Panamá: los tiempos de nuestro tiempo

Guillermo Castro H.

Lo primero en política,

es aclarar y prever.

José Martí, 1889.[1]

El estallido social ocurrido en Panamá el pasado mes de julio confirmó el viejo aserto de que en política no hay sorpresas sino sorprendidos. Ese estallido constituyó, en efecto, el evento que abrió paso a la crisis – ojalá final – de los resultados de un proceso histórico de larga duración que llevó a la inserción de Panamá en el mercado mundial como un enclave de servicios para la circulación de bienes, capitales y personas.

De entonces acá ese proceso ha provocado contradicciones que ya no está en capacidad de resolver. Esas contradicciones tienen dos focos mayores de origen. A lo largo del tiempo, el enclave de servicios establecido en el siglo XVI ha concentrado lo fundamental de la actividad económica de Panamá en torno a un único corredor interoceánico, tras clausurar en el siglo otros corredores activos antes de la conquista europea, y el puente terrestre que vincula a las Américas Central y del Sur. Esa concentración ha incluido, además, la del control del corredor principal por Estados extranjeros hasta fines del siglo XX; la de los beneficios del tránsito en los sectores sociales que controlan a esos Estados, y la del conjunto de los recursos humanos y naturales del país a las necesidades y demandas el corredor principal.

El otro foco está en el conflicto entre la organización natural del territorio a partir de cuencas hidrográficas que generan corredores que van del Caribe al Pacífico, y una organización territorial de la economía y el Estado a partir de un eje que va del corredor interoceánico a Costa Rica a lo largo del litoral del Pacífico. Esto creó condiciones que hasta el presente favorecen el atraso económico y la inequidad social en todo el litoral del Caribe, y en el inmenso territorio del Darién histórico.

Hablamos, pues, de una estructura, término que al decir de Fernand Braudel, “domina los problemas de larga duración”, a partir de la formación de “una realidad que el tiempo tarda enormemente en desgastar y en transformar.” Esto tiene especial importancia en nuestro caso, pues algunos rasgos de esas realidades “obstruyen la historia, la entorpecen y, por tanto, determinan su transcurrir” y, en el plano cultural, generan “encuadramientos mentales [que] representan prisiones de larga duración.” [2]

La realidad de que se trata aquí es aquella cuyas bases fueron sentadas por el proto mercantilismo español del siglo XVI, desde el cual se vinculó el Istmo al proceso más general y complejo de formación y desarrollo del mercado mundial creado por el capitalismo. Dentro de ese proceso, una nueva fase se inició con la construcción por capitalistas norteamericanos del primer ferrocarril interoceánico de las Américas entre 1850 y 1855, tras la conquista de California por los Estados Unidos en 1848. A partir de la década de 1880, el paso del mercado mundial a su fase imperialista dio lugar, dentro de la realidad previamente existente, a un nuevo proceso, de duración media: la organización del tránsito a partir de la creación de un protectorado militar extranjero en el Istmo.

            Ese proceso, que determinaría en una importante medida nuestro futuro, se inició a mediados de la década, ante la inquietud provocada en Estados Unidos por la iniciativa francesa de construir un canal a lo largo de la ruta del ferrocarril interoceánico de Panamá. Así, para 1885 José Martí podía informar a sus lectores de La Nación, en Buenos Aires, que Nicaragua había “contratado con el gobierno de los Estados Unidos”

la cesión, punto menos que completa, de una faja de territorio que de un Océano a otro cruza la República, para que en ella construya el gobierno norteamericano y mantenga, a su propio costo, un canal, con fortalezas y ciudades de los Estados Unidos en ambos extremos, sin más obligación que una reserva de derechos judiciales en tiempos de paz a las autoridades nicaragüenses, y el pago de una porción de los productos líquidos del canal, y de las propiedades que fincan en el territorio cedido al gobierno americano.[3]

Dieciocho años después, ese proyecto sería llevado a cabo tras la intervención norteamericana en la separación de Panamá de Colombia en 1903 y la firma del Tratado Hay-Bunau Varilla, en un país sometido a un régimen de protectorado militar que se prolongaría a todo lo largo del siglo XX.

