luchaba era a un tiempo la misma y otra que aquellas por las que había luchado el resto de las naciones hispanoamericanas entre 1810 y 1825. La misma, porque tenía como objetivo la creación de un Estado nacional independiente en las últimas colonias de España en América. Y otra, porque la lucha contra el dominio colonial español sobre Cuba y Puerto Rico, iniciada en 1868, entraba en su fase final en una circunstancia entonces inédita.
“En el fiel de América”, decía entonces Martí, “están las Antillas”
que serían, si esclavas, mero pontón de guerra de una república imperial contra el mundo celoso y superior que se prepara ya a negarle el poder, – mero fortín de la Roma americana; – y si libres- y dignas de serlo por el orden de la libertad equitativa y trabajadora – serían en el continente la garantía del equilibrio, la de la independencia para la América española aún amenazada y la del honor para la gran república del Norte, que en el desarrollo de su territorio – por desdicha, feudal ya, y repartido en secciones hostiles – hallará más segura grandeza que en la innoble conquista de sus vecinos menores, y en la pelea inhumana que con la posesión de ellas abriría contra las potencias del orbe por el predominio del mundo -… Es un mundo lo que estamos equilibrando: no son sólo dos islas las que vamos a libertar.[2]
En la América nuestra del siglo XIX, en efecto, se iniciaba entonces la crisis que llevaría al desplome, a partir de la Revolución Mexicana de 1910, de aquel Estado de carácter liberal en lo económico, conservador en lo político y reaccionario hasta el tuétano en lo social, que mantenía vivo entre nosotros el espíritu de la colonia. Así, el momento en que Cuba se acercaba a su segundo intento de obtener la independencia mediante el recurso a la guerra coincide con aquel en que va siendo evidente la incapacidad de aquel Estado oligárquico para representar el interés general de las jóvenes Repúblicas hispanoamericanas.
Ahora, quienes pasaban a un papel de primer orden en el planteamiento de los problemas de relación entre la soberanía nacional y la soberanía popular en un mundo nuevo, eran los representantes de una generación de intelectuales y políticos provenientes de una pequeña burguesía formada en el servicio público, la vida política y las profesiones liberales. Esa generación de intelectuales nuevos llegaba dispuesta a luchar por hacer realidad la promesa pendiente de crear, en las antiguas colonias de España en América, Repúblicas verdaderas, construidas con todos y para el bien de todos.
En toda la América hispana esa intelectualidad madura con rapidez a partir de la década de 1880, y mantiene entre sí intercambios, solidaridades y contactos en los que Martí desempeña un notable papel. Así lo muestra el hecho de que una parte sustantiva de su obra esté compuesta por la correspondencia con que acude a esa tarea colectiva, y los artículos de prensa en que va dando cuenta del modo en que expresa la construcción de una visión nueva de la América hispana, y de su lugar en el mundo.
La grandeza y la trascendencia de Martí no le vienen sólo de sus méritos personales, sino además de la labor que lo llevó a ser el primero entre sus iguales de Cuba y la América hispana. En él encontramos la expresión más alta de un proceso histórico que planteaba demandas culturales y políticas que sólo podían ser encaradas por intelectuales capaces de actuar desde organizaciones de complejidad adecuada a la solución de los problemas que el viento del mundo, y sus propios huracanes interiores, planteaban a nuestras sociedades.
De ese tipo de organizaciones fue el Partido Revolucionario Cubano organizado por Martí y sus compañeros en 1892, que se propone conquistar el poder político para transformar las formas de vida y mentalidad que constituían el legado peor del origen colonial de su sociedad, de modo que pudiera incorporarse con voz y propósitos propios al mundo moderno. Por esto, la contienda a que convoca el Partido Revolucionario Cubano en 1895 ya no es la última guerra de independencia, sino la primera de liberación nacional en nuestra América.
En esta relación entre el intelectual como organizador, y la organización desde la que actúa, Martí se nos presenta a un tiempo como el productor y el fruto de la más fecunda y trascendente de sus obras. Caso singular éste, que alienta la esperanza en tiempos de confusión e incertidumbre, en que la circunstancia de mayor dificultad y atraso político contribuye a estimular la propuesta estratégica más audaz, y de más largo aliento.
Ese proceso de construcción de sí, y de sus medios, encuentra una de las mejores expresiones de su punto de partida y su necesidad en aquellos apuntes de 1884 en que se decía a sí mismo que nuestra América estaba “en tiempos de ebullición, no de condensación; de mezcla de elementos, no de obra enérgica de elementos unidos. Están luchando las especies por el dominio en la unidad del género…”[3]
Y cómo asombra la certeza conque siete años más tarde llega a conclusiones justas, precisas y eficientes sobre el carácter de esa esencia, y las formas de darle expresión, en “Nuestra América”, ese ensayo – manifiesto que constituye el acta de nacimiento de nuestra contemporaneidad. Allí dirá que el origen de nuestros males radica en que está pendiente de solución el problema de la independencia, que “no era el cambio de formas, sino el cambio de espíritu”. Y que precisamente por eso, la América nuestra debe ser comprendida y creada desde sí, porque en ella no hay en ella batalla “entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza”[4].
¿No nos suena cercana acaso esa observación? Hoy empiezan a parecer distantes los últimos treinta años de dominación neoliberal, cuando era mal visto y desdeñado el esfuerzo de pensar por cuenta propia, y trabajar en la formación de los intelectuales que nuestros países requieren para enfrentar los problemas que ese pensamiento propio identifica como fundamentales.
Hoy, ante la bancarrota ideológica, cultural y política del neoliberalismo, puesta en evidencia en cuanto empiezan nuestros pueblos a hacerse oír tras el estupor inicial de la imposición del que fuera (justamente) “Consenso de Washington”, descubrimos que nuestra América vuelve a la lucha por hacerse dueña de su propio destino al calor de movimientos sociales nuevos. Toman forma entre nosotros, otra vez, objetivos de complejidad cultural y política renovada, que demandan una revolución democrática que otorgue sentido pleno a la obra de construcción de nuestros Estados nacionales.
Culminan ahora los tiempos que Martí anunció. Están ante nosotros, otra vez, las tareas que él emprendió. Por lo mismo, es justo y necesario llamar a difundir y proteger lo mejor de su legado. Él está aquí, con nosotros, como nosotros estamos en él.
Alto Boquete, Panamá, camino al 19 de mayo de 2022
[1] “Manifiesto de Montecristi”, 25 de marzo de 1895. Obras Completas, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975, Tomo 4, p. 101.
“toda nueva teoría estudiada con «heroico furor» […], especialmente si se es joven, atrae por sí misma, se adueña de toda la personalidad […] hasta que se establece un equilibrio crítico y se estudia con profundidad, pero sin rendirse en seguida a la fascinación del sistema o del autor estudiado. Estas observaciones valen tanto más […] cuando se trata de una personalidad en la cual la actividad teórica y la práctica están indisolublemente ligadas, de un intelecto en continua creación y en perpetuo movimiento, que siente vigorosamente la autocrítica del modo más despiadado y consecuente.”
Unos estudian la obra de José Martí por sus cualidades estéticas y morales. Otros lo hacen en lo que tiene por decir, y lo que tenemos pendiente de hacer. Hay mucho de convergente entre ambas perspectivas, pues las luces y las sombras del mañana enriquecen la lectura del ayer martiano, y permiten advertir a tiempo – y a nuestra propia luz – los desafíos que van emergiendo de nuestro devenir en el mundo.
Seis preguntas sencillas ayudan a organizar este estudio. La primera de ellas, por supuesto, es para qué estudiar a Martí. La respuesta es que lo hacemos para conocernos y comprendernos en lo que podemos llegar a ser; para entender mejor al mundo desde nosotros mismos; para imaginar y construir sociedades mejores, con todos y para el bien de todos los que se sumen a ese empeño, y para contribuir al equilibrio de un sistema mundial que en vida de Martí iniciaba el camino que lo llevaría a la Gran Guerra de 1914 – 1945, y que hoy ha ingresado en una crisis global.
Esto nos conduce a preguntarnos qué estudiar en Martí, para acercarnos a esos propósitos. En primer término, el proceso de formación de su visión del mundo, y de la ética correspondiente a esa visión. Para Armando Hart, los valores que sustentaban esa visión eran la fe en el mejoramiento humano, en la utilidad de la virtud y en el poder transformador del amor triunfante. Aquí tiene especial importancia el vínculo entre esa visión y la conducta de Martí en lo que hace a su vida personal y política; a su visión del pasado, y de los futuros posibles para los pueblos de nuestra América, y a su presencia en el proceso de formación de la joven generación de intelectuales liberales que, a partir de la década de 1880, iniciarían la crítica del Estado Liberal – Oligárquico y del expansionismo norteamericano, y la lucha por establecer en nuestra América verdaderas democracias republicanas de amplia base social, creciente autonomía económica y fuerte identidad nacional – popular.
Dicho esto, ¿cómo estudiar a Martí? Ante todo, situándolo en los dos grandes planos de su trayectoria vital: el de su propia vida, entre 1853 y 1895, y el del proceso de transición del periodo colonialista al imperialista – y su correlato cultural de conflicto entre la civilización y la barbarie al conflicto entre el progreso y el atraso – en el desarrollo del moderno sistema mundial. Esto facilitará comprender las formas en que se articulan Cuba, nuestra América y el sistema mundial en transformación en su formación política, en la definición de su postura de abierta oposición al expansionismo norteamericano y, entre 1892 y 1895, al breve y permanente fulgor de su liderazgo político al frente del Partido Revolucionario Cuba.
Dicho esto, ¿dónde estudiar a Martí? Ante todo, en su propia obra, en particular entre 1885 – 1895, de sus 32 a sus 42 años.[ii] A esto se agrega, además, la visión de sus principales intérpretes clásicos, como Cintio Vitier y Roberto Fernández Retamar, y las publicaciones de entidades especializadas como el Centro de Estudios Martianos, de La Habana, Cuba.[iii] Esto es indispensable para prevenir algunos riesgos que pueden afectar el estudio de la obra martiana tiene sus riesgos.
¿Cuáles son esos riesgos? Uno es la anacronía, que lleva a citarlo fuera de su contexto histórico, haciendo de opiniones marginales problemas centrales en el debate. Otro es el de la fragmentación de un pensamiento, una oratoria y una poesía de gran riqueza y complejidad, de donde se extraen ideas o versos por la belleza de su construcción sin atender a la lesión que ello pueda implicar para su contenido. Y, naturalmente, está el riesgo de hacer víctima a Martí de los prejuicios provenientes de la propia cultura liberal que él buscó trascender, como ocurre en el caso de sus reflexiones sobre la religiosidad y el anticlericalismo.
En suma, ¿qué podemos aprender con Martí? En primer término, a conocer y comprender mejor la capacidad de nuestra gente para el mejoramiento humano y el ejercicio de la virtud. Desde allí, a comprender y fortalecer la unidad del género humano, entendiendo a la patria como “aquella porción de la humanidad que vemos más de cerca, y en que nos tocó nacer”, por lo cual no ha de negarse el hombre “a cumplir su deber de humanidad, en la porción de ella que tiene más cerca. Esto es luz, y del sol no se sale. Patria es eso”.[iv] Y, desde el ejemplo mismo de su vida, aprendemos a entender mejor el poder de las ideas en el proceso de transformar el mundo, y el papel de los intelectuales en esa tarea. Aprendemos, en suma, a crecer con el mundo, para ayudarlo a crecer.
Panamá, septiembre de 2019 – marzo de 2022
¿Para qué estudiar a Martí?
Estudiamos a Martí para conocernos y comprendernos en lo que hemos llegado a ser, y en lo que podemos llegar a ser; para entender mejor al mundo desde nosotros mismos; para imaginar y construir sociedades mejores, con todos y para el bien de todos los que se sumen a ese empeño, y para contribuir al equilibrio de un sistema mundial que en vida de Martí iniciaba el camino que lo llevaría a la Gran Guerra de 1914 – 1945, y que hoy ha ingresado en una crisis global.
¿Qué riesgos hay en el estudio de Martí?
Los peligros de Martí /GCH
Uno es la anacronía, que lleva a citarlo fuera de su contexto histórico, haciendo de opiniones marginales problemas centrales en el debate. Otro es el de la fragmentación de un pensamiento, una oratoria y una poesía de gran riqueza y complejidad, de donde se extraen ideas o versos por la belleza de su construcción sin atender a la lesión que ello pueda implicar para su contenido. Y, naturalmente, está el riesgo de hacer víctima a Martí de los prejuicios provenientes de la propia cultura liberal que él buscó trascender, como ocurre en el caso de sus reflexiones sobre la religiosidad y el anticlericalismo, o de la condición femenina en su tiempo y sus mundos.
Los peligros de Martí
Guillermo Castro H.
Universidad de Panamá, 2007; Círculo Martiano de la Universidad de Panamá, 22 de julio de 2015
Entrar en contacto con la obra de José Martí nos ofrece una rara oportunidad de conocer, en un mismo autor, una visión del mundo dotada de una ética acorde a su estructura, y el ejercicio de esa éticas en un quehacer político sostenido por la fe en el mejoramiento humano, en la utilidad de la virtud, y en el poder triunfante del amor. En esa perspectiva, y precisamente por su valor para la tarea de conocernos y ejercernos en nuestra propia circunstancia, conviene llamar la atención sobre tres grandes peligros que nos acechan en la obra de Martí. Uno es el del anacronismo, que nos lleve a asumir como si fueran contemporáneos pensamientos y situaciones correspondientes al último cuarto del siglo XIX; otro, el de la fragmentación, que nos mueva a recordar y citar frases aisladas de su obra, al calor del enorme atractivo estético y moral de su palabra escrita, y el tercero está en olvidar que lo sentimos como un contemporáneo porque se forjó por enterocomo un hombre de su tiempo, como intentamos nosotros serlo del nuestro, que tomó forma con él.
Ante estos peligros, no hay recurso mejor que leer a Martí desde las advertencias de su propia obra, en particular aquella que hiciera en 1894 a los que deseaban intervenir en el debate sobre la lucha por la independencia de Cuba:
Estudien, los que pretenden opinar. No se opina con la fantasía, ni con el deseo, sino con la realidad conocida, con la realidad hirviente en las manos enérgicas y sinceras que se entran a buscarla por lo difícil y oscuro del mundo. Evitar lo pasado y componernos en lo presente, para un porvenir confuso al principio, y seguro luego por la administración justiciera y total de la libertad culta y trabajadora: ésa es la obligación, y la cumplimos. Ésa es la obligación de la conciencia, y el dictado científico.[v]
Atendiendo a esto, quizás convendría empezar por el tercer peligro. La obra de Martí, en efecto, expresa un largo proceso de forja de la vida misma – la inteligencia, la afectividad, y sobre todo el carácter – del autor, desde la disyuntiva con que se lanza aún adolescente a la vida política en 1869 – “O Yara, o Madrid” -, hasta el párrafo admirable de la carta inconclusa a su amigo mexicano Manuel Mercado, que escribía en la víspera de su muerte en combate, 26 años (apenas) después:
[…] ya estoy todos los días en peligro de dar mi vida por mi país y por mi deber – puesto que lo entiendo y tengo ánimos con que realizarlo – de impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América. Cuanto hice hasta hoy, y haré, es para eso. En silencia ha tenido que ser y como indirectamente, porque hay cosas que para lograrlas han de andar ocultas, y de proclamarse en lo que son, levantarían dificultades demasiado recias para alcanzar sobre ellas el fin.[vi]
La vida en que tuvo lugar esa forja fue a la vez intensa y compleja. Basta examinar por ejemplo la valiosa cronología elaborada por el historiador cubano Ibrahim Hidalgo, para encontrarnos con una infancia y una adolescencia vividas en condiciones de gran modestia, atemperada y enriquecida por afectos y solidaridades como los de su maestro, Rafael María Mendive, y de su amigo y compañero Fermín Valdés Domínguez. Esa adolescencia culmina en 1870, con la condena a trabajos forzados primero, y al destierro en España después, impuesta por las autoridades coloniales españolas en castigo por sus actividades de propaganda a favor de la independencia de Cuba.
España, 1871 – 1874; México, 1875 – 1876; Guatemala 1877 – 1878; Cuba, 1878 – 1879; Nueva York, 1880; Venezuela, 1881; Nueva York, 1881 – 1895 y, en ese año final, Cuba otra vez y para siempre. Ese es el periplo fundamental de su existencia, a lo largo del cual se enamora, tiene un hijo, ve fracasar su matrimonio, debe vivir lejos de los suyos, sufre reveses, es expulsado de su país y de países que ama como al suyo propio, y habita durante la cuarta parte de su vida en una sociedad que siempre le fue ajena.
En ese decurso también conoce triunfos, descubre y entiende el mundo, y las razones y maneras de transformarlo, y se gana el aprecio y la admiración de muchos, en muchas partes. Y todo esto, siempre, en condiciones de una modestia material tan extraordinaria como su riqueza moral, sintetizadas en las frases con que saluda a los trabajadores irlandeses pobres de Nueva York que habían encontrado guía y consuelo en su párroco, el padre McGlynn:
¡La verdad se revela mejor a los pobres y a los que padecen! ¡Un pedazo de pan y un vaso de agua no engañan nunca![vii]
La formación y las transformaciones del pensar martiano a lo largo de esa vida pueden seguirse en los textos que le van dando forma. En su primera juventud, esa forma se expresa en lo que va de la publicación de su alegato El Presidio Político en Cuba, en 1871, hasta el inicio de sus actividades de colaboración con el periodismo liberal mexicano entre 1875 y 1876. Son años de prueba y crecimiento: el joven luchador por la independencia de su patria se descubre y se ejerce en el descubrimiento, en sí, de la vocación aun más amplia de constructor de sociedades nuevas. Esa etapa, como sabemos, concluye con su rechazo al golpe de Estado que inauguró en México, en 1876, la dictadura que ejercería el General Porfirio Díaz hasta 1910.
Con ese rechazo inicia Martí el tránsito a la madurez, cuyo primer paso probablemente corresponda al artículo Extranjero, publicado en 1876, con que se despide de México, expulsado por la hostilidad del porfirismo. “Aquí”, dice, “fui amado y levantado; y yo quiero cuidar mis derechos a la consoladora estima de los hombres”. Por lo mismo, añade, “donde yo vaya como donde estoy, en tanto dure mi peregrinación por la ancha tierra, – para la lisonja, siempre extranjero; para el peligro siempre ciudadano.”[viii]
La plenitud de esa maduración, sin embargo, requerirá aún de otras experiencias: la de su paso por la Guatemala en que Justo Rufino Barrios se afirma como caudillo liberal; la de su breve retorno a Cuba al amparo de las garantías ofrecidas a los independentistas cubanos por el gobierno español al concluir la primera Guerra de Independencia en la Paz del Zanjón y, finalmente, la de su paso por Caracas, cancelado por el clima opresivo de la dictadura liberal de José Guzmán Blanco.
En lo que hace a su producción intelectual, este período de maduración y crisis de su primer ideario liberal abarca lo que fue desde su folleto Guatemala, de 1878, a su fecunda labor de corresponsal del periódico La Opinión Nacional, de Caracas, entre 1881 y 1882. Y esa transición culmina en 1884, cuando Martí ingresa al proceso de construir su plena madurez con aquella carta extraordinaria que dirige al General Máximo Gómez para comunicarle que no podrá seguir acompañándolo en un nuevo intento de reiniciar la lucha por la independencia de Cuba, concebido como un proyecto puramente militar. Allí le dice el joven exiliado al más prestigioso de los jefes militares de la primera Guerra de Independencia:
Un pueblo no se funda, General, como se manda un campamento; y cuando en los trabajos preparativos de una revolución más delicada y compleja que otra alguna, no se muestra el deseo sincero de conocer y conciliar todas las labores, voluntades y elementos que han de hacer posible la lucha armada, mera forma del espíritu de independencia, sino la intención, bruscamente expresada a cada paso, o mal disimulada, de hacer servir todos los recursos de fe y de guerra que levante el espíritu a los propósitos cautelosos y personales de los jefes justamente afamados que se presentan a capitanear la guerra, ¿qué garantías puede haber de que las libertades públicas, único objeto digno de lanzar un país a la lucha, sean mejor respetadas mañana? ¿Qué somos, General?, ¿los servidores heroicos y modestos de una idea que nos calienta el corazón, los amigos leales de un pueblo en desventura, o los caudillos valientes y afortunados que con el látigo en la mano y la espuela en el tacón se disponen a llevar la guerra a un pueblo, para enseñorearse después de él? ¿La fama que ganaron Uds. en una empresa, la fama de valor, lealtad y prudencia, van a perderla en otra?[ix]
Con esa carta se inicia el camino de Martí a su plenitud. En ella se anuncia ya la idea de que el problema no era el cambio de forma, sino el de espíritu, para evitar que la colonia siguiera viviendo en la República, que encontrará su más plena expresión en el ensayo Nuestra América, publicado en México, en el periódico El Partido Liberal, el 30 de enero de 1891. Allí sintetiza Martí su experiencia de hispanoamericano, transformada ya en la demanda de una revolución democrática continental, ante a la frustración del componente democrático y popular de las revoluciones de Independencia, por el irresistible ascenso al poder de la alianza entre las fracciones liberal y conservadora de las oligarquía latinoamericanas.