Una vez construida la vía interoceánica – y en particular a partir de la década de 1930 –tomó cuerpo una tenaz disputa entre ambos países en torno al ejercicio de la soberanía nacional sobre el territorio del Istmo, y el usufructo de la renta generada por los servicios ofrecidos por el Canal, o asociados al mismo. Para 1947, el rechazo popular a un convenio que buscaba ampliar presencia militar extranjera en el territorio nacional abrió paso a la lucha abierta contra el régimen de protectorado, que entró en una fase decisiva a partir del alzamiento popular contra el enclave canalero en enero de 1964, hasta desembocar en la firma y ejecución del Tratado Torrijos-Carter entre 1977 y 1999.

A partir de allí, la disputa por la soberanía nacional y por la renta canalera se vio trasladada al interior de la sociedad panameña, ahora transfigurada en otra por la soberanía popular y por el uso de la renta canalera ahora captada por el Estado nacional. Ello dio lugar a un proceso de descomposición política interna que terminó por generar un grave conflicto interno que vino a ser resuelto por la intervención de las fuerzas armadas norteamericanas en diciembre de 1989, que ocasionó centenares de víctimas civiles. Dicha intervención condujo al desmantelamiento del régimen militar e instaló en el gobierno a la coalición conservadora que había resultado triunfadora en las elecciones de mayo de 1989.

En el plano de los eventos – el más corto de los plazos -, el estallido social de 2022 puso en crisis al régimen político surgido de aquella intervención, tan neoliberal en lo económico como conservadora en lo político y clasista en lo social. Eso obligó al gobierno a aceptar un diálogo con las organizaciones populares el cual, además de abordar con éxito limitado demandas inmediatas -como la reducción de precios del combustible, los medicamentos y la canasta básica -, vio ampliada su agenda hasta incorporar problemas de complejidad mayor, como el modelo económico vigente, la crisis de la seguridad social, y la corrupción en las relaciones entre en Estado y el sector privado.

A ese diálogo se incorpora ahora el sector privado, que 1990 acá ha monopolizado control de las relaciones entre la sociedad y el Estado nacional. En la práctica, podría abrir la posibilidad de que el proceso abierto por el estallido social desemboque en la convocatoria a una asamblea constituyente originaria capaz abrir paso a la construcción del país que deseamos -próspero, equitativo, sostenible, democrático y plenamente soberano.

Esa posibilidad depende en una importante medida de que la nueva visión del país que va tomando forma en la vida nacional encuentre un lenguaje capaz de expresarla, y de abrir finalmente las prisiones del pensamiento tradicional que considera natural nuestra situación de inequidad y dependencia. Aquí ya es tiempo de aclarar y prever en todo lo que sea necesario para dejar atrás al siglo XVI y sus secuelas, y comprender que la larga duración que empieza ahora puede ser la de la nación que merecemos llegar a ser, o el ingreso de lleno a una circunstancia de putrefacción de la historia, como Federico Engels la llamó alguna vez.

Alto Boquete, Panamá, 18 de septiembre de 2022


[1] “Congreso Internacional de Washington. Su historia, sus elementos y sus tendencias. I. Nueva York, 2 de noviembre de 1889”. La Nación, Buenos Aires, 19 de diciembre de 1889. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales. La Habana, 1975. VI, 46-47.

[2] “La larga duración.” La historia y las ciencias sociales.(1960: 60-106): Alianza Editorial, Madrid. Cap.3. http://posgradocsh.azc.uam.mx/cuadernos/induccion/Braudel-CAP3_LARGA_DURACION.pdf

[3] “Cartas de Martí”. La Nación, Buenos Aires, 22 de febrero de 1885. VIII, 87-88.

La verdad entera

Guillermo Castro H.

“el que pone de lado, por voluntad u olvido, una parte de la verdad, cae a la larga por la verdad que le faltó, que crece en la negligencia,

y derriba lo que se levanta sin ella.”

José Martí[1]

La solución de un problema depende en una medida muy importante de su definición a partir de premisas claramente entendidas. En ese sentido, por ejemplo, todo el planteamiento de los Objetivos de Desarrollo Sostenible 2030 depende de lo que se entienda por desarrollo y por sostenibilidad. En este caso, el proceso que lleva a la construcción de ese planteamiento tiene una historia más larga de lo que el común de las personas imagina.

Así, Maite Zapiain Aizpuru nos ofreció en 2012 una reseña de los orígenes de ese proceso de definición, plasmados en el libro Los Límites del Crecimiento: informe al Club de Roma sobre el Predicamento de la Humanidad, publicado en 1972. [2] Ese Informe, a su vez, antecede a aquel otro que, con el título de Nuestro Futuro Común, fuera publicado en 1987 por las Naciones Unidas, con el cual se abrió a debate el problema de la sostenibilidad del desarrollo, entendiendo por tal aquel que permitiera satisfacer las necesidades del presente sin afectar las del futuro.

Lo que afloró entonces fue el problema de conciliar el crecimiento sostenido con el desarrollo sostenible. Así, el primer Informe se preguntaba si habría algún límite al crecimiento constante de la población humana, de la demanda de recursos y del incremento incesante de desechos provenientes de las actividades productivas necesarias para atender esa demanda. Para dar respuesta a esa pregunta, el Club de Roma -una asociación privada compuesta por empresarios, científicos y políticos -, encargó en 1970 a un grupo de investigadores del Instituto de Tecnología de Massachusetts (ITM), bajo la dirección del profesor Dennis L. Meadows, el análisis de ese problema.

En lo general, el Informe presentado al Club de Roma señalaba que si “la industrialización, la contaminación ambiental, la producción de alimentos y el agotamiento de los recursos mantienen las tendencias actuales de crecimiento de la población mundial,” la Tierra alcanzaría los límites de su crecimiento en el curso de los próximos cien años. Con ello, el resultado más probable sería “un súbito e incontrolable descenso, tanto de la población como de la capacidad industrial.”

Ese planteamiento destacaba la necesidad urgente de “percatarse de las restricciones cuantitativas del medio ambiente mundial y de las trágicas consecuencias que tendría una extralimitación, a fin de iniciar nuevas formas de pensamiento.” Y esto, a su vez, exigía “tomar en consideración las limitadas dimensiones del planeta y los límites de la presencia y la actividad humana sobre el mismo.”

Ya entonces, por otra parte, era visible que alcanzar una situación de equilibrio mundial requería mejorar sustancialmente la suerte de los países en desarrollo para superar el empeoramiento sostenido de las brechas y las desigualdades que ya existían en el sistema mundial. Y era evidente también que estos problemas estaban asociados a los de la relación de las sociedades con su entorno natural.

Cabe decir, así, que hace ya medio siglo se podía llegar a la conclusión de que la rectificación “rápida y radical de la situación mundial hoy desequilibrada, y que se deteriora peligrosamente, es la primera tarea que afronta la humanidad.” Tal “esfuerzo supremo” debería ser emprendido de manera resuelta y pronta “para que logremos en este decenio [de 1970] la reorientación que buscamos implantar”, concertando “medidas internacionales” para llevar a cabo “una planeación conjunta de largo alcance en una escala y amplitud sin precedentes.”

            Nadie podría discutir hoy lo justo de esa conclusión. Lo que cabe es preguntarse, como lo hace Maite Zapiain, cuál es el dilema, sobre todo cuando “¡la cuenta atrás está iniciada!, ¡lo que antes era una amenaza ahora comienza a ser una realidad!” Para ella, se trata de que la pasividad humana y política “ha permitido, en gran parte, esta situación.” Actualmente, decía en 2012 y aún con más razón ahora

se plantean unas exigencias en recursos y residuos que el entorno limitado del planeta no puede satisfacer. Las desigualdades sociales se agudizan, provocado por la apropiación de bienes y riquezas por parte de la elite mundial. Las distancias entre ricos y pobres se acentúan a pasos agigantados y a escala planetaria, reflejándose en el contrate entre Norte-Sur y en la aparición de “bolsas de pobreza” en el propio Norte. El agua, el aire y el suelo se degradan debido a la contaminación química. El cambio climático cada día es más patente. Los suelos pierden paulatinamente su fertilidad.