La plenitud martiana alcanza su cumbre más alta en la creación del Partido Revolucionario Cubano y su periódico, Patria, en 1892, como parte de una empresa “americana por su alcance y espíritu”[x], encaminada a culminar lo que en 1889 había llamado “la estrofa pendiente del poema de 1810”. Porque, en efecto, la América nuestra ya es por entero consustancial a su patria cubana.
Así lo expresará en 1895 en el Manifiesto de Montecristi, que firman él y Máximo Gómez, para llamar al asalto final contra el colonialismo español en Cuba: “Honra y conmueve pensar”, dirá allí,
que cuando cae en tierra de Cuba un guerrero de la independencia, abandonado tal vez por los pueblos incautos o indiferentes a quienes se inmola, cae por el bien mayor del hombre, la confirmación de la república moral en América, y la creación de un archipiélago libre donde las naciones respetuosas derramen las riquezas que a su paso han de caer sobre el crucero del mundo.[xi]
Y a lo largo de todo ese proceso, la dimensión afectiva de la humanidad de Martí se expresará en el contrapunto constante entre el discurso político, la creación poética y la honestidad de los afectos que inspiran su correspondencia personal. No se podrá nunca comprender al político Martí sin vincularlo al Martí poeta. Tras el vínculo entre ambos subyace la clave de lo que Julio Antonio Mella llamara – ya en la década de 1920 – el “misterio” de la íntima unidad entre la alta cultura y la cultura popular, que en la obra poética martiana alcanza una expresión de especial riqueza en sus Versos Sencillos , de 1891 – ejemplo singular de cubanía publicado en el mismo año que Nuestra América -, como en su obra política destaca la concepción del Partido Revolucionario Cubano como una organización tan rica y compleja, a un tiempo, como la sociedad que se proponía transformar, y como el proyecto al que apuntaba esa transformación.
Es únicamente desde esta lectura de cuerpo entero que podemos encarar el peligro de la fragmentación del pensar martiano.[xii] Así, esbozado el hombre entero, cabe situarlo desde su humanidad en su tiempo, y en el nuestro, con una salvedad que siempre es útil.
El tiempo, en efecto, constituye un elemento fundamental para la organización de nuestro entendimiento. Por lo mismo, hay que tratarlo con el cuidado necesario para evitar sobre todo la confusión entre el tiempo cronológico, vacío de significado social, y el histórico, que sólo encuentra en lo social su significado.
Esta distinción resulta especialmente importante para nosotros, integrantes de aquel pequeño género humano advertido en 1815 por Simón Bolívar, constituido en el marco del proceso más vasto de la formación del sistema mundial y que expresa – como quizás ningún otro grupo humano del mundo – las contradicciones y las promesas en que ese sistema involucró a nuestra especie entera. En esta perspectiva, cabe preguntarse por los puntos de contacto y de conflicto entre el tiempo cronológico y el histórico en lo que hace a la formación y las transformaciones de la cultura y el pensamiento social de la América Latina.
Para Francois – Xavier Guerra[xiii], por ejemplo, el siglo XVIII se inicia en Hispanoamérica hacia 1750, con la Reforma Borbónica, y concluye con la disolución del imperio español en América entre 1810 y 1825. Aún más breve podría ser el XIX, delimitado por lo que va de las guerras de independencia – en sus dimensiones civil y patriótica -, a las de Reforma, que definieron los términos en que vino a constituirse el sistema de Estados nacionales que harían viable una inserción nueva de Iberoamérica en el sistema mundial por entonces aúnen formación.
Aquí, sin embargo, hay que hacer otra importante salvedad. Como lo señalara el historiador panameño Ricaurte Soler, en la transición del XIX al XX opera en nuestra América un factor externo de trascendencia aún mayor que la Reforma Borbónica en nuestro ingreso al XVIII: el surgimiento del imperialismo como fase superior del capitalismo. Esa novedad en la historia del moderno sistema mundial, diría Soler, conspiró activamente contra el contenido progresista de la Reforma Liberal, favoreciendo en cambio la formación de un sistema de Estados de corte autoritario, que promovían el libre comercio mediante la oferta, como ventaja mayor de las economías de la región, de recursos naturales y mano de obra baratas, a cambio de capital de inversión y de vías de acceso para la comercialización de esos recursos como materias primas en el mercado mundial.
Esa frustración del componente más radical y democrático de las revoluciones de independencia constituyó un importante elemento formativo en una nueva generación de jóvenes intelectuales de la región, que tendría en Martí a un auténtico primus inter pares. Esa generación se percibían a sí misma como moderna en cuanto se ejercía como liberale en lo ideológico, demócrata en lo político, y patriota en lo cultural, y aspiraba desde allí a representar con voz propia a sus sociedades en lo que entonces era llamado “el concierto de las naciones”.
Para esa generación, la formación del Estado Liberal Oligárquico tuvo lugar en una circunstancia de crisis cultural que, hacia 1881, Martí expresó en los siguientes términos:
No hay letras, que son expresión, hasta que no hay esencia que expresar en ellas. Ni habrá literatura hispanoamericana hasta que no haya – Hispanoamérica. Estamos en tiempos de ebullición, no de condensación; de mezcla de elementos, no de obra enérgica de elementos unidos. Están luchando las especies por el dominio en la unidad del género.[…] Lamentámonos ahora, de que la gran obra nos falte, no porque nos falte ella, sino porque esa es señal de que de que nos falta aún el pueblo magno de que ha de ser reflejo.[xiv]
Desde allí empieza a tomar forma la transición a nuestra contemporaneidad, que encontrará su acta de nacimiento en el ensayo Nuestra América. Las líneas de fuerza en torno a las cuales irán cristalizando nuestro hacer social, político y cultural surgen, así, de un pensamiento democrático de orientación popular y antioligárquica, radical en su afán de ir a la raíz de nuestros problemas, y centrado en la construcción de nuestras identidades a partir de la demanda de injertar en nuestras repúblicas el mundo, siempre que el tronco de ese injerto fuera “el de nuestras repúblicas”.
La enorme vitalidad de la cultura construida por los latinoamericanos a lo largo del período ascendente de su siglo XX histórico se expresa, hoy, en la riqueza con que se despliega la (re)construcción de nuestras identidades en el marco de la desintegración de la bárbara civilización que dio de sí al neoliberalismo, cuyas consecuencias ya amenazan la sostenibilidad misma del desarrollo de nuestra especie. Nuestra América ha venido a situarse, así, en aquel lugar de la historia en que ubicara Martí a los Estados Unidos en 1886. Todo, en efecto, nos dice hoy que será aquí, entre nosotros y por nosotros, donde habrán “de plantearse y resolverse”
todos los problemas que interesan y confunden al linaje humano, que el ejercicio libre la razón va a ahorrar a los hombres mucho tiempo de miseria y de duda, y que el fin del siglo diecinueva dejará en el cenit el sol que alboreó a fines del dieciocho entre caños de sangre, nubes de palabras y ruido de cabezas. Los hombres parecen determinados a conocerse y afirmarse, sin más trabas que las que acuerden entre sí para su seguridad y honra comunes. Tambalean, conmueven y destruyen, como todos los cuerpos gigantescos al levantarse de la tierra. Los extravía y suele cegarlos el exceso de luz. Hay una gran trilla de ideas, y toda la paja se la está llevando el viento.[xv]
El tiempo de resistir, así, abre paso otra vez entre nosotros al tiempo de construir. Y en esa construcción, otra vez también, tocará un papel de primer orden a la cultura de los latinoamericanos.
Aquí, ahora, el problema principal para nuestras comunidades de cultura consiste en crecer con nuestra gente, para ayudarla a crecer. Una vez más, no hay entre nosotros batalla entre la civilización y la barbarie, como lo quieren los neoliberales, sino entre la falsa erudición y la naturaleza, como lo advertiera Martí en 1891.
Hoy, el hacer político, social y cultural de los latinoamericanos llega otra vez a aquel punto de ebullición en el que los encontrara Martí al ingresar a su primera madurez. Hoy luchan de nuevos las especies – pobres de la ciudad y el campo, trabajadores manuales e intelectuales de la economía formal y la informal, indígenas, afroamericanos, campesinos – por el dominio en la unidad del género. O, si se quiere, por constituirse en el bloque histórico capaz de crear, finalmente, el mundo nuevo de mañana en el Nuevo Mundo de ayer.
Para eso están, precisamente, las reservas más profundas de nuestra cultura y nuestra eticidad, sintetizadas en la convicción de la utilidad de la virtud y la posibilidad del mejoramiento humano que nace del conocimiento de nuestro proceso de formación, y se expresa día con día en la labor de constituirnos. Desde esa convicción, podemos leer sin peligros a Martí: él es uno de los nuestros, como nosotros somos de los suyos.
¿Qué estudiar en Martí?
En primer término, el proceso de formación de su visión del mundo, y de la ética correspondiente a esa visión. Para Armando Hart, los valores que sustentaban esa visión eran la fe en el mejoramiento humano, en la utilidad de la virtud y en el poder transformador del amor triunfante. Aquí tiene especial importancia el vínculo entre esa visión y la conducta de Martí en lo que hace a su vida personal y política; a su visión del pasado, y de los futuros posibles para los pueblos de nuestra América, y a su presencia en el proceso de formación de la joven generación de intelectuales liberales que, a partir de la década de 1880, iniciarían la crítica del Estado Liberal – Oligárquico y del expansionismo norteamericano, y la lucha por establecer en nuestra América verdaderas democracias republicanas de amplia base social, creciente autonomía económica y fuerte identidad nacional – popular.
¿Cómo estudiar a Martí?
Ante todo, situándolo en los dos grandes planos de su trayectoria vital: el de su propia vida, entre 1853 y 1895, y el del proceso de transición del periodo colonialista al imperialista – y su correlato cultural de conflicto entre la civilización y la barbarie al conflicto entre el progreso y el atraso – en el desarrollo del moderno sistema mundial. Esto facilitará comprender las formas en que se articulan Cuba, nuestra América y el sistema mundial en transformación en su formación política, en la definición de su postura de abierta oposición al expansionismo norteamericano y, entre 1892 y 1895, al breve y permanente fulgor de su liderazgo político al frente del Partido Revolucionario Cuba.
Gramsci / Sacristán
“Si se quiere estudiar el nacimiento de una concepción del mundo nunca expuesta sistemáticamente por su fundador (y cuya coherencia esencial tiene que buscarse no en cada escrito ni en cada serie de escritos, sino en el desarrollo entero del variado trabajo intelectual que contiene implícitos los elementos de la concepción) hay que realizar previamente un trabajo filológico minucioso, con el máximo escrúpulo de exactitud, de honradez científica, de lealtad intelectual, de eliminación de todo concepto previo, apriorismo o partidismo. Hay que reconstruir, antes que nada, el proceso de desarrollo intelectual del historiador considerado, para identificar los elementos que han llegado a ser estables y “permanentes”, o sea, que han sido tomados como pensamiento propio, distinto de y superior al “material” anteriormente estudiado y que ha servido de estímulo; solo estos elementos son momentos esenciales del proceso de desarrollo.”
1999 (1970): 384 – 385. “Cuestiones de método.” Textos de los Cuadernos posteriores a 1931.
Gramsci / Sacristán
“[…] toda nueva teoría estudiada con “heroico furor” (o sea, cuando no se estudia por mera curiosidad exterior, sino por un interés profundo) y durante cierto tiempo, especialmente cuando se es joven, atrae por sí misma, se adueña de toda la personalidad, y luego queda limitada por la teoría posteriormente estudiada, hasta que se impone un equilibrio crítico y se estudia con profundidad, sin rendirse enseguida al atractivo del sistema o del autor estudiados. Esta serie de observaciones se imponen aún más cuando el pensador estudiado es más bien impulsivo, de carácter polémico, y carece de espíritu de sistema: cuando se trata de una personalidad en la cual la actividad teórica y la práctica están indisolublemente entrelazadas, cuando se trata de una inteligencia en creación continua y en movimiento perpetuo que siente vigorosamente la autocrítica del modo más despiadado y consecuente.”
1999 (1970): 385. “Cuestiones de método.” Textos de los Cuadernos posteriores a 1931.
¿Dónde estudiar a Martí?
Ante todo, en su propia obra, en particular entre 1885 – 1895, de sus 32 a sus 42 años.[xvi] A esto se agrega, además, la visión de sus principales intérpretes clásicos, como Cintio Vitier y Roberto Fernández Retamar, y las publicaciones de entidades especializadas como el Centro de Estudios Martianos, de La Habana, Cuba.[xvii] Esto es indispensable para prevenir algunos riesgos que pueden afectar el estudio de la obra martiana tiene sus riesgos.
A modo de conclusión: aprender de Martí
En primer término, a conocer y comprender mejor la capacidad de nuestra gente para el mejoramiento humano y el ejercicio de la virtud. Desde allí, a comprender y fortalecer la unidad del género humano, entendiendo a la patria como “aquella porción de la humanidad que vemos más de cerca, y en que nos tocó nacer”, por lo cual no ha de negarse el hombre “a cumplir su deber de humanidad, en la porción de ella que tiene más cerca. Esto es luz, y del sol no se sale. Patria es eso”.[xviii] Y, desde el ejemplo mismo de su vida, aprendemos a entender mejor el poder de las ideas en el proceso de transformar el mundo, y el papel de los intelectuales en esa tarea. Aprendemos, en suma, a crecer con el mundo, para ayudarlo a crecer.
Bibliografía
Gramsci, Antonio, 1999 (1970): Antología. Selección, traducción y notas de Manuel Sacristán. Siglo XXI Editores, México y España.
Martí, José, 1975: Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana.
Martí, José, NNN-NNN: Obras Completas. Edición Crítica. Centro de Estudios Martianos, La Habana.
[i]Introducción a la filosofía de la praxis. Selección y traducción de J. Solé Tura
[ii] La Edición Crítica de sus Obras Completas, en proceso de elaboración por el Centro de Estudios Martianos de La Habana, Cuba (actualmente en tomo 29 / 1887), está disponible en el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (http://biblioteca.clacso.edu.ar/), y las antologías Nuestra América y Obra Literaria, en https://www.clacso.org.ar/biblioteca_ayacucho/index.php
[iv] “En casa”, Patria, 26 de enero de 1895. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975. V: 468 – 469:
[v] Martí, José: Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales. La Habana, 1975. III, 121: “Crece”.[Patria, 5 de abril de 1894
[vi] Martí, José: Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales. La Habana, 1975. IV, 167: “A Manuel Mercado. Campamento de Dos Ríos, 18 de mayo de 1895.”
[vii] Martí, José: Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales. La Habana, 1975. XI, 139: “El cisma de los católicos en Nueva York”. El Partido Liberal, México. La Nación, Buenos Aires, 14 de abril de 1887
[viii] Martí, José: Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales. La Habana, 1975. VI, 362, “Extranjero”. El Federalista. México, diciembre 7 de 1876
[ix] Martí, José: Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales. La Habana, 1975. I, 177 – 178: “Al General Máximo Gómez” [New York, 20 de octubre de 1884].
[x] Martí, José: Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales. La Habana, 1975. III, 138 – 139: ““El tercer año del Partido Revolucionario Cubano. El alma de la revolución y el deber de Cuba en América”.[Patria, 17 de abril de 1894]
[xi] Martí, José: Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales. La Habana, 1975. IV, 101: “Manifiesto de Montecristi”
[xii] Y es curioso constatar cómo pudieron contribuir el propio Martí – y la lealtad de los primeros martianos – a la formación de este peligro. Porque, en efecto, la organización inicial y más conocida de su obra completa – dispuesta por él mismo ante la eventualidad de su muerte – ocurre por temas, no por años, y si bien permite profundizar con rapidez en aspectos puntuales, dispersa y oculta en cambio las conexiones transversales en la formación y transformación de su pensar. Pero a grandes males, grandes remedios. La edición crítica de las Obras Completas de José Martí, que ya adelanta el Centro de Estudios Martianos en La Habana, está organizada cronológicamente, y ayudará sin duda a conjurar el peligro de la fragmentación. Aun así, el riesgo disminuirá en la medida en que se tenga presente el elemento organizador que, en el pensar martiano, representa su compromiso irreductible con Cuba en su América. En esta tarea, también, será siempre útil poner en contexto las expresiones parciales – a veces mínimas, como la frase que nos enseña que “honrar, honra” – de su pensar. Y, enseguida, la atención constante a las advertencias que nos ofrece la historia de la cultura, en lo que hace al valor, el significado y los dilemas que en su tiempo planteaban términos como el de “naturaleza” y, por supuesto, todo el inmenso campo de lo que hoy llamamos la perspectiva de género.
[xiii] Así, por ejemplo: Guerra, Francois-Xavier, 2003a: “Introducción”; “El ocaso de la monarquía hispanica: revolución y desintegración” y “Las mutaciones de la identidad en la América hispánica”, en Guerra, Francois – Xavier y Annino, Antonio (Coordinadores), 2003: Inventando la Nación. Iberoamérica. Siglo XIX. Fondo de Cultura Económica, México. Guerra, Francois – Xavier, 1993: Modernidad e Independencias. Ensayos sobre las revoluciones hispánicas, Editorial MAPFRE, Fondo de Cultura Económica, México, y 1988: México: del Antiguo Régimen a la Revolución. Fondo de Cultura Económica, México (2a. ed.), 2 t.
[xiv]Cuaderno de Apuntes 5.[1881] En Martí, José, 1975: Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana. Tomo 21, p. 164.
[xv] 1975, XI, 144: “El cisma de los católicos en Nueva York”. El Partido Liberal, México. La Nación, Buenos Aires, 14 de abril de 1887.
[xvi] La Edición Crítica de sus Obras Completas, en proceso de elaboración por el Centro de Estudios Martianos de La Habana, Cuba (actualmente en tomo 29 / 1887), está disponible en el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (http://biblioteca.clacso.edu.ar/), y las antologías Nuestra América y Obra Literaria, en https://www.clacso.org.ar/biblioteca_ayacucho/index.php
No siempre es bien comprendido – y se sobrevalora, o se subvalora – el papel que desempeña en la crisis ambiental la cultura de la naturaleza, esto es, las formas en que los conflictos y las afinidades que definen la identidad de nuestras sociedades se expresan en la valoración que hacemos de nuestro entorno natural, en los modos de conocerlo, y en el papel que desempeña en nuestra historia y nuestras vidas. Esa comprensión se facilita cuando el tema es abordado desde la perspectiva de la historia ambiental, que se dedica al estudio de las interacciones entre los sistemas sociales y los sistemas naturales a lo largo del tiempo, mediante procesos de trabajo socialmente organizados, y de las consecuencias que esa interacción tiene para ambos.
La historia ambiental aborda esas interacciones a partir detres niveles de análisis interdependientes entre sí. El primero se refiere a los procesos de formación y las transformaciones del medio biogeofísico; el segundo, a la tecnología productiva y sus condiciones sociales de uso para la reorganización de ese medio, y el tercero, al papel de la cultura y las instituciones en la definición de nuestras formas de relación con la naturaleza.
Este abordaje, en apariencia sencillo si su objeto de análisis es una comunidad campesina, plantea singulares problemas cuando se trata es de una región de 22 millones de kilómetros cuadrados, poblados por unos 600 millones de habitantes, de los cuales cerca del 80% reside en áreas urbanas – que incluyen megaciudades como México, Sao Paulo, Buenos Aires y Rio de Janeiro. Ese espacio alberga, además, una vasta y compleja diversidad de ecosistemas, que van desde desiertos extremadamente secos hasta bosques tropicales muy húmedos, y desde humedales marino – costeros hasta altiplanos de cuatro mil metros de altura, y albergan enormes reservas de recursos hídricos, minerales, energéticos, forestales, de biodiversidad y de tierra cultivable, que hacen de nuestra América una frontera de recursos naturales y servicios ambientales de primer orden en la crisis global.
En este marco coinciden, además, una circunstancia perversa y una virtuosa, estrechamente relacionadas entre sí. La primera corresponde a un proceso sostenido de crecimiento económico con degradación ambiental y una persistente inequidad social; la segunda, al vigoroso desarrollo de un pensamiento ambiental nuevo, vinculado a tres fuentes principales: la tradición de reflexión sobre nuestros problemas económicos y sociales, en curso desde fines del siglo XVIII; la presencia de una intelectualidad estrechamente vinculada a la trama cada vez más densa del ambientalismo global, y los nuevos movimientos sociales del campo y de las periferias urbanas, que despliegan una lucha tenaz en la defensa de sus derechos de acceso a recursos naturales y a un ambiente sano y digno, que les permita vivir bien.
La historia ecológica de América se remonta a la formación del istmo de Panamá hace unos cuatro millones de años, que vinculó físicamente a las grandes masas que hoy conocemos como Norte y Suramérica, separadas de Pangea 200 millones de años antes. Dentro de ese lapso y esos espacios mayores, nuestra historia ambiental opera a partir de la presencia humana en el espacio americano, a lo largo de tres tiempos distintos, que se subsumen el uno en el otro hasta conformar el proceso mayor que nos ocupa.
El primero de esos tiempos corresponde a la larga duración de la presencia humana en el espacio americano, que se remonta a entre 30 y 15000 años, en cuyo marco, antes de la Conquista europea del siglo XVI, nuestra especie conoció un proceso de desarrollo aislado del resto de sus semejantes en Eurasia y África, que dio lugar a una amplia diversidad de experiencia culturales, desde las formas más elementales de organización social primitiva hasta la creación de complejos núcleos civilizatorios en Mesoamérica y el Altiplano andino. El segundo tiempo, de mediana duración, corresponde al período de desarrollo integrado con el del resto de la especie humana, que se inicia con el control europeo del espacio latinoamericano a partir del siglo XVI. Ese control operó hasta mediados del siglo XIX a partir de la creación de sociedades tributarias sustentadas en formas de organización económica no capitalistas – como la comuna indígena, el mayorazgo feudal y la gran propiedad eclesiástica -, para desintegrarse entre 1750 y 1850, a partir de los conflictos generados por el interés de las Monarquías española y portuguesa en incrementar la renta colonial de sus posesiones americanas, primero, y después por el de los grupos dominantes en esas posesiones por asumir esa tarea en su propio beneficio mediante la Reforma Liberal, que creó los mercados de tierra y de trabajo necesarios para abrir paso a formas capitalistas de organización de las relaciones de las nuevas sociedades nacionales con su entorno natural.
El tercer tiempo, finalmente – de duración menor pero intensidad mucho mayor en lo que hace a sus consecuencias ambientales-, se extiende entre 1870 – 1970, y corresponde al proceso de plena integración de la región al moderno mercado mundial. Ese proceso tuvo una expansión sostenida a lo largo de la mayor parte del siglo XX, bajo formas de organización muy diversas, desde el peonaje semi servil de las explotaciones oligárquicas hasta la creación de enclaves de capital extranjero y de mercados protegidos para empresas estatales, hasta desembocar en el agotamiento de lo que el geógrafo chileno Pedro Cunill llamó ”la ilusión colectiva de preservar a Latinoamérica como un conjunto territorial con extensos paisajes virtualmente vírgenes y recursos naturales ilimitados”.
Ninguno de estos procesos se agota en sí mismo. Por el contrario, cada uno aporta premisas y consecuencias que contribuyen a definir el desarrollo del siguiente. Así, la interacción entre el tiempo anterior a la Conquista europea y el tiempo creado por ésta a partir de su vasto impacto demográfico, social, político – cultural y ambiental, dio lugar a la formación de cuatro cuatros grandes áreas etnoculturales, de significativa importancia en la crisis actual.
Una de ellas, ubicada allí donde la encomienda estuvo, tiene un claro carácter indoamericano, al que contribuyeron tanto la feudalidad de la cultura de los conquistadores como aquellos rasgos de la organización política prehispánica en las áreas nucleares de Mesoamérica y los Andes que facilitaron la dominación colonial. La importación de esclavos africanos para el desarrollo de economías de plantación en el espacio caribeño y el Nordeste brasileño , por su parte, dio lugar a la formación de un espacio afroamericano con rasgos socioculturales y productivos característicos. Y a estos se agregaron un espacio mestizo de fuerte presencia europea, en las zonas agro-ganaderas de la cuenca baja del Plata y del centro de Chile, y un vasto conjunto de regiones interiores que sirvieron como zonas de refugio de población indígena, mestiza y afroamericana que se desligaba del control colonial y retornaba a formas de producción y consumo no mercantiles.
La cultura
La crisis que hoy enfrentan las sociedades latinoamericanas en sus relaciones con el mundo natural incluye, también, la de sus visiones acerca de ese mundo y esas relaciones. Aquí, el rasgo dominante en la cultura latinoamericana de la naturaleza ha sido, y en gran medida sigue siendo, el de la fractura entre las visiones de quienes dominan y quienes padecen las formas de organización de las relaciones entre las sociedades de la región y su entorno natural.
Esta contradicción se expresa en la coexistencia usualmente pasiva, a veces antagónica, entre una cultura dominante que ha evolucionado en torno a ideales como la lucha de la civilización contra la barbarie, primero; del progreso contra el atraso, después, y finalmente del desarrollo contra el subdesarrollo, y un conjunto de culturas subordinadas que coinciden en una visión animista del mundo natural, y se han desarrollado en lucha constante contra aquellas visiones dominantes. Así, en las grandes obras de la narrativa culta que expresan el proceso de formación de las modernas identidades nacionales – desde La Vorágine y Doña Bárbara, hasta Cien Años de Soledad y La Casa Verde -, la naturaleza figura como un elemento amenazante, que finalmente escapa a todo control racional. Por contraste, la cultura popular tiende a encarar las relaciones con la naturaleza desde un tono de celebración, de gran delicadeza en la música de autores como el dominicano Juan Luis Guerra, o de comunión con ella en escritores como el peruano José María Arguedas.
La gran excepción en este panorama escindido se encuentra, sin duda alguna, en la obra de José Martí, en cuyas expresiones más acabadas – sobre todo en el ensayo Nuestra América, de 1891, verdadera acta de nacimiento de nuestra contemporaneidad – la naturaleza adquiere un claro carácter de categoría cultural y política, a ser construida desde la realidad que expresa. Aun así, la obra de Martí está estrechamente asociada a su diálogo con la cultura norteamericana de la naturaleza, expresada en autores como Ralph Waldo Emerson y Walt Whitman, durante su exilio en Nueva York entre 1881 y 1895.
Al respecto, aquí ha desempeñado un importante papel el hecho de que las estructuras fundamentales de organización cultural en las sociedades latinoamericanas hasta comienzos del siglo XX fueron las correspondientes a la Contrarreforma y el militarismo español y portugués de los siglos XVI y XVII, cuyas categorías de intelectuales dominantes fueron las del clero, el ejército y los letrados vinculados al servicio de la administración estatal y la gran propiedad terrateniente. Así, durante los siglos XVIII y XIX resalta en nuestra América la ausencia de una intelectualidad de capas medias vigorosa y bien educada, capaz de expresar el interés general de sus sociedades, del tipo de la que conocieran las sociedades Noratlánticas, y que permitiera a a científicos de extracción modesta como Alfred Russell Wallace actuar por derecho propio como interlocutores con pares de origen social más elevado, como Charles Darwin.
La moderna intelectualidad latinoamericana viene a conformarse con la expansión industrial y el desarrollo urbano característicos de la segunda mitad del siglo XX. Para la década de 1980, su visión del mundo no reconocía ya el mero crecimiento económico como evidencia de los frutos del progreso y del avance hacia la civilización a través del desarrollo, y expresaba una creciente inquietud por el carácter a todas luces insostenible de ese desarrollo basado en la ampliación constante de la exportación de materias primas para otras economías.
Este proceso de maduración cultural ha experimentado un creciente impulso en el siglo XXI. Desde arriba, la región ha conocido un notorio crecimiento de la institucionalidad ambiental, que ha trasladado al interior de los Estados – sin resolverlo – el conflicto entre crecimiento económico extractivista y sostenibilidad del desarrollo humano. Desde abajo, la resistencia indígena y campesina a la expropiación de su patrimonio natural y la lucha por sus derechos políticos se combina con la de los sectores urbanos medios y pobres por sus derechos ambientales básicos.
En ese marco, ha ido tomando cuerpo en América Latina una corriente de actividad intelectual que, desde las Humanidades como desde las ciencias y las artes, expresa lo que Enrique Leff ha llamado el “nuevo pensamiento ambiental” de la región. Formada en lo mejor de la tradición académica Occidental, y en estrecho contacto con los nuevos movimientos sociales de la región, esa intelectualidad ha conseguido articular el ambientalismo latinoamericano con el ambientalismo global, y con los procesos de transformación política, social, cultural, ambiental y económico que están en curso en toda la región.
Esta intelectualidad participa hoy en el desarrollo de campos nuevos del conocimiento – como la historia ambiental, la ecología política y la economía ecológica -, y su producción en todos ellos constituye, ya, parte integrante de la cultura ambiental que surge de la crisis global. Uno de sus voceros más característicos, el teólogo brasileño Leonardo Boff, ha expresado así la sustancia fundamental de esa relación:
Hasta el momento presente, el sueño del hombre occidental y blanco, universalizado por la globalización, era dominar la Tierra y someter a todos los demás seres para así obtener beneficios de forma ilimitada. Ese sueño, cuatro siglos después, se ha transformado en una pesadilla.[…] Por eso, se impone reconstruir nuestra humanidad y nuestra civilización mediante otro tipo de relación con la Tierra […] para conseguir que perduren las condiciones de mantenimiento y de reproducción que sustentan la vida en el planeta. Eso solo ocurrirá si rehacemos el pacto natural con la Tierra y si consideramos que todos los seres vivos, portadores del mismo código genético de base, forman la gran comunidad de vida. Todos ellos tienen valor intrínseco y son por eso sujetos de derechos.
Y añade enseguida la siguiente enumeración de lo que llama “los derechos de la Madre Tierra”: el derecho de regeneración de la biocapacidad de la Madre Tierra; a la vida de todos los seres vivos, especialmente de aquellos amenazados de extinción; a una vida pura, “porque la Madre Tierra tiene el derecho de vivir libre de contaminación y de polución”; al vivir bien de todos los ciudadanos; a la armonía y al equilibrio con todas las cosas, y el derecho a la conexión con el Todo del que somos parte.
Crecer con el mundo, para ayudarlo a cambiar
La crisis ambiental hace parte de una circunstancia inédita en el desarrollo del moderno sistema mundial, que expresa un cambio de época antes que una época de cambios. En nuestra América, esto da lugar a un período de transición en el que emergen nuevamente viejos conflictos no resueltos, en el marco de situaciones enteramente nuevas, y emerge una cultura de la naturaleza que combina reivindicaciones democráticas de orden general con valores y visiones provenientes de las culturas indígenas, afroamericanas y mestizas, y de una intelectualidad de capas medias cada vez más estrechamente vinculada al ambientalismo global.
Esa cultura toma forma tanto desde el diálogo y la confrontación entre sus propios componentes, como en su contraposición a políticas estatales a menudo estrechamente asociadas a los intereses de organismos financieros internacionales, y a complejos procesos de búsqueda de acuerdos sobre temas ambientales en el sistema interestatal. En este proceso de transición, todo el pasado actúa en todos los momentos del presente, de modo que la legitimidad técnica que alegan las políticas estatales se enfrenta a la legitimidad histórica y cultural de los movimientos que las confrontan, dando lugar a un proceso de creación de opciones de desarrollo de gran vigor y diversidad.
En esta perspectiva, la dimensión cultural de la crisis no es un mero añadido a sus dimensiones ecológica, económica, tecnológica, social y política, sino la expresión más acabada de las interacciones entre todas ellas. De esas interacciones aflora ya en nuestra cultura de la naturaleza una conclusión que puede ser tan estimulante para unos como inquietante para otros, pero que es ineludible para todos: que siendo el ambiente el resultado de las interacciones entre la sociedad y su entorno natural a lo largo del tiempo, si se desea un ambiente distinto es necesario crear sociedades diferentes.
Identificar esa diferencia, y los modos de ejercerla, es el desafío fundamental que nos plantea la crisis ambiental, en América Latina como en cada una de las sociedades del planeta. Precisamente por eso, las transformaciones, conflictos, rupturas y opciones de salida que emergen en el ordenamiento socioambiental latinoamericano en la transición del siglo XX al XXI definen también los términos de la participación de nuestra América en la crisis ambiental global, y plantean problemas que deben ser resueltos desde la región, en diálogo y concertación con el resto de las sociedades del Planeta.
Crecemos con el mundo, para ayudarlo a cambiar en dirección a la utopía de Boff, que nos define.
A primera vista, la crisis ambiental que encara hoy América Latina recuerda a la que conoció la Europa Noratlántica a comienzos del siglo XIX, como consecuencia de la primera Revolución Industrial: una combinación de crecimiento económico con deterioro social y degradación ambiental, expresada en la sobrexplotación de recursos naturales, la expansión urbana desordenada, y la contaminación masiva del aire, el agua y los suelos. Hay, sin embargo, diferencias de escala, tiempo, cultura y función en el desarrollo del moderno sistema mundial que desbordan esta comparación.
Aquella Europa, en efecto, tenía en su núcleo fundamental – conformado por Inglaterra, Francia y Alemania – una población de unos 60 millones de personas, que habitaban un territorio de algo más de un millón y cuarto de kilómetros cuadrados. La Revolución Industrial allí concentrada, además, contribuía a acelerar el proceso de organización del primer mercado de escala mundial en la historia de la especie humana, estructurado en una relación de centro – periferia, que incluiría a la América Noratlántica en el primero, y a la América Latina, África y Asia en la segunda.
Nuestra región contaba entonces con unos 15 millones de habitantes, de los cuales más del 90% residía en áreas rurales, distribuidos en una superficie de algo más de 21 millones de kilómetros cuadrados, e iniciaba apenas la ruta que la llevaría a convertirse en un importante proveedor de minerales, alimentos y materias primas para las economías Noratlánticas, encaminadas a convertirse en el taller industrial del mundo. Sin duda alguna, la huella ecológica de aquel proceso europeo – que en su desarrollo terminaría por generar la crisis ambiental global que hoy debe encarar nuestra especie – se hizo sentir en América Latina desde el propio siglo XVI. De allí, esa huella vino a acentuarse en magnitud y complejidad hasta nuestros días, en la medida en que la región se fue convirtiendo en un abastecedor de alimentos, minerales, y otras materias primas que demandaba entonces aquel taller industrial, y demandan hoy los que lo han sucedido, en particular en la región de Asia Pacífico.
En ese marco histórico de larga duración, nuestra América Latina tiene hoy unos 600 millones de habitantes, de los cuales cerca del 80% reside en áreas urbanas, entre las que se cuentan cuatro megaciudades – México, Sao Paulo, Buenos Aires y Rio de Janeiro – en las que residen más de 55 millones de personas. Desde mediados de la década de 1990, además, la región se ha constituido en una importante frontera de recursos, a través de un proceso masivo de transformación del patrimonio natural de sus poblaciones indígenas y campesinas en capital natural al servicio de la economía global.[ii]
En el mismo proceso, América Latina ha venido a constituirse también en uno de los centros más importantes de desarrollo del nuevo pensamiento ambiental, vinculado a tres fuentes principales: la tradición de pensamiento e investigación sobre los problemas económicos y sociales de la región, en desarrollo desde fines del siglo XVIII y que anima a importantes entidades como la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) de 1948 a nuestros días; la presencia de una intelectualidad de capas medias estrechamente vinculada a la trama cada vez más densa del ambientalismo global, y los nuevos movimientos sociales del campo y de las periferias urbanas, que han conocido un notable desarrollo, sobre todo en la defensa de sus derechos de acceso a recursos naturales y a un ambiente sano. Comprender la crisis ambiental de América Latina implica, así, dos tareas: explicarla desde sí misma y, al propio tiempo, entenderla en su relación con la crisis global. A ese doble propósito apunta este ejercicio de síntesis.
Los tiempos del tiempo
En su ya clásico ensayo de 1990 “Transformaciones de la Tierra”, Donald Worster plantea la necesidad de que el abordaje en perspectiva histórica de los problemas ambientales combine tres niveles de análisis interdependientes entre sí. El primero se refiere a “la estructura y distribución de los ambientes naturales en el pasado”; el segundo, a la tecnología productiva en cuanto interactúa con esos ambientes – a partir del concepto de modo de producción, en cuanto hace referencia “no sólo a la organización del trabajo humano y la maquinaria, sino también a la transformación de la naturaleza”, en un proceso que a su vez conduce a la reestructuración de la propia sociedad -, y en tercer lugar a “las ideologías, éticas, leyes y mitos [que] se hacen parte del diálogo de un individuo o un grupo con la naturaleza”.(Worster, 1993: 48, 49) Este abordaje tiene una gran utilidad en el tema que nos ocupa.
El espacio y sus recursos
La historia de los ecosistemas presentes en el espacio que hoy abarca nuestra América se remonta a un proceso que – tras la desintegración de Pangea hace unos 200 millones de años– vino a culminar, unos cuatro millones de años atrás con la formación del Istmo de Panamá, que vinculó físicamente a las grandes masas que hoy conocemos como Norte y Suramérica. En ese espacio se ubica una vasta y compleja diversidad de ecosistemas, que van desde desiertos extremadamente secos hasta bosques tropicales muy húmedos, y desde humedales marino – costeros hasta altiplanos de cuatro mil metros de altura.[iii]
La descripción de esos ecosistemas en su relación con el panorama global del ambiente no es sencilla, y demanda la referencia a fuentes muy diversas.[iv] Así, por ejemplo, el Fondo de Población de las Naciones Unidas destaca que la región cuenta con “1995 millones de hectáreas de las cuales 576 millones son reservas cultivables.” En el año 2000, agrega, la región poseía “25% de las áreas boscosas del mundo, el 92% localizadas en Brasil y Perú”, al tiempo que Brasil, Colombia, Ecuador, México, Perú y Venezuela se cuentan “entre las naciones consideradas de megadiversidad biológica y albergan entre 60 y 70% de todas las formas de vida del planeta.” Y a esto se añade que la América Latina “recibe el 29% de la precipitación mundial y posee una tercera parte de los recursos hídricos renovables del mundo.” Para el informe GEO 5, esto representa aproximadamente “el 23% de los bosques del mundo; el 31% de sus recursos de agua dulce y seis de los 17 países megadiversos del mundo.” (PNUMA, 2012: 319). Por su parte, un informe elaborado por la CEPAL y UNASUR indica que América Latina cuenta con importantes reservas de minerales e hidrocarburos, y sus reservas de agua equivalen al 70% de las del continente americano.[v]
Al propio tiempo, los problemas ambientales más visibles de la región en el siglo XXI incluyen vastos y complejos procesos de degradación de suelos por erosión y contaminación; pérdida de bosques por deforestación; deterioro de la biodiversidad debido a la fragmentación y pérdida de hábitats; deterioro de cuencas y cursos de agua en una circunstancia de incremento de la demanda de ese recurso; deterioro y sobrexplotación de recursos marino costeros, y deterioro acelerado de las áreas urbanas, que se expresa en un incremento de la demanda de servicios básicos – agua, drenaje, energía, recolección de desechos -, lo cual se traduce en una huella ecológica de alcance cada vez mayor.[vi] Todo esto, por último, se combina con – y se ve agravado por – otros dos factores que no cabe eludir.
El primero de esos factores consiste en una persistente combinación de crecimiento económico con desigualdad social, que tiende a mantener en condiciones de pobreza a cerca del 30% de la población, mientras concentra el 30% de la riqueza en el 10% de población con más altos ingresos. El segundo, en una creciente intensidad y complejidad de los conflictos socioambientales en las zonas urbanas y rurales, vinculada tanto al carácter mismo de ese crecimiento económico con desigualdad social como a una conciencia de lo ambiental como problema social y político – y no solo económico y ecológico – entre sectores cada vez más amplios de las capas medias educadas, y de los nuevos movimientos sociales que emergen en el campo como en las ciudades.
La especie y su desarrollo
La circunstancia descrita expresa los términos en que nuestra América participa en una crisis global que, al decir de organizaciones como la Alianza del Milenio por la Humanidad y la Biosfera – una coalición internacional de científicos con centro en la Universidad de Stanford, California -, plantea cinco amenazas principales a nuestra especie: las alteraciones del clima; las extinciones; la pérdida de la diversidad de los ecosistemas; la contaminación, y el incremento de la población humana y del consumo de recursos. El carácter global de esa crisis, y el alcance y significado de la participación en ella de la región latinoamericana, demandan un abordaje en perspectiva histórica que combina al menos tres tiempos distintos, que se subsumen el uno en el otro hasta conformar el proceso mayor que nos ocupa.