Y ante esa situación decía entonces como podría decir hoy, que

Cambiar es imperiosamente necesario. Cambiar nuestra forma de vivir, disminuyendo la excesiva interferencia de las personas sobre el planeta. Cambiar la estructura de la sociedad actual, apreciando la calidad de vida, que prospera en situaciones de valor intrínseco, más que adherirse a un estándar de vida cada vez más elevado. En consecuencia, las políticas deben ser cambiadas, políticas que afectan a las estructuras económicas, tecnológicas, e ideológicas básicas.

            La verdad que faltaba entonces, y no tiene aún presencia adecuada en el planteamiento del problema, consiste -al decir del historiador Donald Worster, amigo de la Ciudad – en que si bien las ciencias de la naturaleza pueden demostrar más allá de cualquier duda que estamos inmersos en una grave ambiental, no puede explicar por qué y cómo hemos llegado a esta situación. El deterioro ambiental que padecemos es el resultado de las formas en que nuestra sociedad ha ido organizando sus relaciones con la naturaleza del siglo XVI acá. Por lo mismo, si deseamos un ambiente distinto, necesitamos promover y facilitar la creación de una sociedad diferente.

            El tipo de cambio político que esto demanda fue definido de la manera más sencilla por José Martí como uno gestado “con todos y para el bien de todos” los que estaban dispuestos a encarar y resolver un grave problema común. En esa misma línea de razonamiento, el papa

Francisco planteó en 2013 – ya en el camino a Laudato Si’, la gran encíclica ambiental que daría a conocer en 2015 -, que ese todos era superior a las partes que lo integraban. Por lo mismo, añadía,

El modelo no es la esfera, que no es superior a las partes, donde cada punto es equidistante del centro y no hay diferencias entre unos y otros. El modelo es el poliedro, que refleja la confluencia de todas las parcialidades que en él conservan su originalidad. Tanto la acción pastoral como la acción política procuran recoger en ese poliedro lo mejor de cada uno. Allí entran los pobres con su cultura, sus proyectos y sus propias potencialidades. Aun las personas que puedan ser cuestionadas por sus errores, tienen algo que aportar que no debe perderse. Es la conjunción de los pueblos que, en el orden universal, conservan su propia peculiaridad; es la totalidad de las personas en una sociedad que busca un bien común que verdaderamente incorpora a todos.[3]

            Aún estamos en la tarea de comprender y recorrer ese camino hacia el papel que nos corresponde en el cuidado de la Creación, que no es un hecho del pasado, sino un proyecto de futuro en curso desde hace al menos diez mil años, en el que la responsabilidad fundamental nos corresponde a nosotros, los humanos. Esta es la parte de la verdad que aún nos falta construir, para que no crezca en la negligencia, ni derribe lo que se levanta sin ella.

Panamá, 20 de mayo de 2022


[1] “Nuestra América”. El Partido Liberal, México, 30 de enero de 1891. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales. La Habana, 1975. VI: 18.

[2] Meadows, D.H.; Meadows, D.L.; Randers, J; Behrens, W. (1972): “Los límites del crecimiento: informe al Club de Roma sobre el predicamento de la Humanidad.” Reseña por Maite Zapiain Aizpuru (2012).

Click to access tmzapiain.pdf

[3] Francisco / Evangelii Gaudium (2013: 237)

http://www.aciprensa.com/Docum/evangeliigaudium.pdf

Martí para hoy y mañana

Guillermo Castro H.

Los hombres naturales han vencido a los letrados artificiales.

El mestizo autóctono ha vencido al criollo exótico.

hay batalla entre la civilización y la barbarie,

sino entre la falsa erudición y la naturaleza.

José Martí[1]

Nunca se insistirá lo bastante en lo necesario que es Martí en la tarea de construir la América nuestra en estos tiempos. De su obra intelectual y política se puede decir lo que dijo Rosa Luxemburgo sobre la vigencia de la de Marx: que su riqueza la llevaba a renovar su vigencia a medida que el desarrollo histórico iba planteando problemas nuevos y más complejos a quienes luchaban por la transformación social.