El primero de esos tiempos corresponde a la larga duración de la presencia humana en el espacio americano. Esa presencia, en efecto, se remonta un periodo de entre 30 y 20,000 años de interacción entre los humanos y el mundo natural anterior a la Conquista europea de 1500 – 1550. El segundo tiempo, de mediana duración, corresponde al período de control europeo del espacio latinoamericano. Ese control operó hasta mediados del siglo XVIII a partir de la creación de sociedades tributarias sustentadas en formas de organización económica no capitalistas – como la comuna indígena, el mayorazgo feudal y la gran propiedad eclesiástica -, para descomponerse a lo largo del período 1750 – 1850 a partir del interés de las Monarquías española y portuguesa por incrementar la renta colonial de sus posesiones americanas, primero, y después por el de los grupos dominantes en esas posesiones por asumir esa tarea en su propio beneficio. Por lo mismo, también, ese control operó allí donde existían las condiciones – mano de obra, recursos y acceso a vías de comunicación con Europa -que lo hacían posible y necesario, pero no lo hizo sino nominalmente allí donde esas condiciones no existían.[vii]
El tercer tiempo aludido, finalmente – de duración menor pero intensidad mucho mayor en lo que hace a sus consecuencias ambientales-, se extiende a lo largo del período 1870 – 1970, y corresponde al desarrollo de formas capitalistas de relación entre los sistemas sociales y los sistemas naturales de la región, hasta ingresar de 1980 en adelante en un proceso de crisis y transición aún en curso. En el punto de partida de este período se encuentra la Reforma Liberal que siguió a las revoluciones de independencia de 1810, y que para 1875 había conseguido crear los mercados de tierra y de trabajo necesarios para abrir paso a formas capitalistas de organización de las relaciones de las nuevas sociedades nacionales y su entorno natural. Así, la creciente demanda Noratlántica de materias primas pasó a ser satisfecha mediante emprendimientos mineros y agropecuarios de un tipo enteramente nuevo, sobre todo en terrenos que a menudo habían tenido hasta entonces una importancia marginal, como ocurrió por ejemplo en el caso de Guatemala, con la transformación de grandes áreas de bosque nuboso en cafetales, según lo describe José Martí en el conocido escrito que dedicó a ese país en 1878.[viii]
El proceso así iniciado tuvo una expansión sostenida a lo largo de la mayor parte del siglo XX, bajo formas políticas, económicas y tecnológicas de organización muy diversas, desde el peonaje semi servil de las explotaciones oligárquicas hasta la creación de enclaves de capital extranjero y de mercados protegidos para empresas estatales y de capital nacional. Las consecuencias de todo ello fueron sintetizadas en los siguientes términos por el geógrafo chileno Pedro Cunill:
Durante el período histórico que va de 1930 a 1990 se hizo evidente un sostenido avance en el poblamiento del espacio geográfico latinoamericano que cubre 20 446 082 de km2 de tierras continentales e insulares. Se nota tanto una persistente tendencia a concentrar paisajes urbanos consolidados y sub-integrados como una importante ocupación espontánea de zonas tradicionalmente despobladas, en particular en el interior y el sur de América meridional, transformaciones geohistóricas que han ocasionado como secuela ambiental el fin de la ilusión colectiva de preservar a Latinoamérica como un conjunto territorial con extensos paisajes virtualmente vírgenes y recursos naturales ilimitados.(1995: 9)
Con ello, añadía Cunill, llegó el fin “de los espacios latinoamericanos ilimitados e inextinguibles”, que incluso dejaron de operar como barreras al desarrollo económico, en la medida que las sociedades nacionales
al configurar sus lindes con su devenir histórico, con avances y contradicciones, han traspasado incluso las aparentes fronteras naturales, que hasta fines de los cuarenta aparecían como insalvables, especialmente en el interior sudamericano. (1995:15)
De entonces data, en efecto, el inicio del doble proceso de crecimiento urbano y transformación de las regiones interiores en fronteras de recursos que – en íntima asociación con las estructuras de poder que hacen persistente la inequidad en el acceso a los frutos del crecimiento económico -, se encuentran en el núcleo mismo de la crisis ambiental en América Latina.
La mayor dificultad que nos presenta la comprensión de esta crisis radica en el modo en que en ella operan todos los tiempos del proceso histórico que ha conducido al período de transición que ella expresa. Ninguno de los procesos anteriores, en efecto, se agota en sí mismo. Por el contrario, cada uno aporta premisas y consecuencias que contribuyen a definir el desarrollo del siguiente. Así, por ejemplo, el hecho de que el espacio americano fuese el último en ser ocupado por los humanos en su expansión por el planeta, y que eso hubiera ocurrido cuando nuestra especie aún tenía por delante un camino de 10 mil años antes de transitar hacia el desarrollo de la agricultura, y de 16,000 para ingresar a la edad de los metales es un factor contribuyente a la función de reserva de recursos naturales que América Latina desempeña en la crisis ambiental global.
Ese factor se vio potenciado, a su vez, por el hecho de que cuando esos cambios ocurrieron en el mundo eurasiático y africano, los humanos de América se encontraban ya aislados del resto de su especie, y debieron encarar su propio desarrollo sin el beneficio de los intercambios tecnológicos y culturales que tanto favorecieron a sus semejantes de esas otras regiones.[ix] Así, al ocurrir la Conquista europea, las sociedades aborígenes más avanzadas estaban apenas en los inicios de la transición a la edad de los metales, y los yacimientos minerales del espacio americano estaban virtualmente intactos. Tampoco había ocurrido la domesticación de especies animales mayores, aunque estaba muy avanzada la modificación de los ecosistemas naturales por una agricultura relativamente tardía pero ya muy sofisticada, sobre todo en los núcleos civilizatorios mesoamericano y andino. Por otra parte, todas las modalidades de relación con la naturaleza anteriores a la edad de los metales – salvo el nomadismo pastoril – estaban presentes en el espacio americano, que por lo mismo albergaba una asombrosa diversidad de culturas y regímenes de organización social y política, desde las bandas nómadas dedicadas a la caza y la recolección hasta formaciones estatales que algunos han llamado de tipo “mesopotámico”, sustentadas en el trabajo de comunidades agrarias.
La Conquista, como sabemos, tuvo un vasto impacto demográfico, social, político – cultural y ambiental, que se expresó en una radical transformación del ordenamiento territorial y los paisajes de la región. Al respecto, existen estimaciones sobre la población aborigen de América al momento del contacto con los europeos, que oscilan entre un máximo de 150 millones y un mínimo de 40 millones de personas. Hay acuerdo, en todo caso, acerca de la magnitud del colapso en lo general. Así, se estima que la población indígena se vio reducida en un orden del 75 al 95 por ciento a lo largo del siglo XVI. Otras estimaciones consideran que a fines del siglo XV la población americana podía representar cerca del 20% del total de la humanidad, se había reducido al 3% un siglo después, y había iniciado hacia mediados del siglo XVIII. (Castro, 1995: 125) Esa reducción general, al propio tiempo, tuvo un impacto menor en las áreas de mayor desarrollo cultural, y mayor en las de menor desarrollo, con consecuencias que se extienden hasta nuestros días.
En todo caso, tras un complejo proceso de transición que para las sociedades aborígenes revistió un carácter apocalíptico, la nueva Iberoamérica pasó a ser organizada “desde fuera y desde arriba”, en una red de asentamientos humanos organizados en torno a centros de actividad económica – minera, primero, y luego también agropecuaria – dependientes de mano de obra servil en casos como el de Mesoamérica y el altiplano andino, o esclava, sobre todo en el espacio caribeño y el litoral Atlántico. Todo ello dio lugar, así, a un vasto proceso de reordenamiento de la presencia humana en el espacio iberoamericano, que vino a desembocar en cuatros grandes áreas etno – sociales.
Una de ellas tuvo y tiene, sin duda, un claro carácter indoamericano, al que contribuyeron tanto la feudalidad de la cultura de los conquistadores como ciertos rasgos “de la organización política prehispánica en las áreas nucleares, así como la estratificación de sus sociedades con marcadas diferencias entre la élite y los gobernados”, que “facilitaron la dominación colonial”, al decir de Julio Solórzano.
Las masas campesinas de Mesoamérica y el altiplano Andino, en efecto, además de constituir las mayores concentraciones de población al momento de la Conquista,
estaban acostumbradas a obedecer y pagar tributo a los varios organismos administrativos de dominación. Las guerras de saqueo y conquista eran corrientes entre los señoríos prehispánicos. Con frecuencia, caían bajo el dominio extranjero y se veían obligados a pagar tributos, aceptar colonos y nuevas dinastías reinantes, así como adoptar distintos cultos religiosos. (Solórzano, 2009: 593)
A esa incorporación también contribuyó el hecho de que “gracias a la alta densidad de población en las áreas nucleares (Mesoamérica y el Área Andina),” se mantuvo allí “un importante remanente demográfico, a partir del cual se inició posteriormente un nuevo incremento poblacional”, mientras “en las regiones habitadas por grupos tribales y cacicazgos,” la combinación de la explotación excesiva, las epidemias y la desorganización de los modos de vida anteriores, condujo a “la casi extinción de la población indígena de la que solo sobrevivieron grupos aislados.”(Solórzano, 2009: 595)
La importación de esclavos africanos para compensar la pérdida de la mano de obra indígena – en particular en el espacio caribeño y el Nordeste brasileño -, que se aceleró entre fines del XVIII y mediados del XIX para atender la demanda europea y norteamericana de bienes como el azúcar, el café y el cacao, dio lugar a la formación de un espacio afroamericano con rasgos socioculturales y productivos característicos.[x] Y a este se agregaron otros dos: un espacio mestizo de fuerte presencia europea, presente en las zonas agroganaderas de la cuenca baja del Plata y del centro de Chile, y un vasto conjunto de regiones interiores, transformadas en zonas de refugio de población indígena, mestiza y afroamericana que se desligaba del control colonial, y retornaba a formas de producción y consumo no mercantiles.
En esas regiones interiores vino a formarse, así, una vasta frontera de recursos – inexplotados unos, restaurados otros, como las selvas que pasaron a ocupar áreas antes cultivadas en casos como los de Darién panameño, el litoral Atlántico mesoamericano y la Amazonía, y que incluyó también el extremo Sur de Argentina y Chile. Salvo este último caso, anexadas de hecho por sus respectivos Estados nacionales entre fines del siglo XIX y las primeras décadas del XX, la mayor parte de estas regiones interiores permanecerían al margen de la producción para el mercado hasta mediados o fines del siglo XX, como lo señala Pedro Cunill.
La cultura
La crisis que hoy enfrentan las sociedades latinoamericanas en sus relaciones con el mundo natural incluye, también, la de sus visiones acerca de ese mundo y esas relaciones. En esa crisis afloran las viejas contradicciones y conflictos entre las culturas de los conquistados y los conquistadores del siglo XVI que, tras la Reforma Liberal de 1825 – 1875, reemergerían en el conflicto entre los expropiadores y los expropiados, con el añadido de la creciente importancia que vendrían a tener, y tienen, las grandes corporaciones Noratlánticas – y asiáticas también, hoy – que pasaron a ser las principales organizadoras de la explotación de los recursos naturales de la región.
En esta perspectiva, el rasgo dominante en la cultura latinoamericana de la naturaleza ha sido, y en gran medida sigue siendo, el de la fractura evidente entre las visiones de quienes dominan y quienes padecen las formas de organización de las relaciones entre las sociedades de la región y su entorno natural. Esta contradicción se expresa en la coexistencia usualmente pasiva, a veces antagónica, entre una cultura dominante que ha evolucionado en torno a ideales de lucha de evidente filiación Noratlántica – como la de la civilización contra la barbarie, primero; del progreso contra el atraso, después, y finalmente del desarrollo contra el subdesarrollo-, y un conjunto de culturas subordinadas – sobre todo de raíz indo y afroamericana – que se han desarrollado desde otras raíces y en lucha constante contra esas visiones dominantes.
Al respecto, además, ha desempeñado un importante papel el hecho, señalado por Antonio Gramsci a comienzos de la década de 1930, de que las estructuras fundamentales de organización cultural en las sociedades latinoamericanas hasta comienzos del siglo XX fueron las correspondientes a “la civilización española y portuguesa de los siglos XVI y XVII caracterizada por la Contrarreforma y el militarismo.” En dichas estructuras, agrega, las categorías de intelectuales dominantes fueron “el clero y el ejército”, a las que cabría agregar la de los letrados al servicio de la administración estatal. En esa circunstancia, en sociedades organizadas en torno a la gran propiedad terrateniente, de base industrial muy restrigidase y carentes de superestructuras complejas, “la mayor cantidad de intelectuales es de tipo rural (…) ligados al clero y a los grandes propietarios.” (1999: 194)
Por contraste con el mundo Noratlántico, a lo largo de los siglos XVIII y XIX resalta en América Latina la ausencia de una intelectualidad de capas medias vigorosa y bien educada, capaz de expresar en el interés general de sus sociedades, del tipo de la que conocieran las sociedades Noratlánticas desde fines del siglo XVIII, y que diera de sí a científicos de extracción modesta como Alfred Russell Wallace que actuaran por derecho propio como interlocutores con sus pares de origen social más elevado, como Charles Darwin. En efecto, la concentración de la propiedad agraria en manos de una casta oligárquica bloqueó en América Latina el desarrollo de aquel tipo de clase media rural “que produjo a intelectuales como Gilbert White en Gran Bretaña y Henry David Thoreau en los Estados Unidos,” en el período que nos interesa.
De este modo, la cultura de la naturaleza en América Latina nace escindida entre una visión dominante oligárquica, centrada en una visión de lucha de la civilización contra la barbarie, y una multiplicidad de visiones populares cercanas al animismo y de fuerte carácter comunitario. Así, en las grandes obras de la narrativa culta que expresan el proceso de formación de las modernas identidades nacionales – desde La Vorágine, de José Eustacio Rivera y Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos, hasta Cien Años de Soledad, de Gabriel García Márquez y La Casa Verde de Mario Vargas Llosa -, la naturaleza figura como un elemento amenazante, que finalmente escapa a todo control racional. Por contraste, la cultura popular tiende a un tono de celebración, que llega a alcanzar gran delicadeza en la música de autores como el dominicano Juan Luis Guerra, ya a fines del siglo XX.
La gran excepción en este panorama escindido se encuentra, sin duda alguna, en la obra de José Martí, en cuyas expresiones más acabadas – sobre todo el ensayo Nuestra América, de 1891, verdadera acta de nacimiento de nuestra contemporaneidad – la naturaleza adquiere un claro carácter de categoría cultural y política, a ser construida desde la realidad que expresa. Aun así, la obra de Martí en campos como éste está estrechamente asociada a una situación excepcional: su exilio en Nueva York entre 1881 y 1895, a lo largo del cual mantuvo un constante diálogo – “desde la crisis del liberalismo latinoamericano de su tiempo” ”(Castro, 1995:276) – con la cultura de la naturaleza que se expresaba en autores como Ralph Waldo Emerson y Walt Whitman, de clara vinculación con las mejores tradiciones democráticas de la sociedad norteamericana.[xi]
En América Latina esa intelectualidad moderna sólo viene a conformarse con la expansión industrial y el desarrollo urbano característicos de la segunda mitad del siglo XX. De la década de 1980 en adelante, esa intelectualidad estaba ya formada y activa, y su visión del mundo no reconocía ya el mero crecimiento económico como evidencia de los frutos del progreso y del avance hacia la civilización a través del desarrollo. Por el contrario, expresaban una creciente inquietud por el carácter a todas luces insostenible de ese desarrollo basado en la ampliación constante de la exportación de materias primas para otras economías.[xii]
Este proceso de maduración cultural ha experimentado un creciente impulso en el siglo XXI. Desde arriba, por así decirlo, la región ha conocido un notorio crecimiento de la institucionalidad ambiental, que ha trasladado al interior de los Estados – sin resolverlo – el conflicto entre crecimiento económico extractivista y sostenibilidad del desarrollo humano. Desde abajo, la resistencia indígena y campesina a la expropiación de su patrimonio natural y la lucha por sus derechos políticos se combina con la lucha de los sectores urbanos medios y pobres por sus derechos ambientales básicos. Esto anima el desarrollo de un ambientalismo contestatario, que – sobre todo en las sociedades que hoy se ubican en el espacio indoamericano – reivindica un pasado mítico anterior a la Conquista europea en el que habrían predominado relaciones armónicas con la naturaleza, en contraste con los procesos contemporáneos de crecimiento económico con deterioro social y degradación ambiental.[xiii]
En ese marco, ha ido tomando cuerpo en América Latina una corriente de actividad intelectual que, desde las Humanidades como desde las ciencias y las artes, expresa lo que Enrique Leff ha llamado el “nuevo pensamiento ambiental” de la región.[xiv] Formada en lo mejor de la tradición académica Occidental, y en estrecho contacto con los nuevos movimientos sociales de la región, esa intelectualidad ha conseguido articular el ambientalismo latinoamericano con el ambientalismo global, por un lado, mientras por el otro lo ha hecho con los procesos de transformación política, social, cultural, ambiental y económico que están en curso en toda la región.[xv] Esta intelectualidad participa hoy, junto a colegas de todo el mundo, en el desarrollo de campos nuevos del conocimiento – como la historia ambiental, la ecología política y la economía ecológica -, y su producción en todos ellos constituye, ya, parte integrante de la cultura ambiental que surge de la crisis global.
Crecer con el mundo, para ayudarlo a cambiar
La crisis ambiental hace parte de una circunstancia histórica inédita en el desarrollo del moderno sistema mundial, que expresa un cambio de época antes que una época de cambios. En el caso de nuestra América, esta crisis hace parte de un período de transición en el que emergen nuevamente viejos conflictos no resueltos, en el marco de situaciones enteramente nuevas, y va tomando forma una cultura de la naturaleza que combina reivindicaciones democráticas de orden general con valores y visiones provenientes de las culturas indígenas, afroamericanas y mestizas, y de una intelectualidad de capas medias cada vez más estrechamente vinculada al ambientalismo global.
Esa cultura toma forma tanto desde el diálogo y la confrontación entre sus propios componentes, como en su enfrentamiento con políticas estatales a menudo estrechamente asociadas a los intereses de organismos financieros internacionales, y de complejos procesos de búsqueda de acuerdos sobre temas ambientales en el sistema interestatal. En este doble proceso de transición, todo el pasado actúa en todos los momentos del presente. La legitimidad técnica que alegan las políticas estatales se enfrenta a la legitimidad histórica y cultural de los movimientos que las confrontan, dando lugar a un proceso de creación de opciones de desarrollo de extraordinario vigor y diversidad.
En esta perspectiva, la dimensión cultural de la crisis – esto es, aquélla en que se formulan las preguntas nuevas que estimulan el desarrollo de respuestas innovadoras – no es un mero añadido a sus dimensiones ecológica, económica, tecnológica, social y política, sino la expresión más acabada de las interacciones entre todas ellas. [xvi] De esa síntesis emerge ya en la cultura latinoamericana de la naturaleza – como un factor de importancia política decisiva -, una conclusión que puede ser tan estimulante para unos como inquietante para otros, pero es ineludible para todos. En efecto, en la medida en que el ambiente es el resultado de las interacciones entre la sociedad y su entorno natural a lo largo del tiempo, si se desea un ambiente distinto es necesario crear sociedades diferentes.
Este es el desafío fundamental que nos plantea la crisis ambiental, en América Latina como en cada una de las sociedades del planeta. Precisamente por eso, las transformaciones, conflictos, rupturas y opciones de salida que ocurren en el ordenamiento socio-ambiental latinoamericano en la transición del siglo XX al XXI definen también los términos de la participación de América Latina en la crisis ambiental global, y plantean problemas que deben ser resueltos desde la región, en diálogo y concertación con el resto de las sociedades del Planeta. Crecemos con el mundo, para ayudarlo a cambiar.
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[i] Panamá, 1950. Doctor en Estudios Latinoamericanos, Universidad Nacional Autónoma de México, 1995. Director de Investigación y Formación de la Fundación Ciudad del Saber, Panamá.
[ii] Al respecto, por ejemplo, el geógrafo chileno Pedro Cunill podía afirmar a mediados de aquella década que, “por las modalidades de espontaneidad en el establecimiento de formas de hábitat subintegrado, por la intensidad degradante de los diversos usos del suelo agropecuario y la expoliación de recursos forestales, mineros y energéticos, donde todo está dominado por el afán de lucro inmediato, se está iniciando una crisis prospectiva del patrimonio paisajístico latinoamericano, empobreciendo irreversiblemente sus opciones de movilización de paisajes y recursos naturales a corto plazo. De esta manera, las transformaciones del espacio geohistórico latinoamericano en el lapso 1930 – 1990 aparentemente modernizaron ciudades, minas y campos, e industrializaron parte significativa de sus territorios, aunque dañaron, al futuro inmediato del siglo XXI, gran parte de las posibilidades de un desarrollo sostenido y sustentable.” (1995: 188)
[iii] Al respecto, por ejemplo: Burkart, R; Marchetti, B., y Morello, J., 1995: “Grandes ecosistemas de México y Centroamérica”, y Morello, Jorge, 1995: “Grandes ecosistemas de Suramérica”
[iv] En este caso, por ejemplo: GEO 5, 2012; GEO LAC 3, 2010; FNUAP sobre Población y Desarrollo en América Latina y el Caribe; CEPAL / UNASUR 2013.
[vi] Existen múltiples descripciones y evaluaciones de estos procesos de deterioro ambiental, usualmente convergentes entre sí. Al respecto, se ha optado por utilizar primordialmente para este artículo aquellas provenientes de los informes GEO LAC 3 (2010) y GEO 5 (2012), elaborados por el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente, por su evidente carácter ecuménico.
[vii] Ese proceso de descomposición coincide, en la escala global, con el despliegue de aquella tendencia en el desarrollo del mercado mundial que Carlos Marx describe en los Grundrisse de 1857 – 1858 en los siguientes términos: “Así como el capital, pues, tiene por un lado la tendencia a crear siempre más plustrabajo, tiene también la tendencia integradora a crear más puntos de intercambio; vale decir, y desde el punto de vista de la plusvalía o plustrabajo absolutos, la tendencia a suscitar más plustrabajo como integración de sí misma; au fond, la de propagar la producción basada sobre el capital, o el modo de producción a él correspondiente. La tendencia a crear el mercado mundial está dada directamente en la idea misma del capital. Todo límite se le presenta como una barrera a salvar. […] El comercio ya no aparece aquí como función que posibilita a las producciones autónomas el intercambio de su excedente, sino como supuesto y momento esencialmente universales de la producción misma.” Y añade:“Por lo demás, la producción de plusvalor relativo – o sea la producción de plusvalor fundada en el incremento y desarrollo de las fuerzas productivas – requiere la producción de nuevo consumo; que el círculo consumidor dentro de la circulación se amplíe así como antes se amplió el círculo productivo. Primeramente: ampliación cuantitativa del consumo existente; segundo: creación de nuevas necesidades, difundiendo las existentes en un círculo más amplio; tercero: producción de nuevas necesidades y descubrimiento y creación de nuevos valores de uso. […] De ahí la exploración de la naturaleza entera, para descubrir nuevas propiedades útiles de las cosas; intercambio universal de los productos de todos los climas y países extranjeros; nuevas elaboraciones (artificiales) de los objetos naturales.” (Marx, 2007: I, 360 – 361)
[viii] “Y como da el Gobierno cuanto le piden, y por acá cede tierras, y por allá quita derechos, y al uno llama con halagos, y al otro protege con subvenciones, Salamá y Cobán están de fiesta, y ven día a día más crecida su ya considerable suma de huéspedes. […] Y es cosa de hacerse pronto dueño de más tierras que la casa de Zichy tuvo en Hungría, y tiene Osuna en España, y gozó en México Hernán Cortés. ¿Quién no compra aquellas inexploradas soledades, frondosas y repletas de promesas, si se venden a cincuenta pesos la caballería? Y como tienen por aquel departamento tan justa creencia en que, criando cabezas de ganado, se irá pronto a la cabeza de la fortuna, ¿quién no empaqueta libros y papeles – ¡aunque ellos no, que son los amigos del alma! – y se va, con sus arados y su cerca de alambre, camino de la Alta Verapaz?”
(1975, VII, 133)
[ix] Al respecto, por ejemplo, Juan Carlos Solórzano nos recuerda que desde “el final de las glaciaciones, hace más de diez mil años y hasta el arribo de los europeos a fines del siglo XV, el continente americano había quedado prácticamente aislado del resto del mundo. Durante estos milenios de separación, los pueblos de América evolucionaron en forma autónoma respecto de las civilizaciones surgidas en Europa, Asia y África.” Y agrega: “Las culturas complejas en América despegaron tardíamente, en comparación con las del Viejo Mundo, en gran medida a consecuencia de la relativa escasez de granos y de lo que estos tardaron en evolucionar hasta convertirse en plantas de alto rendimiento por área sembrada. Las culturas americanas tuvieron que enfrentarse con la tarea de desarrollar el cultivo de plantas difíciles de domesticar durante un período mucho más largo que aquellas del Viejo Mundo, por lo que un soporte económico para el desarrollo de una compleja civilización agrícola no fue viable, sino hasta alrededor del 2000 a.C., en América del Sur, y 1500 a.C., en Mesoamérica, en tanto que en Oriente Próximo este proceso dio inicio hacia el 6500 a.C.” (2009: 591, 592)
[x] Diversas fuentes calculan, en términos generales, que fueron importados a las Américas cerca de 10 millones de esclavos africanos entre los siglos XVI y XIX. El mayor contingente, del orden de 2 millones de personas, fue importado entre fines del siglo XVIII y la década de 1870, en coincidencia con el auge de la economía de plantación en el Caribe y sus costas, y en el Sureste de los Estados Unidos. De allí cabe afirmar que el Caribe está donde la esclavitud estuvo y constituye, por lo mismo, el núcleo fundamental del espacio afroamericano.
[xi] Así, por ejemplo, aquella observación de mediados de 1885 que, para fines del siglo XX, serviría como uno de los puntos de partida para el desarrollo de una historia ambiental latinoamericana: “Cuando se estudia un acto histórico, o un acto individual, cuando se los descomponen en antecedentes, agrupaciones, accesiones, incidentes coadyuvantes e incidentes decisivos, cuando se observa como la idea más simple, o el acto más elemental, se componen de número no menor de elementos, y con no menor lentitud se forman, que una montaña, hecha de partículas de piedra, o un músculo hecho de tejidos menudísimos: cuando se ve que la intervención humana en la Naturaleza acelera, cambia o detiene la obra de ésta, y que toda la Historia es solamente la narración del trabajo de ajuste, y los combates, entre la Naturaleza extrahumana y la Naturaleza humana, parecen pueriles esas generalizaciones pretenciosas, derivadas de leyes absolutas naturales, cuya aplicación soporta constantemente la influencia de agentes inesperados y relativos.”(1975: XXIII, 44).
[xii] Dos antologías características de este período son: Sunkel, Osvaldo y Gligo, Nicolo (editores), 1980: Estilos de Desarrollo y Medio Ambiente en América Latina, que reúne a 45 autores y presenta 37 artículos además de la Introducción del propio Sunkel, y Gallopín, G.C.(compilador); Gómez, I.A.; Pérez, A.A. y Winograd, M. (colaboradores), 1995: El Futuro Ecológico de un Continente. Una visión prospectiva de la América Latina, que ofrece 19 artículos de otros tantos autores, además de la Introducción del propio Gallopín. Son de resaltar tanto la madurez y la riqueza intelectual del contenido de los textos como el compromiso de los autores con los mejores intereses de la región tal como eran percibidos en aquel momento, y la correspondencia de sus visiones con las preocupaciones crecientes sobre los problemas ambientales en el sistema internacional. La antología de 1980, en efecto, adelanta en muchos de sus planteamientos lo que vendría a ser planteado en 1987 por el informe Nuestro Futuro Común – más conocido como Informe Brundlandt – en relación a la necesidad de un desarrollo sostenible, mientras la de Gallopín ofrece una base de información de enorme riqueza para abordar desde la región los grandes acuerdos adoptados en la Cumbre de la Tierra organizada por las Naciones Unidas en Rio de Janeiro en 1992, mejor conocida como Rio 92 en el argot ambientalista.
[xiii] Como lo señala Juan Carlos Solórzano, “Las filiaciones entre las actuales sociedades latinoamericanas y sus antecesoras precolombinas, en gran medida se explican por las características de estas al momento del arribo de los europeos. Por esta razón, en las áreas nucleares de Mesoamérica y los Andes, la herencia cultural indígena es notoria y en la actualidad muchos de estos países reivindican el rico legado de sus antepasados.” (2009: 595). Esa reivindicación, utilizada en su momento por los grupos dominantes para justificar su derecho a la independencia y el gobierno, es ejercida ahora por los sectores populares para demandar una democracia participativa y una economía mucho más inclusiva y vinculada al bienestar de las mayorías sociales.
[xiv] Una de las expresiones más características de los puntos de partida de este nuevo ambientalismo puede ser hallada en el Manifiesto por la Vida. Por una ética de la sustentabilidad, publicado en 2002 como parte del libro Ética, Vidad, Sustentabilidad (Leff, 2002) y suscrito por una veintena de intelectuales de toda la región, que concluye afirmando que la ética para la sustentabilidad “es una ética del bien común” (Leff, 2002: 331).
[xv] Uno de los voceros más característicos de esta vinculación entre el ambientalismo y los nuevos movimientos sociales, el teólogo brasileño Leonardo Boff, expresa en los siguientes términos la sustancia fundamental de esa relación: “Hasta el momento presente, el sueño del hombre occidental y blanco, universalizado por la globalización, era dominar la Tierra y someter a todos los demás seres para así obtener beneficios de forma ilimitada. Ese sueño, cuatro siglos después, se ha transformado en una pesadilla. Como nunca antes, el apocalipsis puede ser provocado por nosotros mismos, escribió antes de morir el gran historiador Arnold Toynbee. Por eso, se impone reconstruir nuestra humanidad y nuestra civilización mediante otro tipo de relación con la Tierra para que sea sostenible. Es decir, para conseguir que perduren las condiciones de mantenimiento y de reproducción que sustentan la vida en el planeta. Eso solo ocurrirá si rehacemos el pacto natural con la Tierra y si consideramos que todos los seres vivos, portadores del mismo código genético de base, forman la gran comunidad de vida. Todos ellos tienen valor intrínseco y son por eso sujetos de derechos.” Y añade: “El Presidente de Bolivia, el indígena aymara Evo Morales Ayma, no cesa de repetir que el siglo XXI será el siglo de los derechos de la Madre Tierra, de la naturaleza y de todos los seres vivos. En su intervención en la ONU el día 22 de abril de 2009 […] enumeró resumidamente algunos los derechos de la Madre Tierra: el derecho de regeneración de la biocapacidad de la Madre Tierra; el derecho a la vida de todos los seres vivos, especialmente de aquellos amenazados de extinción; el derecho a una vida pura, porque la Madre Tierra tiene el derecho de vivir libre de contaminación y de polución; el derecho al vivir bien de todos los ciudadanos; el derecho a la armonía y al equilibrio con todas las cosas; el derecho a la conexión con el Todo del que somos parte.” (Boff: 2014)
[xvi] En este sentido, el aporte cultural de América Latina al desarrollo del ambientalismo global incide sobre todo en lo que hace al papel de las Humanidades en la comprensión de nuestras relaciones con la naturaleza, según lo planteara Donald Worster al señalar que “en el centro mismo de la historia ambiental debe plantearse el estudio de la evolución de las visiones de mundo, un estudio tan importante – al menos – como el de la reorganización ocurrida en el paisaje. Para ese estudio de la historia de las ideas necesitamos enfáticamente a las humanidades, con toda su experiencia, sus métodos, y sus tradiciones. Por esta vía, estamos abriendo una puerta en la muralla que separa a la naturaleza de la cultura, a la ciencia de la historia, a la materia de la idea. Con ello, sin embargo, no llegamos a un punto en el que desaparezcan todas las diferencias y todos los límites académicos, donde las categorías de naturaleza y cultura se vean completamente abolidas o subsumidas, sino a uno en el que estas distinciones son más permeables que antes. Ahora resulta más difícil de lo que pensábamos aislar a la naturaleza de la cultura, y viceversa. Los dos campos se encuentran vinculados por lazos inagotables de intercambios, interacciones y significados, de modo que constantemente colapsan el uno sobre el otro. Intentamos hacerlos claramente distintos entre sí, y con buenas razones: necesitamos intentar situarnos fuera de la cultura con frecuencia, y reconocer – como lo señalar una vez Henry Thoreau – “nuestros propios límites transgredidos”. Por otra parte, debemos tomar consciencia de que aquello que entendemos como naturaleza es un espejo ineludible que la cultura sostiene ante su medio ambiente, y en el que se refleja ella misma. La puerta que abrimos entre las dos culturas resulta ser así, finalmente, la de un pasaje que conduce a esta paradoja insoluble, que los humanos no podemos evadir.” (1996: 13)
A primera vista, la crisis ambiental que encara hoy América Latina recuerda a la que conoció la Europa Noratlántica a comienzos del siglo XIX, como consecuencia de la primera Revolución Industrial: una combinación de crecimiento económico con deterioro social y degradación ambiental, expresada en la sobrexplotación de recursos naturales, la expansión urbana desordenada, y la contaminación masiva del aire, el agua y los suelos. Hay, sin embargo, diferencias de escala, tiempo, cultura y función en el desarrollo del moderno sistema mundial que desbordan esta comparación.
Aquella Europa, en efecto, tenía en su núcleo fundamental – conformado por Inglaterra, Francia y Alemania – una población de unos 60 millones de personas, que habitaban un territorio de algo más de un millón y cuarto de kilómetros cuadrados. La Revolución Industrial allí concentrada, además, contribuía a acelerar el proceso de organización del primer mercado de escala mundial en la historia de la especie humana, estructurado en una relación de centro – periferia, que incluiría a la América Noratlántica en el primero, y a la América Latina, África y Asia en la segunda.
Nuestra región contaba entonces con unos 15 millones de habitantes, de los cuales más del 90% residía en áreas rurales, distribuidos en una superficie de algo más de 21 millones de kilómetros cuadrados, e iniciaba apenas la ruta que la llevaría a convertirse en un importante proveedor de minerales, alimentos y materias primas para las economías Noratlánticas, encaminadas a convertirse en el taller industrial del mundo. Sin duda alguna, la huella ecológica de aquel proceso europeo – que en su desarrollo terminaría por generar la crisis ambiental global que hoy debe encarar nuestra especie – se hizo sentir en América Latina desde el propio siglo XVI, para iniciar un proceso de acentuación aún en curso desde mediados del XIX, en la medida en que la región se fue convirtiendo en un abastecedor de alimentos, minerales y otras materias primas que demandaba entonces aquel taller industrial, y demandan hoy los que lo han sucedido, en particular en la región de Asia Pacífico.
La situación actual, en efecto, es enteramente nueva. América Latina tiene ya unos 600 millones de habitantes, de los cuales cerca del 80% reside en áreas urbanas, entre las que se cuentan cuatro megaciudades – México, Sao Paulo, Buenos Aires y Rio de Janeiro – en las que residen más de 55 millones de personas. Desde mediados de la década de 1990, además, la región se ha constituido en la más importante frontera de recursos en la economía global, a través de un proceso masivo de transformación del patrimonio natural de sus poblaciones indígenas y campesinas en capital natural al servicio de la economía global.[ii]
En el mismo proceso, América Latina ha venido a constituirse también en uno de los centros más importantes de desarrollo del nuevo pensamiento ambiental, vinculado a tres fuentes principales: la tradición de pensamiento e investigación sobre los problemas económicos y sociales de la región, en desarrollo desde fines del siglo XVIII y que anima a importantes entidades como la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) de 1948 a nuestros días; la presencia de una intelectualidad de capas medias estrechamente vinculada a la trama cada vez más densa del ambientalismo global, y los nuevos movimientos sociales del campo y de las periferias urbanas, que han conocido un notable desarrollo, sobre todo en la defensa de sus derechos de acceso a recursos naturales y a un ambiente sano. Comprender la crisis ambiental de América Latina implica, así, dos tareas: explicarla desde sí misma y, al propio tiempo, entenderla en su relación con la crisis global. A ese doble propósito apunta este ejercicio de síntesis.
Los tiempos del tiempo
En su ya clásico ensayo de 1990 “Transformaciones de la Tierra”, Donald Worster plantea la necesidad de que el abordaje en perspectiva histórica de los problemas ambientales combine tres niveles de análisis interdependientes entre sí. El primero se refiere a “la estructura y distribución de los ambientes naturales en el pasado”; el segundo, a la tecnología productiva en cuanto interactúa con esos ambientes – a partir del concepto de modo de producción, en cuanto hace referencia “no sólo a la organización del trabajo humano y la maquinaria, sino también a la transformación de la naturaleza”, en un proceso que a su vez conduce a la reestructuración de la propia sociedad -, y en tercer lugar a “las ideologías, éticas, leyes y mitos [que] se hacen parte del diálogo de un individuo o un grupo con la naturaleza”.(Worster, 1993: 48, 49) Este abordaje tiene una gran utilidad en el tema que nos ocupa.
El espacio y sus recursos
La crisis ambiental en América Latina se despliega, como hemos dicho, sobre una superficie de 22 millones de kilómetros cuadrados, y afecta directamente a unos 600 millones de seres humanos. La historia de sus ecosistemas se remonta a la conformación del espacio terrestre que hoy conocemos que – tras la desintegración de Pangea hace unos 200 millones de años– vino a culminar, unos cuatro millones de años atrás, con la formación del Istmo de Panamá, que vinculó físicamente a las grandes masas que hoy conocemos como Norte y Suramérica. En ese espacio se ubica una vasta y compleja diversidad de ecosistemas, que van desde desiertos extremadamente secos hasta bosques tropicales muy húmedos, y desde humedales marino – costeros hasta altiplanos de cuatro mil metros de altura.[iii]
La descripción de esos ecosistemas en su relación con el panorama global del ambiente no es sencilla, y demanda la referencia a fuentes muy diversas.[iv] Así, por ejemplo, el Fondo de Población de las Naciones Unidas destaca que la región cuenta con “1995 millones de hectáreas de las cuales 576 millones son reservas cultivables.” En el año 2000, agrega, la región poseía “25% de las áreas boscosas del mundo, el 92% localizadas en Brasil y Perú”, al tiempo que Brasil, Colombia, Ecuador, México, Perú y Venezuela se cuentan “entre las naciones consideradas de megadiversidad biológica y albergan entre 60 y 70% de todas las formas de vida del planeta.” Y a esto se añade que la América Latina “recibe el 29% de la precipitación mundial y posee una tercera parte de los recursos hídricos renovables del mundo.” Para el informe GEO 5, esto representa aproximadamente “el 23% de los bosques del mundo; el 31% de sus recursos de agua dulce y seis de los 17 países megadiversos del mundo.”(PNUMA, 2012: 319). Por su parte, un informe elaborado por la CEPAL y UNASUR indica que América Latina cuenta con importantes reservas de minerales e hidrocarburos, y sus reservas de agua equivalen al 70% de las del continente americano.[v]
Al propio tiempo, los problemas ambientales más visibles de la región en el siglo XXI incluyen vastos y complejos procesos de degradación de suelos por erosión y contaminación; pérdida de bosques por deforestación; deterioro de la biodiversidad debido a la fragmentación y pérdida de hábitats; deterioro de cuencas y cursos de agua en una circunstancia de incremento de la demanda de ese recurso; deterioro y sobrexplotación de recursos marino costeros, y deterioro acelerado de las áreas urbanas, que se expresa en un incremento de la demanda de servicios básicos – agua, drenaje, energía, recolección de desechos -, lo cual se traduce en una huella ecológica de alcance cada vez mayor.[vi] Esto, a su vez, se combina con – y se ve agravado por – una persistente combinación de crecimiento económico con desigualdad social, que tiende a mantener en condiciones de pobreza a cerca del 30% de la población, mientras concentra el 30% de la riqueza en el 10% de población con más altos ingresos.
La especie y su desarrollo
La circunstancia antes descrita expresa los términos en que América Latina participa en una crisis global que, al decir de organizaciones como la Alianza del Milenio por la Humanidad y la Biosfera – una coalición internacional de científicos con centro en la Universidad de Stanford, California -, plantea cinco amenazas principales a nuestra especie: las alteraciones del clima; las extinciones; la pérdida de la diversidad de los ecosistemas; la contaminación, y el incremento de la población humana y del consumo de recursos. El carácter global de esa crisis, y el alcance y significado de la participación en ella de la región latinoamericana, demandan un abordaje en perspectiva histórica que combina al menos tres tiempos distintos, que se subsumen el uno en el otro hasta conformar el proceso mayor que nos ocupa.
El primero de esos tiempos corresponde a la larga duración de la presencia humana en el espacio americano. Esa presencia, en efecto, operó a través de una gama muy amplia de modalidades de interacción con el medio natural americano a lo largo de entre 30 y 15,500 años de desarrollo anterior a la Conquista europea de 1500 – 1550, que dieron lugar a importantes procesos civilizatorios, en particular en Mesoamérica y el Altiplano andino. El segundo tiempo, de mediana duración, corresponde al período de control europeo del espacio latinoamericano. Ese control operó hasta mediados del siglo XVIII a partir de la creación de sociedades tributarias sustentadas en formas de organización económica no capitalistas – como la comuna indígena, el mayorazgo feudal y la gran propiedad eclesiástica -, para descomponerse a lo largo del período 1750 – 1850 a partir del interés de las Monarquías española y portuguesa por incrementar la renta colonial de sus posesiones americanas, primero, y después por el de los grupos dominantes en esas posesiones por asumir esa tarea en su propio beneficio. Por lo mismo, también, ese control operó allí donde existían las condiciones – mano de obra, recursos y acceso a vías de comunicación con Europa -que lo hacían posible y necesario, pero no lo hizo sino nominalmente allí donde esas condiciones no existían.[vii]
El tercer tiempo aludido, finalmente – de duración menor pero intensidad mucho mayor en lo que hace a sus consecuencias ambientales-, se extiende a lo largo del período 1870 – 1970, y corresponde al desarrollo de formas capitalistas de relación entre los sistemas sociales y los sistemas naturales de la región, hasta ingresar de 1980 en adelante en un proceso de crisis y transición aún en curso. En el punto de partida de este período se encuentra la Reforma Liberal que siguió a las revoluciones de independencia de 1810, y que para 1875 había conseguido crear los mercados de tierra y de trabajo necesarios para abrir paso a formas capitalistas de organización de las relaciones de las nuevas sociedades nacionales y su entorno natural. Así, la creciente demanda Noratlántica de materias primas pasó a ser satisfecha mediante emprendimientos mineros y agropecuarios de un tipo enteramente nuevo, sobre todo en terrenos que a menudo habían tenido hasta entonces una importancia marginal, como ocurrió por ejemplo en el caso de Guatemala, con la transformación de grandes áreas de bosque nuboso en cafetales, según lo describe José Martí en el conocido escrito que dedicó a ese país en 1878.[viii]
Este proceso, así iniciado, tuvo una expansión sostenida a lo largo de la mayor parte del siglo XX, bajo formas políticas, económicas y tecnológicas de organización muy diversas, desde el peonaje semi servil de las explotaciones oligárquicas hasta la creación de enclaves de capital extranjero y de mercados protegidos para empresas estatales. Las consecuencias de todo ello fueron sintetizadas en los siguientes términos por el geógrafo chileno Pedro Cunill:
Durante el período histórico que va de 1930 a 1990 se hizo evidente un sostenido avance en el poblamiento del espacio geográfico latinoamericano que cubre 20 446 082 de km2 de tierras continentales e insulares. Se nota tanto una persistente tendencia a concentrar paisajes urbanos consolidados y subintegrados como una importante ocupación espontánea de zonas tradicionalmente despobladas, en particular en el interior y el sur de América meridional, transformaciones geohistóricas que han ocasionado como secuela ambiental el fin de la ilusión colectiva de preservar a Latinoamérica como un conjunto territorial con extensos paisajes virtualmente vírgenes y recursos naturales ilimitados.(1995: 9)
Con ello, añadía Cunill, llegó el fin “de los espacios latinoamericanos ilimitados e inextinguibles”, que incluso dejaron de operar como barreras al desarrollo económico. “Las sociedades nacionales”, dice, “al configurar sus lindes con su devenir histórico, con avances y contradicciones, han traspasado incluso las aparentes fronteras naturales, que hasta fines de los cuarenta aparecían como insalvables, especialmente en el interior sudamericano.” (1995:15) De entonces data, en efecto, el inicio del doble proceso de crecimiento urbano y transformación de las regiones interiores en fronteras de recursos que – en íntima asociación con las estructuras de poder que hacen persistente la inequidad en el acceso a los frutos del crecimiento económico -, se encuentran en el núcleo mismo de la crisis ambiental en América Latina.
La mayor dificultad que nos presenta la comprensión de esta crisis radica en el modo en que en ella operan todos los tiempos del proceso histórico que ha conducido al período de transición que esa crisis expresa. Ninguno de los procesos anteriores, en efecto, se agota en sí mismo. Por el contrario, cada uno aporta premisas y consecuencias que contribuyen a definir el desarrollo del siguiente. Así, por ejemplo, el hecho de que el espacio americano fuese el último en ser ocupado por los humanos en su expansión por el planeta, y que eso hubiera ocurrido cuando nuestra especie aún tenía por delante un camino de 10 mil años antes de transitar hacia el desarrollo de la agricultura, y de 16,000 para ingresar a la edad de los metales es un factor contribuyente a la función de reserva de recursos naturales que América Latina desempeña en la crisis ambiental global .
Ese factor se vio potenciado, a su vez, por el hecho de que cuando esos cambios ocurrieron en el mundo eurasiático y africano, los humanos de América se encontraban ya aislados del resto de su especie, y debieron encarar su propio desarrollo sin el beneficio de los intercambios tecnológicos y culturales que tanto favorecieron a sus semejantes de esas otras regiones.[ix] Así, al ocurrir la Conquista europea, las sociedades aborígenes más avanzadas estaban apenas en los inicios de la transición a la edad de los metales, y los yacimientos minerales del espacio americano estaban virtualmente intactos. Tampoco había ocurrido la domesticación de especies animales mayores, aunque estaba muy avanzada la modificación de los ecosistemas naturales por una agricultura relativamente tardía pero ya muy sofisticada, sobre todo en los núcleos civilizatorios mesoamericano y andino. Por otra parte, todas las modalidades de relación con la naturaleza anteriores a la edad de los metales – salvo el nomadismo pastoril – estaban presentes en el espacio americano, que por lo mismo albergaba una asombrosa diversidad de culturas y regímenes de organización social y política, desde las bandas nómadas dedicadas a la caza y la recolección hasta formaciones estatales que algunos han llamado de tipo “mesopotámico”, sustentadas en el trabajo de comunidades agrarias.
La Conquista, como sabemos, tuvo un vasto impacto demográfico, social, político – cultural y ambiental, que se expresó en una radical transformación del ordenamiento territorial y los paisajes de la región. Al respecto, existen diversas estimaciones sobre la población aborigen de América al momento del contacto con los europeos, que oscilan entre un máximo de entre 90 y 150 millones y un mínimo de entre 40 y 60 millones de personas. Hay acuerdo, en todo caso, acerca de la magnitud del colapso en términos generales. Así, la población indígena se vio reducida en un orden del 75 al 95 por ciento a lo largo del siglo que inaugura la conquista, con respecto a la existente hacia 1500. Otras estimaciones consideran que en el momento del contacto la población americana podía representar cerca del 20% del total de la humanidad, que se había reducido al 3% un siglo, para iniciar su recuperación a mediados del siglo XVIII. (Castro, 1995: 125) Aun así, esa reducción general tuvo un impacto menor en las áreas de mayor desarrollo cultural, y mayor en las de menor desarrollo, como se indica enseguida, con consecuencias que se extienden hasta nuestros días.
En todo caso, tras un complejo proceso de transición que para las sociedades aborígenes revisitó un carácter apocalíptico, la nueva Iberoamérica pasó a ser organizada “desde fuera y desde arriba”, en una red de asentamientos humanos organizados en torno a centros de actividad económica – minera, primero, y luego también agropecuaria – dependientes de mano de obra servil en casos como el de Mesoamérica y el altiplano andino, o esclava, sobre todo en el espacio caribeño y el litoral Atlántico. Las nuevas sociedades que emergieron de aquel proceso pueden ser agrupadas en cuatros grandes áreas territoriales.
Una de ellas tuvo y tiene, sin duda, un claro carácter indoamericano, al que contribuyeron tanto la feudalidad de la cultura de los conquistadores como ciertos rasgos “de la organización política prehispánica en las áreas nucleares, así como la estratificación de sus sociedades con marcadas diferencias entre la élite y los gobernados”, que “facilitaron la dominación colonial.” Las masas campesinas de Mesoamérica y el altiplano Andino, además de constituir las mayores concentraciones de población al momento de la Conquista,
estaban acostumbradas a obedecer y pagar tributo a los varios organismos administrativos de dominación. Las guerras de saqueo y conquista eran corrientes entre los señoríos prehispánicos. Con frecuencia, caían bajo el dominio extranjero y se veían obligados a pagar tributos, aceptar colonos y nuevas dinastías reinantes, así como adoptar distintos cultos religiosos. (Solórzano, 2009: 593)
A esa incorporación también contribuyó el hecho de que “gracias a la alta densidad de población en las áreas nucleares (Mesoamérica y el Área Andina),” se mantuvo allí “un importante remanente demográfico, a partir del cual se inició posteriormente un nuevo incremento poblacional”, mientras “en las regiones habitadas por grupos tribales y cacicazgos,” la combinación de la explotación excesiva, las epidemias y la desorganización de los modos de vida anteriores, condujo a “la casi extinción de la población indígena de la que solo sobrevivieron grupos aislados.”(Solórzano, 2009: 595)
La importación de esclavos africanos para compensar la pérdida de la mano de obra indígena – en particular en el espacio caribeño y el Nordeste brasileño -, que se aceleró entre fines del XVIII y mediados del XIX para atender la demanda europea y norteamericana de bienes como el azúcar, el café y el cacao, dio lugar a la formación de un espacio afroamericano con rasgos socioculturales y productivos característicos.[x] Y a este se agregaron otros dos: un espacio mestizo de fuerte presencia europea, presente en las zonas agroganaderas de la cuenca baja del Plata y del centro de Chile, y un vasto conjunto de regiones interiores, transformadas en zonas de refugio de población indígena, mestiza y afroamericana que se desligaba del control colonial, que retornaba a formas de producción y consumo no mercantiles.
En esas regiones interiores vino a formarse, así, una vasta frontera de recursos – inexplotados unos, restaurados otros, como las selvas que pasaron a ocupar áreas antes cultivadas en casos como los de Darién panameño, el litoral Atlántico mesoamericano y la Amazonía, y el extremo Sur de Argentina y Chile. Salvo este último caso, anexadas de hecho por sus respectivos Estados nacionales entre fines del siglo XIX y las primeras décadas del XX, la mayor parte de estas regiones interiores permanecerían al margen de la producción para el mercado hasta mediados o fines del siglo XX, como lo señala Pedro Cunill.
La cultura
La crisis que hoy enfrentan las sociedades latinoamericanas en sus relaciones con el mundo natural incluye, también, la de sus visiones acerca de ese mundo y esas relaciones. En esa crisis afloran las viejas contradicciones y conflictos entre las culturas de los conquistados y los conquistadores del siglo XVI que, tras la Reforma Liberal de 1825 – 1875, reemergerían en el conflicto entre los expropiadores y los expropiados, con el añadido de la creciente importancia que vendrían a tener, y tienen, las grandes corporaciones Noratlánticas – y asiáticas también, hoy – que pasaron a ser las principales organizadoras de la explotación de los recursos naturales de la región.
En esta perspectiva, el rasgo dominante en la cultura latinoamericana de la naturaleza ha sido, y en gran medida sigue siendo, el de la fractura evidente entre las visiones de quienes dominan y quienes padecen las formas de organización de las relaciones entre las sociedades de la región y su entorno natural. Esta contradicción se expresa en la coexistencia usualmente pasiva, a veces antagónica, entre una cultura dominante que ha evolucionado en torno a ideales de lucha de evidente filiación Noratlántica – como la civilización contra la barbarie, primero; del progreso contra el atraso, después, y finalmente del desarrollo contra el subdesarrollo-, y un conjunto de culturas subordinadas – sobre todo de raíz indo y afroamericana – que se han desarrollado desde otras raíces y en lucha constante contra esas visiones dominantes.
Al respecto, además, ha desempeñado un importante papel el hecho, señalado por Antonio Gramsci a comienzos de la década de 1930, de que las estructuras fundamentales de organización cultural en las sociedades latinoamericanas hasta comienzos del siglo XX fueron las correspondientes a “la civilización española y portuguesa de los siglos XVI y XVII caracterizada por la Contrarreforma y el militarismo.” En dichas estructuras, agrega, las categorías de intelectuales dominantes fueron “el clero y el ejército”, a las que cabría agregar la de los letrados al servicio de la administración estatal. En esa circunstancia, en sociedades organizadas en torno a la gran propiedad terrateniente, de base industrial muy restrigidase y carentes de superestructuras complejas, “la mayor cantidad de intelectuales es de tipo rural (…) ligados al clero y a los grandes propietarios.” (1999: 194)
Por contraste con el mundo Noratlántico, a lo largo de los siglos XVIII y XIX resalta en América Latina la ausencia de una intelectualidad de capas medias vigorosa y bien educada, capaz de expresar en el interés general de sus sociedades, del tipo de la que conocieran las sociedades Noratlánticas desde fines del siglo XVIII, y que diera de sí a científicos de extracción modesta como Alfred Russell Wallace que actuaran por derecho propio como interlocutores con sus pares de origen social más elevado, como Charles Darwin. En efecto, la concentración de la propiedad agraria en manos de una casta oligárquica bloqueó en América Latina el desarrollo de aquel tipo de clase media rural “que produjo a intelectuales como Gilbert White en Gran Bretaña y Henry David Thoreau en los Estados Unidos,” en el período que nos interesa.
De este modo, la cultura de la naturaleza en América Latina nace escindida entre una visión dominante oligárquica, centrada en una visión de lucha de la civilización contra la barbarie, y una multiplicidad de visiones populares cercanas al animismo y de fuerte carácter comunitario. Así, en las grandes obras de la narrativa culta que expresan el proceso de formación de las modernas identidades nacionales – desde La Vorágine, de José Eustacio Rivera y Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos, hasta Cien Años de Soledad, de Gabriel García Márquez y La Casa Verde de Mario Vargas Llosa -, la naturaleza figura como un elemento amenazante, que finalmente escapa a todo control racional. Por contraste, la cultura popular tiende a un tono de celebración, que llega a alcanzar gran delicadeza en la música de autores como el dominicano Juan Luis Guerra, ya a fnes del siglo XX.
La gran excepción en este panorama escindido se encuentra, sin duda alguna, en la obra de José Martí, en cuyas expresiones más acabadas – sobre todo en el ensayo Nuestra América, de 1891, verdadera acta de nacimiento de nuestra contemporaneidad – la naturaleza adquiere un claro carácter de categoría cultural y política, a ser construida desde la realidad que expresa. Aun así, la obra de Martí en campos como éste está estrechamente asociada a una situación excepcional, su su exilio en Nueva York entre 1881 y 1895, a lo largo del cual mantuvo un constante diálogo – “desde la crisis del liberalismo latinoamericano de su tiempo” ”(Castro, 1995:276) – con la cultura de la naturaleza que se expresaba en autores como Ralph Waldo Emerson y Walt Whitman, de clara vinculación con las mejores tradiciones democráticas de la sociedad norteamericana.[xi]
En América Latina esa intelectualidad moderna sólo viene a conformarse con la expansión industrial y el desarrollo urbano característicos de la segunda mitad del siglo XX. De la década de 1980 en adelante, esa intelectualidad estaba ya formada y activa, y su visión del mundo no reconocía ya el mero crecimiento económico como evidencia de los frutos del progreso y del avance hacia la civilización a través del desarrollo. Por el contrario, expresaban una creciente inquietud por el carácter a todas luces insostenible de ese desarrollo basado en la ampliación constante de la exportación de materias primas para otras economías.[xii]
Este proceso de maduración cultural ha experimentado un creciente impulso en el siglo XXI. Desde arriba, por así decirlo, la región ha conocido un notorio crecimiento de la institucionalidad ambiental, que ha trasladado al interior de los Estados – sin resolverlo – el conflicto entre crecimiento económico extractivista y sostenibilidad del desarrollo humano. Desde abajo, la resistencia indígena y campesina a la expropiación de su patrimonio natural y la lucha por sus derechos políticos se combina con la lucha de los sectores urbanos medios y pobres por sus derechos ambientales básicos. Esto anima el desarrollo de un ambientalismo contestatario, que – sobre todo en las sociedades que hoy se ubican en el espacio indoamericano – reivindica un pasado mítico anterior a la Conquista europea en el que habrían predominado relaciones armónicas con la naturaleza, el cual confronta con el hecho ya descrito de procesos de crecimiento económico con deterioro social y degradación ambiental.[xiii]
En ese marco, ha ido tomando cuerpo en América Latina una corriente de actividad intelectual que, desde las Humanidades como desde las ciencias y las artes, expresa lo que Enrique Leff ha llamado el “nuevo pensamiento ambiental” de la región.[xiv] Formada en lo mejor de la tradición académica Occidental, y en estrecho contacto con los nuevos movimientos sociales de la región, esa intelectualidad ha conseguido articular el ambientalismo latinoamericano con el ambientalismo global, por un lado, mientras por el otro lo ha hecho con los procesos de transformación política, social, cultural, ambiental y económico que están en curso en toda la región.[xv] Esta intelectualidad participa hoy, junto a colegas de todo el mundo, en el desarrollo de campos nuevos del conocimiento – como la historia ambiental, la ecología política y la economía ecológica -, y su producción en todos ellos constituye, ya, parte integrante de la cultura ambiental que surge de la crisis global.
Crecer con el mundo, para ayudarlo a cambiar
La crisis ambiental hace parte de una circunstancia histórica inédita en el desarrollo del moderno sistema mundial, que expresa un cambio de época antes que una época de cambios. En el caso de América Latina, la crisis ambiental hace parte de un período de transición en el que emergen nuevamente viejos conflictos no resueltos, en el marco de situaciones enteramente nuevas, y va tomando forma una cultura de la naturaleza que combina reivindicaciones democráticas de orden general con valores y visiones provenientes de las culturas indígenas, afroamericanas y mestizas, y de una intelectualidad de capas medias cada vez más estrechamente vinculada al ambientalismo global.
Esa cultura toma forma tanto desde el diálogo y la confrontación entre sus propios componentes, como en su enfrentamiento con políticas estatales a menudo estrechamente asociadas a los intereses de organismos financieros internacionales, y de complejos procesos de búsqueda de acuerdos sobre temas ambientales en el sistema interestatal. En este doble proceso de transición, todo el pasado actúa en todos los momentos del presente. La legitimidad técnica que alegan las políticas estatales se enfrenta a la legitimidad histórica y cultural de los movimientos que las confrontan, dando lugar a un proceso de creación de opciones de desarrollo de extraordinario vigor y diversidad.
En esta perspectiva, la dimensión cultural de la crisis – esto es, aquélla en que se formulan las preguntas nuevas que estimulan el desarrollo de respuestas innovadoras – no es un mero añadido a sus dimensiones ecológica, económica, tecnológica, social y política, sino la expresión más acabada de las interacciones entre todas ellas. [xvi] De esa síntesis emerge ya en la cultura latinoamericana de la naturaleza – como un factor de importancia política decisiva -, una conclusión que puede ser tan estimulante para unos como inquietante para otros, pero es ineludible para todos. En efecto, en la medida en que el ambiente es el resultado de las interacciones entre la sociedad y su entorno natural a lo largo del tiempo, si se desea un ambiente distinto es necesario crear sociedades diferentes.
Este es el desafío fundamental que nos plantea la crisis ambiental, en América Latina como en cada una de las sociedades del planeta. Precisamente por eso, las transformaciones, conflictos, rupturas y opciones de salida que ocurren en el ordenamiento socio-ambiental latinoamericano en la transición del siglo XX al XXI definen también los términos de la participación de América Latina en la crisis ambiental global, y plantean problemas que deben ser resueltos desde la región, en diálogo y concertación con el resto de las sociedades del Planeta. Crecemos con el mundo, para ayudarlo a cambiar.
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[i] Panamá, 1950. Doctor en Estudios Latinoamericanos, Universidad Nacional Autónoma de México, 1995. Director de Investigación y Formación de la Fundación Ciudad del Saber, Panamá.
[ii] Al respecto, por ejemplo, el geógrafo chileno Pedro Cunill podía afirmar a mediados de aquella década que, “por las modalidades de espontaneidad en el establecimiento de formas de hábitat subintegrado, por la intensidad degradante de los diversos usos del suelo agropecuario y la expoliación de recursos forestales, mineros y energéticos, donde todo está dominado por el afán de lucro inmediato, se está iniciando una crisis prospectiva del patrimonio paisajístico latinoamericano, empobreciendo irreversiblemente sus opciones de movilización de paisajes y recursos naturales a corto plazo. De esta manera, las transformaciones del espacio geohistórico latinoamericano en el lapso 1930 – 1990 aparentemente modernizaron ciudades, minas y campos, e industrializaron parte significativa de sus territorios, aunque dañaron, al futuro inmediato del siglo XXI, gran parte de las posibilidades de un desarrollo sostenido y sustentable.” (1995: 188)
[iii] Al respecto, por ejemplo: Burkart, R; Marchetti, B., y Morello, J., 1995: “Grandes ecosistemas de México y Centroamérica”, y Morello, Jorge, 1995: “Grandes ecosistemas de Suramérica”
[iv] En este caso, por ejemplo: GEO 5, 2012; GEO LAC 3, 2010; FNUAP sobre Población y Desarrollo en América Latina y el Caribe; CEPAL / UNASUR 2013.
[vi] Existen múltiples descripciones y evaluaciones de estos procesos de deterioro ambiental, usualmente convergentes entre sí. Al respecto, se ha optado por utilizar primordialmente para este artículo aquellas provenientes de los informes GEO LAC 3 (2010) y GEO 5 (2012), elaborados por el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente, por su evidente carácter ecuménico.
[vii] Ese proceso de descomposición coincide, en la escala global, con el despliegue de aquella tendencia en el desarrollo del mercado mundial que Carlos Marx describe en los Grundrisse de 1857 – 1858 en los siguientes términos: “Así como el capital, pues, tiene por un lado la tendencia a crear siempre más plustrabajo, tiene también la tendencia integradora a crear más puntos de intercambio; vale decir, y desde el punto de vista de la plusvalía o plustrabajo absolutos, la tendencia a suscitar más plustrabajo como integración de sí misma; au fond, la de propagar la producción basada sobre el capital, o el modo de producción a él correspondiente. La tendencia a crear el mercado mundial está dada directamente en la idea misma del capital. Todo límite se le presenta como una barrera a salvar. […] El comercio ya no aparece aquí como función que posibilita a las producciones autónomas el intercambio de su excedente, sino como supuesto y momento esencialmente universales de la producción misma.” Y añade:“Por lo demás, la producción de plusvalor relativo – o sea la producción de plusvalor fundada en el incremento y desarrollo de las fuerzas productivas – requiere la producción de nuevo consumo; que el círculo consumidor dentro de la circulación se amplíe así como antes se amplió el círculo productivo. Primeramente: ampliación cuantitativa del consumo existente; segundo: creación de nuevas necesidades, difundiendo las existentes en un círculo más amplio; tercero: producción de nuevas necesidades y descubrimiento y creación de nuevos valores de uso. […] De ahí la exploración de la naturaleza entera, para descubrir nuevas propiedades útiles de las cosas; intercambio universal de los productos de todos los climas y países extranjeros; nuevas elaboraciones (artificiales) de los objetos naturales.” (Marx, 2007: I, 360 – 361)
[viii] “Y como da el Gobierno cuanto le piden, y por acá cede tierras, y por allá quita derechos, y al uno llama con halagos, y al otro protege con subvenciones, Salamá y Cobán están de fiesta, y ven día a día más crecida su ya considerable suma de huéspedes. […] Y es cosa de hacerse pronto dueño de más tierras que la casa de Zichy tuvo en Hungría, y tiene Osuna en España, y gozó en México Hernán Cortés. ¿Quién no compra aquellas inexploradas soledades, frondosas y repletas de promesas, si se venden a cincuenta pesos la caballería? Y como tienen por aquel departamento tan justa creencia en que, criando cabezas de ganado, se irá pronto a la cabeza de la fortuna, ¿quién no empaqueta libros y papeles – ¡aunque ellos no, que son los amigos del alma! – y se va, con sus arados y su cerca de alambre, camino de la Alta Verapaz?”
(1975, VII, 133)
[ix] Al respecto, por ejemplo, Juan Carlos Solórzano nos recuerda que desde “el final de las glaciaciones, hace más de diez mil años y hasta el arribo de los europeos a fines del siglo XV, el continente americano había quedado prácticamente aislado del resto del mundo. Durante estos milenios de separación, los pueblos de América evolucionaron en forma autónoma respecto de las civilizaciones surgidas en Europa, Asia y África.” Y agrega: “Las culturas complejas en América despegaron tardíamente, en comparación con las del Viejo Mundo, en gran medida a consecuencia de la relativa escasez de granos y de lo que estos tardaron en evolucionar hasta convertirse en plantas de alto rendimiento por área sembrada. Las culturas americanas tuvieron que enfrentarse con la tarea de desarrollar el cultivo de plantas difíciles de domesticar durante un período mucho más largo que aquellas del Viejo Mundo, por lo que un soporte económico para el desarrollo de una compleja civilización agrícola no fue viable, sino hasta alrededor del 2000 a.C., en América del Sur, y 1500 a.C., en Mesoamérica, en tanto que en Oriente Próximo este proceso dio inicio hacia el 6500 a.C.” (2009: 591, 592)
[x] Diversas fuentes calculan, en términos generales, que fueron importados a las Américas cerca de 10 millones de esclavos africanos entre los siglos XVI y XIX. El mayor contingente, del orden de 2 millones de personas, fue importado entre fines del siglo XVIII y la década de 1870, en coincidencia con el auge de la economía de plantación en el Caribe y sus costas, y en el Sureste de los Estados Unidos. De allí cabe afirmar que el Caribe está donde la esclavitud estuvo y constituye, por lo mismo, el núcleo fundamental del espacio afroamericano.
[xi] Así, por ejemplo, aquella observación de mediados de 1885 que, para fines del siglo XX, serviría como uno de los puntos de partida para el desarrollo de una historia ambiental latinoamericana: “Cuando se estudia un acto histórico, o un acto individual, cuando se los descomponen en antecedentes, agrupaciones, accesiones, incidentes coadyuvantes e incidentes decisivos, cuando se observa como la idea más simple, o el acto más elemental, se componen de número no menor de elementos, y con no menor lentitud se forman, que una montaña, hecha de partículas de piedra, o un músculo hecho de tejidos menudísimos: cuando se ve que la intervención humana en la Naturaleza acelera, cambia o detiene la obra de ésta, y que toda la Historia es solamente la narración del trabajo de ajuste, y los combates, entre la Naturaleza extrahumana y la Naturaleza humana, parecen pueriles esas generalizaciones pretenciosas, derivadas de leyes absolutas naturales, cuya aplicación soporta constantemente la influencia de agentes inesperados y relativos.”(1975: XXIII, 44).
[xii] Dos antologías características de este período son: Sunkel, Osvaldo y Gligo, Nicolo (editores), 1980: Estilos de Desarrollo y Medio Ambiente en América Latina, que reúne a 45 autores y presenta 37 artículos además de la Introducción del propio Sunkel, y Gallopín, G.C.(compilador); Gómez, I.A.; Pérez, A.A. y Winograd, M. (colaboradores), 1995: El Futuro Ecológico de un Continente. Una visión prospectiva de la América Latina, que ofrece 19 artículos de otros tantos autores, además de la Introducción del propio Gallopín. Son de resaltar tanto la madurez y la riqueza intelectual del contenido de los textos como el compromiso de los autores con los mejores intereses de la región tal como eran percibidos en aquel momento, y la correspondencia de sus visiones con las preocupaciones crecientes sobre los problemas ambientales en el sistema internacional. La antología de 1980, en efecto, adelanta en muchos de sus planteamientos lo que vendría a ser planteado en 1987 por el informe Nuestro Futuro Común – más conocido como Informe Brundlandt – en relación a la necesidad de un desarrollo sostenible, mientras la de Gallopín ofrece una base de información de enorme riqueza para abordar desde la región los grandes acuerdos adoptados en la Cumbre de la Tierra organizada por las Naciones Unidas en Rio de Janeiro en 1992, mejor conocida como Rio 92 en el argot ambientalista.
[xiii] Como lo señala Juan Carlos Solórzano, “Las filiaciones entre las actuales sociedades latinoamericanas y sus antecesoras precolombinas, en gran medida se explican por las características de estas al momento del arribo de los europeos. Por esta razón, en las áreas nucleares de Mesoamérica y los Andes, la herencia cultural indígena es notoria y en la actualidad muchos de estos países reivindican el rico legado de sus antepasados.” (2009: 595). Esa reivindicación, utilizada en su momento por los grupos dominantes para justificar su derecho a la independencia y el gobierno, es ejercida ahora por los sectores populares para demandar una democracia participativa y una economía mucho más inclusiva y vinculada al bienestar de las mayorías sociales.
[xiv] Una de las expresiones más características de los puntos de partida de este nuevo ambientalismo puede ser hallada en el Manifiesto por la Vida. Por una ética de la sustentabilidad, publicado en 2002 como parte del libro Ética, Vidad, Sustentabilidad (Leff, 2002) y suscrito por una veintena de intelectuales de toda la región, que concluye afirmando que la ética para la sustentabilidad “es una ética del bien común” (Leff, 2002: 331).
[xv] Uno de los voceros más característicos de esta vinculación entre el ambientalismo y los nuevos movimientos sociales, el teólogo brasileño Leonardo Boff, expresa en los siguientes términos la sustancia fundamental de esa relación: “Hasta el momento presente, el sueño del hombre occidental y blanco, universalizado por la globalización, era dominar la Tierra y someter a todos los demás seres para así obtener beneficios de forma ilimitada. Ese sueño, cuatro siglos después, se ha transformado en una pesadilla. Como nunca antes, el apocalipsis puede ser provocado por nosotros mismos, escribió antes de morir el gran historiador Arnold Toynbee. Por eso, se impone reconstruir nuestra humanidad y nuestra civilización mediante otro tipo de relación con la Tierra para que sea sostenible. Es decir, para conseguir que perduren las condiciones de mantenimiento y de reproducción que sustentan la vida en el planeta. Eso solo ocurrirá si rehacemos el pacto natural con la Tierra y si consideramos que todos los seres vivos, portadores del mismo código genético de base, forman la gran comunidad de vida. Todos ellos tienen valor intrínseco y son por eso sujetos de derechos.” Y añade: “El Presidente de Bolivia, el indígena aymara Evo Morales Ayma, no cesa de repetir que el siglo XXI será el siglo de los derechos de la Madre Tierra, de la naturaleza y de todos los seres vivos. En su intervención en la ONU el día 22 de abril de 2009 […] enumeró resumidamente algunos los derechos de la Madre Tierra: el derecho de regeneración de la biocapacidad de la Madre Tierra; el derecho a la vida de todos los seres vivos, especialmente de aquellos amenazados de extinción; el derecho a una vida pura, porque la Madre Tierra tiene el derecho de vivir libre de contaminación y de polución; el derecho al vivir bien de todos los ciudadanos; el derecho a la armonía y al equilibrio con todas las cosas; el derecho a la conexión con el Todo del que somos parte.” (Boff: 2014)
[xvi] En este sentido, el aporte cultural de América Latina al desarrollo del ambientalismo global incide sobre todo en lo que hace al papel de las Humanidades en la comprensión de nuestras relaciones con la naturaleza, según lo planteara Donald Worster al señalar que “en el centro mismo de la historia ambiental debe plantearse el estudio de la evolución de las visiones de mundo, un estudio tan importante – al menos – como el de la reorganización ocurrida en el paisaje. Para ese estudio de la historia de las ideas necesitamos enfáticamente a las humanidades, con toda su experiencia, sus métodos, y sus tradiciones. Por esta vía, estamos abriendo una puerta en la muralla que separa a la naturaleza de la cultura, a la ciencia de la historia, a la materia de la idea. Con ello, sin embargo, no llegamos a un punto en el que desaparezcan todas las diferencias y todos los límites académicos, donde las categorías de naturaleza y cultura se vean completamente abolidas o subsumidas, sino a uno en el que estas distinciones son más permeables que antes. Ahora resulta más difícil de lo que pensábamos aislar a la naturaleza de la cultura, y viceversa. Los dos campos se encuentran vinculados por lazos inagotables de intercambios, interacciones y significados, de modo que constantemente colapsan el uno sobre el otro. Intentamos hacerlos claramente distintos entre sí, y con buenas razones: necesitamos intentar situarnos fuera de la cultura con frecuencia, y reconocer – como lo señalar una vez Henry Thoreau – “nuestros propios límites transgredidos”. Por otra parte, debemos tomar consciencia de que aquello que entendemos como naturaleza es un espejo ineludible que la cultura sostiene ante su medio ambiente, y en el que se refleja ella misma. La puerta que abrimos entre las dos culturas resulta ser así, finalmente, la de un pasaje que conduce a esta paradoja insoluble, que los humanos no podemos evadir.” (1996: 13)
“toda nueva teoría estudiada con «heroico furor» […], especialmente si se es joven, atrae por sí misma, se adueña de toda la personalidad […] hasta que se establece un equilibrio crítico y se estudia con profundidad, pero sin rendirse en seguida a la fascinación del sistema o del autor estudiado. Estas observaciones valen tanto más […] cuando se trata de una personalidad en la cual la actividad teórica y la práctica están indisolublemente ligadas, de un intelecto en continua creación y en perpetuo movimiento, que siente vigorosamente la autocrítica del modo más despiadado y consecuente.”
Unos estudian la obra de José Martí por sus cualidades estéticas y morales. Otros lo hacen en lo que tiene por decir, y lo que tenemos pendiente de hacer. Hay mucho de convergente entre ambas perspectivas, pues las luces y las sombras del mañana enriquecen la lectura del ayer martiano, y permiten advertir a tiempo – y a nuestra propia luz – los desafíos que van emergiendo de nuestro devenir en el mundo.
Seis preguntas sencillas ayudan a organizar este estudio. La primera de ellas, por supuesto, es para qué estudiar a Martí. La respuesta es que lo hacemos para conocernos y comprendernos en lo que podemos llegar a ser; para entender mejor al mundo desde nosotros mismos; para imaginar y construir sociedades mejores, con todos y para el bien de todos los que se sumen a ese empeño, y para contribuir al equilibrio de un sistema mundial que en vida de Martí iniciaba el camino que lo llevaría a la Gran Guerra de 1914 – 1945, y que hoy ha ingresado en una crisis global.
Esto nos conduce a preguntarnos qué estudiar en Martí, para acercarnos a esos propósitos. En primer término, el proceso de formación de su visión del mundo, y de la ética correspondiente a esa visión. Para Armando Hart, los valores que sustentaban esa visión eran la fe en el mejoramiento humano, en la utilidad de la virtud y en el poder transformador del amor triunfante. Aquí tiene especial importancia el vínculo entre esa visión y la conducta de Martí en lo que hace a su vida personal y política; a su visión del pasado, y de los futuros posibles para los pueblos de nuestra América, y a su presencia en el proceso de formación de la joven generación de intelectuales liberales que, a partir de la década de 1880, iniciarían la crítica del Estado Liberal – Oligárquico y del expansionismo norteamericano, y la lucha por establecer en nuestra América verdaderas democracias republicanas de amplia base social, creciente autonomía económica y fuerte identidad nacional – popular.
Dicho esto, ¿cómo estudiar a Martí? Ante todo, situándolo en los dos grandes planos de su trayectoria vital: el de su propia vida, entre 1853 y 1895, y el del proceso de transición del periodo colonialista al imperialista – y su correlato cultural de conflicto entre la civilización y la barbarie al conflicto entre el progreso y el atraso – en el desarrollo del moderno sistema mundial. Esto facilitará comprender las formas en que se articulan Cuba, nuestra América y el sistema mundial en transformación en su formación política, en la definición de su postura de abierta oposición al expansionismo norteamericano y, entre 1892 y 1895, al breve y permanente fulgor de su liderazgo político al frente del Partido Revolucionario Cuba.
Dicho esto, ¿dónde estudiar a Martí? Ante todo, en su propia obra, en particular entre 1885 – 1895, de sus 32 a sus 42 años.[2] A esto se agrega, además, la visión de sus principales intérpretes clásicos, como Cintio Vitier y Roberto Fernández Retamar, y las publicaciones de entidades especializadas como el Centro de Estudios Martianos, de La Habana, Cuba.[3] Esto es indispensable para prevenir algunos riesgos que pueden afectar el estudio de la obra martiana tiene sus riesgos.
¿Cuáles son esos riesgos? Uno es la anacronía, que lleva a citarlo fuera de su contexto histórico, haciendo de opiniones marginales problemas centrales en el debate. Otro es el de la fragmentación de un pensamiento, una oratoria y una poesía de gran riqueza y complejidad, de donde se extraen ideas o versos por la belleza de su construcción sin atender a la lesión que ello pueda implicar para su contenido. Y, naturalmente, está el riesgo de hacer víctima a Martí de los prejuicios provenientes de la propia cultura liberal que él buscó trascender, como ocurre en el caso de sus reflexiones sobre la religiosidad y el anticlericalismo.
En suma, ¿qué podemos aprender con Martí? En primer término, a conocer y comprender mejor la capacidad de nuestra gente para el mejoramiento humano y el ejercicio de la virtud. Desde allí, a comprender y fortalecer la unidad del género humano, entendiendo a la patria como “aquella porción de la humanidad que vemos más de cerca, y en que nos tocó nacer”, por lo cual no ha de negarse el hombre “a cumplir su deber de humanidad, en la porción de ella que tiene más cerca. Esto es luz, y del sol no se sale. Patria es eso”.[4] Y, desde el ejemplo mismo de su vida, aprendemos a entender mejor el poder de las ideas en el proceso de transformar el mundo, y el papel de los intelectuales en esa tarea. Aprendemos, en suma, a crecer con el mundo, para ayudarlo a crecer.
Panamá, septiembre de 2019 – marzo de 2022
¿Para qué estudiar a Martí?
Estudiamos a Martí para conocernos y comprendernos en lo que hemos llegado a ser, y en lo que podemos llegar a ser; para entender mejor al mundo desde nosotros mismos; para imaginar y construir sociedades mejores, con todos y para el bien de todos los que se sumen a ese empeño, y para contribuir al equilibrio de un sistema mundial que en vida de Martí iniciaba el camino que lo llevaría a la Gran Guerra de 1914 – 1945, y que hoy ha ingresado en una crisis global.
¿Qué riesgos hay en el estudio de Martí?
Los peligros de Martí /GCH
Uno es la anacronía, que lleva a citarlo fuera de su contexto histórico, haciendo de opiniones marginales problemas centrales en el debate. Otro es el de la fragmentación de un pensamiento, una oratoria y una poesía de gran riqueza y complejidad, de donde se extraen ideas o versos por la belleza de su construcción sin atender a la lesión que ello pueda implicar para su contenido. Y, naturalmente, está el riesgo de hacer víctima a Martí de los prejuicios provenientes de la propia cultura liberal que él buscó trascender, como ocurre en el caso de sus reflexiones sobre la religiosidad y el anticlericalismo, o de la condición femenina en su tiempo y sus mundos.
Los peligros de Martí
Guillermo Castro H.
Universidad de Panamá, 2007; Círculo Martiano de la Universidad de Panamá, 22 de julio de 2015
Entrar en contacto con la obra de José Martí nos ofrece una rara oportunidad de conocer, en un mismo autor, una visión del mundo dotada de una ética acorde a su estructura, y el ejercicio de esa éticas en un quehacer político sostenido por la fe en el mejoramiento humano, en la utilidad de la virtud, y en el poder triunfante del amor. En esa perspectiva, y precisamente por su valor para la tarea de conocernos y ejercernos en nuestra propia circunstancia, conviene llamar la atención sobre tres grandes peligros que nos acechan en la obra de Martí. Uno es el del anacronismo, que nos lleve a asumir como si fueran contemporáneos pensamientos y situaciones correspondientes al último cuarto del siglo XIX; otro, el de la fragmentación, que nos mueva a recordar y citar frases aisladas de su obra, al calor del enorme atractivo estético y moral de su palabra escrita, y el tercero está en olvidar que lo sentimos como un contemporáneo porque se forjó por enterocomo un hombre de su tiempo, como intentamos nosotros serlo del nuestro, que tomó forma con él.
Ante estos peligros, no hay recurso mejor que leer a Martí desde las advertencias de su propia obra, en particular aquella que hiciera en 1894 a los que deseaban intervenir en el debate sobre la lucha por la independencia de Cuba:
Estudien, los que pretenden opinar. No se opina con la fantasía, ni con el deseo, sino con la realidad conocida, con la realidad hirviente en las manos enérgicas y sinceras que se entran a buscarla por lo difícil y oscuro del mundo. Evitar lo pasado y componernos en lo presente, para un porvenir confuso al principio, y seguro luego por la administración justiciera y total de la libertad culta y trabajadora: ésa es la obligación, y la cumplimos. Ésa es la obligación de la conciencia, y el dictado científico.[5]
Atendiendo a esto, quizás convendría empezar por el tercer peligro. La obra de Martí, en efecto, expresa un largo proceso de forja de la vida misma – la inteligencia, la afectividad, y sobre todo el carácter – del autor, desde la disyuntiva con que se lanza aún adolescente a la vida política en 1869 – “O Yara, o Madrid” -, hasta el párrafo admirable de la carta inconclusa a su amigo mexicano Manuel Mercado, que escribía en la víspera de su muerte en combate, 26 años (apenas) después:
[…] ya estoy todos los días en peligro de dar mi vida por mi país y por mi deber – puesto que lo entiendo y tengo ánimos con que realizarlo – de impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América. Cuanto hice hasta hoy, y haré, es para eso. En silencia ha tenido que ser y como indirectamente, porque hay cosas que para lograrlas han de andar ocultas, y de proclamarse en lo que son, levantarían dificultades demasiado recias para alcanzar sobre ellas el fin.[6]
La vida en que tuvo lugar esa forja fue a la vez intensa y compleja. Basta examinar por ejemplo la valiosa cronología elaborada por el historiador cubano Ibrahim Hidalgo, para encontrarnos con una infancia y una adolescencia vividas en condiciones de gran modestia, atemperada y enriquecida por afectos y solidaridades como los de su maestro, Rafael María Mendive, y de su amigo y compañero Fermín Valdés Domínguez. Esa adolescencia culmina en 1870, con la condena a trabajos forzados primero, y al destierro en España después, impuesta por las autoridades coloniales españolas en castigo por sus actividades de propaganda a favor de la independencia de Cuba.
España, 1871 – 1874; México, 1875 – 1876; Guatemala 1877 – 1878; Cuba, 1878 – 1879; Nueva York, 1880; Venezuela, 1881; Nueva York, 1881 – 1895 y, en ese año final, Cuba otra vez y para siempre. Ese es el periplo fundamental de su existencia, a lo largo del cual se enamora, tiene un hijo, ve fracasar su matrimonio, debe vivir lejos de los suyos, sufre reveses, es expulsado de su país y de países que ama como al suyo propio, y habita durante la cuarta parte de su vida en una sociedad que siempre le fue ajena.
En ese decurso también conoce triunfos, descubre y entiende el mundo, y las razones y maneras de transformarlo, y se gana el aprecio y la admiración de muchos, en muchas partes. Y todo esto, siempre, en condiciones de una modestia material tan extraordinaria como su riqueza moral, sintetizadas en las frases con que saluda a los trabajadores irlandeses pobres de Nueva York que habían encontrado guía y consuelo en su párroco, el padre McGlynn:
¡La verdad se revela mejor a los pobres y a los que padecen! ¡Un pedazo de pan y un vaso de agua no engañan nunca![7]
La formación y las transformaciones del pensar martiano a lo largo de esa vida pueden seguirse en los textos que le van dando forma. En su primera juventud, esa forma se expresa en lo que va de la publicación de su alegato El Presidio Político en Cuba, en 1871, hasta el inicio de sus actividades de colaboración con el periodismo liberal mexicano entre 1875 y 1876. Son años de prueba y crecimiento: el joven luchador por la independencia de su patria se descubre y se ejerce en el descubrimiento, en sí, de la vocación aun más amplia de constructor de sociedades nuevas. Esa etapa, como sabemos, concluye con su rechazo al golpe de Estado que inauguró en México, en 1876, la dictadura que ejercería el General Porfirio Díaz hasta 1910.
Con ese rechazo inicia Martí el tránsito a la madurez, cuyo primer paso probablemente corresponda al artículo Extranjero, publicado en 1876, con que se despide de México, expulsado por la hostilidad del porfirismo. “Aquí”, dice, “fui amado y levantado; y yo quiero cuidar mis derechos a la consoladora estima de los hombres”. Por lo mismo, añade, “donde yo vaya como donde estoy, en tanto dure mi peregrinación por la ancha tierra, – para la lisonja, siempre extranjero; para el peligro siempre ciudadano.”[8]
La plenitud de esa maduración, sin embargo, requerirá aún de otras experiencias: la de su paso por la Guatemala en que Justo Rufino Barrios se afirma como caudillo liberal; la de su breve retorno a Cuba al amparo de las garantías ofrecidas a los independentistas cubanos por el gobierno español al concluir la primera Guerra de Independencia en la Paz del Zanjón y, finalmente, la de su paso por Caracas, cancelado por el clima opresivo de la dictadura liberal de José Guzmán Blanco.
En lo que hace a su producción intelectual, este período de maduración y crisis de su primer ideario liberal abarca lo que fue desde su folleto Guatemala, de 1878, a su fecunda labor de corresponsal del periódico La Opinión Nacional, de Caracas, entre 1881 y 1882. Y esa transición culmina en 1884, cuando Martí ingresa al proceso de construir su plena madurez con aquella carta extraordinaria que dirige al General Máximo Gómez para comunicarle que no podrá seguir acompañándolo en un nuevo intento de reiniciar la lucha por la independencia de Cuba, concebido como un proyecto puramente militar. Allí le dice el joven exiliado al más prestigioso de los jefes militares de la primera Guerra de Independencia:
Un pueblo no se funda, General, como se manda un campamento; y cuando en los trabajos preparativos de una revolución más delicada y compleja que otra alguna, no se muestra el deseo sincero de conocer y conciliar todas las labores, voluntades y elementos que han de hacer posible la lucha armada, mera forma del espíritu de independencia, sino la intención, bruscamente expresada a cada paso, o mal disimulada, de hacer servir todos los recursos de fe y de guerra que levante el espíritu a los propósitos cautelosos y personales de los jefes justamente afamados que se presentan a capitanear la guerra, ¿qué garantías puede haber de que las libertades públicas, único objeto digno de lanzar un país a la lucha, sean mejor respetadas mañana? ¿Qué somos, General?, ¿los servidores heroicos y modestos de una idea que nos calienta el corazón, los amigos leales de un pueblo en desventura, o los caudillos valientes y afortunados que con el látigo en la mano y la espuela en el tacón se disponen a llevar la guerra a un pueblo, para enseñorearse después de él? ¿La fama que ganaron Uds. en una empresa, la fama de valor, lealtad y prudencia, van a perderla en otra?[9]
Con esa carta se inicia el camino de Martí a su plenitud. En ella se anuncia ya la idea de que el problema no era el cambio de forma, sino el de espíritu, para evitar que la colonia siguiera viviendo en la República, que encontrará su más plena expresión en el ensayo Nuestra América, publicado en México, en el periódico El Partido Liberal, el 30 de enero de 1891. Allí sintetiza Martí su experiencia de hispanoamericano, transformada ya en la demanda de una revolución democrática continental, ante a la frustración del componente democrático y popular de las revoluciones de Independencia, por el irresistible ascenso al poder de la alianza entre las fracciones liberal y conservadora de las oligarquía latinoamericanas.
La plenitud martiana alcanza su cumbre más alta en la creación del Partido Revolucionario Cubano y su periódico, Patria, en 1892, como parte de una empresa “americana por su alcance y espíritu”[10], encaminada a culminar lo que en 1889 había llamado “la estrofa pendiente del poema de 1810”. Porque, en efecto, la América nuestra ya es por entero consustancial a su patria cubana.
Así lo expresará en 1895 en el Manifiesto de Montecristi, que firman él y Máximo Gómez, para llamar al asalto final contra el colonialismo español en Cuba: “Honra y conmueve pensar”, dirá allí,
que cuando cae en tierra de Cuba un guerrero de la independencia, abandonado tal vez por los pueblos incautos o indiferentes a quienes se inmola, cae por el bien mayor del hombre, la confirmación de la república moral en América, y la creación de un archipiélago libre donde las naciones respetuosas derramen las riquezas que a su paso han de caer sobre el crucero del mundo.[11]
Y a lo largo de todo ese proceso, la dimensión afectiva de la humanidad de Martí se expresará en el contrapunto constante entre el discurso político, la creación poética y la honestidad de los afectos que inspiran su correspondencia personal. No se podrá nunca comprender al político Martí sin vincularlo al Martí poeta. Tras el vínculo entre ambos subyace la clave de lo que Julio Antonio Mella llamara – ya en la década de 1920 – el “misterio” de la íntima unidad entre la alta cultura y la cultura popular, que en la obra poética martiana alcanza una expresión de especial riqueza en sus Versos Sencillos , de 1891 – ejemplo singular de cubanía publicado en el mismo año que Nuestra América -, como en su obra política destaca la concepción del Partido Revolucionario Cubano como una organización tan rica y compleja, a un tiempo, como la sociedad que se proponía transformar, y como el proyecto al que apuntaba esa transformación.
Es únicamente desde esta lectura de cuerpo entero que podemos encarar el peligro de la fragmentación del pensar martiano.[12] Así, esbozado el hombre entero, cabe situarlo desde su humanidad en su tiempo, y en el nuestro, con una salvedad que siempre es útil.
El tiempo, en efecto, constituye un elemento fundamental para la organización de nuestro entendimiento. Por lo mismo, hay que tratarlo con el cuidado necesario para evitar sobre todo la confusión entre el tiempo cronológico, vacío de significado social, y el histórico, que sólo encuentra en lo social su significado.
Esta distinción resulta especialmente importante para nosotros, integrantes de aquel pequeño género humano advertido en 1815 por Simón Bolívar, constituido en el marco del proceso más vasto de la formación del sistema mundial y que expresa – como quizás ningún otro grupo humano del mundo – las contradicciones y las promesas en que ese sistema involucró a nuestra especie entera. En esta perspectiva, cabe preguntarse por los puntos de contacto y de conflicto entre el tiempo cronológico y el histórico en lo que hace a la formación y las transformaciones de la cultura y el pensamiento social de la América Latina.
Para Francois – Xavier Guerra[13], por ejemplo, el siglo XVIII se inicia en Hispanoamérica hacia 1750, con la Reforma Borbónica, y concluye con la disolución del imperio español en América entre 1810 y 1825. Aún más breve podría ser el XIX, delimitado por lo que va de las guerras de independencia – en sus dimensiones civil y patriótica -, a las de Reforma, que definieron los términos en que vino a constituirse el sistema de Estados nacionales que harían viable una inserción nueva de Iberoamérica en el sistema mundial por entonces aúnen formación.
Aquí, sin embargo, hay que hacer otra importante salvedad. Como lo señalara el historiador panameño Ricaurte Soler, en la transición del XIX al XX opera en nuestra América un factor externo de trascendencia aún mayor que la Reforma Borbónica en nuestro ingreso al XVIII: el surgimiento del imperialismo como fase superior del capitalismo. Esa novedad en la historia del moderno sistema mundial, diría Soler, conspiró activamente contra el contenido progresista de la Reforma Liberal, favoreciendo en cambio la formación de un sistema de Estados de corte autoritario, que promovían el libre comercio mediante la oferta, como ventaja mayor de las economías de la región, de recursos naturales y mano de obra baratas, a cambio de capital de inversión y de vías de acceso para la comercialización de esos recursos como materias primas en el mercado mundial.
Esa frustración del componente más radical y democrático de las revoluciones de independencia constituyó un importante elemento formativo en una nueva generación de jóvenes intelectuales de la región, que tendría en Martí a un auténtico primus inter pares. Esa generación se percibían a sí misma como moderna en cuanto se ejercía como liberale en lo ideológico, demócrata en lo político, y patriota en lo cultural, y aspiraba desde allí a representar con voz propia a sus sociedades en lo que entonces era llamado “el concierto de las naciones”.
Para esa generación, la formación del Estado Liberal Oligárquico tuvo lugar en una circunstancia de crisis cultural que, hacia 1881, Martí expresó en los siguientes términos:
No hay letras, que son expresión, hasta que no hay esencia que expresar en ellas. Ni habrá literatura hispanoamericana hasta que no haya – Hispanoamérica. Estamos en tiempos de ebullición, no de condensación; de mezcla de elementos, no de obra enérgica de elementos unidos. Están luchando las especies por el dominio en la unidad del género.[…] Lamentámonos ahora, de que la gran obra nos falte, no porque nos falte ella, sino porque esa es señal de que de que nos falta aún el pueblo magno de que ha de ser reflejo.[14]
Desde allí empieza a tomar forma la transición a nuestra contemporaneidad, que encontrará su acta de nacimiento en el ensayo Nuestra América. Las líneas de fuerza en torno a las cuales irán cristalizando nuestro hacer social, político y cultural surgen, así, de un pensamiento democrático de orientación popular y antioligárquica, radical en su afán de ir a la raíz de nuestros problemas, y centrado en la construcción de nuestras identidades a partir de la demanda de injertar en nuestras repúblicas el mundo, siempre que el tronco de ese injerto fuera “el de nuestras repúblicas”.
La enorme vitalidad de la cultura construida por los latinoamericanos a lo largo del período ascendente de su siglo XX histórico se expresa, hoy, en la riqueza con que se despliega la (re)construcción de nuestras identidades en el marco de la desintegración de la bárbara civilización que dio de sí al neoliberalismo, cuyas consecuencias ya amenazan la sostenibilidad misma del desarrollo de nuestra especie. Nuestra América ha venido a situarse, así, en aquel lugar de la historia en que ubicara Martí a los Estados Unidos en 1886. Todo, en efecto, nos dice hoy que será aquí, entre nosotros y por nosotros, donde habrán “de plantearse y resolverse”
todos los problemas que interesan y confunden al linaje humano, que el ejercicio libre la razón va a ahorrar a los hombres mucho tiempo de miseria y de duda, y que el fin del siglo diecinueva dejará en el cenit el sol que alboreó a fines del dieciocho entre caños de sangre, nubes de palabras y ruido de cabezas. Los hombres parecen determinados a conocerse y afirmarse, sin más trabas que las que acuerden entre sí para su seguridad y honra comunes. Tambalean, conmueven y destruyen, como todos los cuerpos gigantescos al levantarse de la tierra. Los extravía y suele cegarlos el exceso de luz. Hay una gran trilla de ideas, y toda la paja se la está llevando el viento.[15]
El tiempo de resistir, así, abre paso otra vez entre nosotros al tiempo de construir. Y en esa construcción, otra vez también, tocará un papel de primer orden a la cultura de los latinoamericanos.
Aquí, ahora, el problema principal para nuestras comunidades de cultura consiste en crecer con nuestra gente, para ayudarla a crecer. Una vez más, no hay entre nosotros batalla entre la civilización y la barbarie, como lo quieren los neoliberales, sino entre la falsa erudición y la naturaleza, como lo advertiera Martí en 1891.
Hoy, el hacer político, social y cultural de los latinoamericanos llega otra vez a aquel punto de ebullición en el que los encontrara Martí al ingresar a su primera madurez. Hoy luchan de nuevos las especies – pobres de la ciudad y el campo, trabajadores manuales e intelectuales de la economía formal y la informal, indígenas, afroamericanos, campesinos – por el dominio en la unidad del género. O, si se quiere, por constituirse en el bloque histórico capaz de crear, finalmente, el mundo nuevo de mañana en el Nuevo Mundo de ayer.
Para eso están, precisamente, las reservas más profundas de nuestra cultura y nuestra eticidad, sintetizadas en la convicción de la utilidad de la virtud y la posibilidad del mejoramiento humano que nace del conocimiento de nuestro proceso de formación, y se expresa día con día en la labor de constituirnos. Desde esa convicción, podemos leer sin peligros a Martí: él es uno de los nuestros, como nosotros somos de los suyos.
¿Qué estudiar en Martí?
En primer término, el proceso de formación de su visión del mundo, y de la ética correspondiente a esa visión. Para Armando Hart, los valores que sustentaban esa visión eran la fe en el mejoramiento humano, en la utilidad de la virtud y en el poder transformador del amor triunfante. Aquí tiene especial importancia el vínculo entre esa visión y la conducta de Martí en lo que hace a su vida personal y política; a su visión del pasado, y de los futuros posibles para los pueblos de nuestra América, y a su presencia en el proceso de formación de la joven generación de intelectuales liberales que, a partir de la década de 1880, iniciarían la crítica del Estado Liberal – Oligárquico y del expansionismo norteamericano, y la lucha por establecer en nuestra América verdaderas democracias republicanas de amplia base social, creciente autonomía económica y fuerte identidad nacional – popular.
¿Cómo estudiar a Martí?
Ante todo, situándolo en los dos grandes planos de su trayectoria vital: el de su propia vida, entre 1853 y 1895, y el del proceso de transición del periodo colonialista al imperialista – y su correlato cultural de conflicto entre la civilización y la barbarie al conflicto entre el progreso y el atraso – en el desarrollo del moderno sistema mundial. Esto facilitará comprender las formas en que se articulan Cuba, nuestra América y el sistema mundial en transformación en su formación política, en la definición de su postura de abierta oposición al expansionismo norteamericano y, entre 1892 y 1895, al breve y permanente fulgor de su liderazgo político al frente del Partido Revolucionario Cuba.
Gramsci / Sacristán
“Si se quiere estudiar el nacimiento de una concepción del mundo nunca expuesta sistemáticamente por su fundador (y cuya coherencia esencial tiene que buscarse no en cada escrito ni en cada serie de escritos, sino en el desarrollo entero del variado trabajo intelectual que contiene implícitos los elementos de la concepción) hay que realizar previamente un trabajo filológico minucioso, con el máximo escrúpulo de exactitud, de honradez científica, de lealtad intelectual, de eliminación de todo concepto previo, apriorismo o partidismo. Hay que reconstruir, antes que nada, el proceso de desarrollo intelectual del historiador considerado, para identificar los elementos que han llegado a ser estables y “permanentes”, o sea, que han sido tomados como pensamiento propio, distinto de y superior al “material” anteriormente estudiado y que ha servido de estímulo; solo estos elementos son momentos esenciales del proceso de desarrollo.”
1999 (1970): 384 – 385. “Cuestiones de método.” Textos de los Cuadernos posteriores a 1931.
Gramsci / Sacristán
“[…] toda nueva teoría estudiada con “heroico furor” (o sea, cuando no se estudia por mera curiosidad exterior, sino por un interés profundo) y durante cierto tiempo, especialmente cuando se es joven, atrae por sí misma, se adueña de toda la personalidad, y luego queda limitada por la teoría posteriormente estudiada, hasta que se impone un equilibrio crítico y se estudia con profundidad, sin rendirse enseguida al atractivo del sistema o del autor estudiados. Esta serie de observaciones se imponen aún más cuando el pensador estudiado es más bien impulsivo, de carácter polémico, y carece de espíritu de sistema: cuando se trata de una personalidad en la cual la actividad teórica y la práctica están indisolublemente entrelazadas, cuando se trata de una inteligencia en creación continua y en movimiento perpetuo que siente vigorosamente la autocrítica del modo más despiadado y consecuente.”
1999 (1970): 385. “Cuestiones de método.” Textos de los Cuadernos posteriores a 1931.
¿Dónde estudiar a Martí?
Ante todo, en su propia obra, en particular entre 1885 – 1895, de sus 32 a sus 42 años.[16] A esto se agrega, además, la visión de sus principales intérpretes clásicos, como Cintio Vitier y Roberto Fernández Retamar, y las publicaciones de entidades especializadas como el Centro de Estudios Martianos, de La Habana, Cuba.[17] Esto es indispensable para prevenir algunos riesgos que pueden afectar el estudio de la obra martiana tiene sus riesgos.
A modo de conclusión: aprender de Martí
En primer término, a conocer y comprender mejor la capacidad de nuestra gente para el mejoramiento humano y el ejercicio de la virtud. Desde allí, a comprender y fortalecer la unidad del género humano, entendiendo a la patria como “aquella porción de la humanidad que vemos más de cerca, y en que nos tocó nacer”, por lo cual no ha de negarse el hombre “a cumplir su deber de humanidad, en la porción de ella que tiene más cerca. Esto es luz, y del sol no se sale. Patria es eso”.[18] Y, desde el ejemplo mismo de su vida, aprendemos a entender mejor el poder de las ideas en el proceso de transformar el mundo, y el papel de los intelectuales en esa tarea. Aprendemos, en suma, a crecer con el mundo, para ayudarlo a crecer.
Bibliografía
Gramsci, Antonio, 1999 (1970): Antología. Selección, traducción y notas de Manuel Sacristán. Siglo XXI Editores, México y España.
Martí, José, 1975: Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana.
Martí, José, NNN-NNN: Obras Completas. Edición Crítica. Centro de Estudios Martianos, La Habana.
[1]Introducción a la filosofía de la praxis. Selección y traducción de J. Solé Tura
[2] La Edición Crítica de sus Obras Completas, en proceso de elaboración por el Centro de Estudios Martianos de La Habana, Cuba (actualmente en tomo 29 / 1887), está disponible en el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (http://biblioteca.clacso.edu.ar/), y las antologías Nuestra América y Obra Literaria, en https://www.clacso.org.ar/biblioteca_ayacucho/index.php
[4] “En casa”, Patria, 26 de enero de 1895. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975. V: 468 – 469:
[5] Martí, José: Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales. La Habana, 1975. III, 121: “Crece”.[Patria, 5 de abril de 1894
[6] Martí, José: Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales. La Habana, 1975. IV, 167: “A Manuel Mercado. Campamento de Dos Ríos, 18 de mayo de 1895.”
[7] Martí, José: Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales. La Habana, 1975. XI, 139: “El cisma de los católicos en Nueva York”. El Partido Liberal, México. La Nación, Buenos Aires, 14 de abril de 1887
[8] Martí, José: Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales. La Habana, 1975. VI, 362, “Extranjero”. El Federalista. México, diciembre 7 de 1876
[9] Martí, José: Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales. La Habana, 1975. I, 177 – 178: “Al General Máximo Gómez” [New York, 20 de octubre de 1884].
[10] Martí, José: Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales. La Habana, 1975. III, 138 – 139: ““El tercer año del Partido Revolucionario Cubano. El alma de la revolución y el deber de Cuba en América”.[Patria, 17 de abril de 1894]
[11] Martí, José: Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales. La Habana, 1975. IV, 101: “Manifiesto de Montecristi”
[12] Y es curioso constatar cómo pudieron contribuir el propio Martí – y la lealtad de los primeros martianos – a la formación de este peligro. Porque, en efecto, la organización inicial y más conocida de su obra completa – dispuesta por él mismo ante la eventualidad de su muerte – ocurre por temas, no por años, y si bien permite profundizar con rapidez en aspectos puntuales, dispersa y oculta en cambio las conexiones transversales en la formación y transformación de su pensar. Pero a grandes males, grandes remedios. La edición crítica de las Obras Completas de José Martí, que ya adelanta el Centro de Estudios Martianos en La Habana, está organizada cronológicamente, y ayudará sin duda a conjurar el peligro de la fragmentación. Aun así, el riesgo disminuirá en la medida en que se tenga presente el elemento organizador que, en el pensar martiano, representa su compromiso irreductible con Cuba en su América. En esta tarea, también, será siempre útil poner en contexto las expresiones parciales – a veces mínimas, como la frase que nos enseña que “honrar, honra” – de su pensar. Y, enseguida, la atención constante a las advertencias que nos ofrece la historia de la cultura, en lo que hace al valor, el significado y los dilemas que en su tiempo planteaban términos como el de “naturaleza” y, por supuesto, todo el inmenso campo de lo que hoy llamamos la perspectiva de género.
[13] Así, por ejemplo: Guerra, Francois-Xavier, 2003a: “Introducción”; “El ocaso de la monarquía hispanica: revolución y desintegración” y “Las mutaciones de la identidad en la América hispánica”, en Guerra, Francois – Xavier y Annino, Antonio (Coordinadores), 2003: Inventando la Nación. Iberoamérica. Siglo XIX. Fondo de Cultura Económica, México. Guerra, Francois – Xavier, 1993: Modernidad e Independencias. Ensayos sobre las revoluciones hispánicas, Editorial MAPFRE, Fondo de Cultura Económica, México, y 1988: México: del Antiguo Régimen a la Revolución. Fondo de Cultura Económica, México (2a. ed.), 2 t.
[14]Cuaderno de Apuntes 5.[1881] En Martí, José, 1975: Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana. Tomo 21, p. 164.
[15] 1975, XI, 144: “El cisma de los católicos en Nueva York”. El Partido Liberal, México. La Nación, Buenos Aires, 14 de abril de 1887.
[16] La Edición Crítica de sus Obras Completas, en proceso de elaboración por el Centro de Estudios Martianos de La Habana, Cuba (actualmente en tomo 29 / 1887), está disponible en el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (http://biblioteca.clacso.edu.ar/), y las antologías Nuestra América y Obra Literaria, en https://www.clacso.org.ar/biblioteca_ayacucho/index.php