Para ella, si en su tiempo el movimiento revolucionario se encontraba ante “un estancamiento en nuestro movimiento en lo que hace a todas estas cuestiones teóricas,” eso no se debía “a que la teoría marxista sobre la cual descansan sea incapaz de desarrollarse o esté perimida.” Por el contrario, decía Rosa,

se debe a que aún no hemos aprendido a utilizar correctamente las armas intelectuales más importantes que extrajimos del arsenal marxista en virtud de nuestras necesidades apremiantes en las primeras etapas de nuestra lucha. No es cierto que, en lo que hace a nuestra lucha práctica, Marx esté perimido o lo hayamos superado. Por el contrario, Marx, en su creación científica, nos ha sacado distancia como partido de luchadores. No es cierto que Marx ya no satisface nuestras necesidades. Por el contrario, nuestras necesidades todavía no se adecúan a la utilización de las ideas de Marx.[2]

Desde esa perspectiva se hace más fácil comprender, por ejemplo, la riqueza política del pensamiento martiano en la más práctica de sus expresiones: la organización del Partido Revolucionario Cubano Martí y sus compañeros de lucha por la independencia de Cuba en 1892. ¿Quién negaría que esa experiencia gana en importancia hoy, cuando en toda nuestra América los pueblos buscan modelos de organización correspondientes a los problemas de un tiempo nuevo?

Otras afinidades emergen, también, cuando el problema es abordado desde la perspectiva planteada por Antonio Gramsci en relación con el origen y desarrollo del marxismo – o, en su sentido más rico, de la filosofía de la praxis a que él se refería. Al respecto, decía, dicha filosofía

presupone todo este pasado cultural, el Renacimiento y la Reforma, la filosofía alemana y la Revolución francesa, el calvinismo y la economía clásica inglesa, el liberalismo laico y el historicismo que se encuentra en la base de toda la concepción moderna de la vida. La filosofía de la praxis es la coronación de todo este movimiento de reforma intelectual y moral, cuya dialéctica es el contraste entre cultura popular y alta cultura. Corresponde al nexo de Reforma protestante más Revolución francesa: es una filosofía que es también política y una política que es también filosofía.

Y advertía entonces que aquella filosofía – como la praxis martiana hoy – estaba “atravesando todavía su fase popular, folclórica” por cuanto “suscitar un grupo de intelectuales independientes […] exige un largo proceso, con acciones y reacciones, con adhesiones y disoluciones y nuevas formaciones muy numerosas y complejas.” Esto, sobre todo, cuando eso debía hacerse a partir de

la concepción de un grupo social subalterno, sin iniciativa histórica, que se amplía continuamente, pero desorgánicamente, sin poder superar un cierto grado cualitativo que está siempre más acá́ de la posesión del Estado del ejercicio real de la hegemonía sobre toda la sociedad, lo único que permite un cierto equilibrio orgánico en el desarrollo del grupo intelectual.

La referencia a las tres fuentes y tres partes integrantes del marxismo a que hiciera referencia Lenin para facilitar la explicación de aquel complejo proceso de origen es evidente.

La novedad en Gramsci consiste en su manera de ampliar esa referencia, para no solo incluir corrientes culturales más vastas, en cuyo seno se forjó el pensamiento de Marx, sino dejar abierta la posibilidad de incorporar nuevas corrientes de pensamiento a ese proceso.

Hoy, por ejemplo, el ecomarxista norteamericano John Bellamy Foster[3]  en su obra más reciente, El Retorno de la Naturaleza, incorpora lo que Engels llamó la dialéctica de la naturaleza a ese movimiento cultural mayor dentro del cual se forjó la filosofía de la praxis. Así, dice Foster, al crear la posibilidad de incorporar a su propio desarrollo el de las ciencias naturales y sociales, la filosofía de la praxis comprobó y amplió lo que sus creadores venían planteando desde mediados de la década de 1840, en el sentido de que

La concepción materialista de la historia y la naturaleza podría ser unificada al interior de la visión más amplia de una forma espiral del desarrollo, que incluyera la regresión tanto como el progreso. Tal visión sería plenamente consciente de los peligros inherentes en el intento de dominar a la naturaleza, tanto como al de dominar a la humanidad.[4]

Y esto, a su vez, permite entender que la propia historia no avanza en línea recta por etapas sucesivas, sino que progresa en espiral, a veces más amplia, a veces más estrecha, como a veces descendente o ascendente, con lo cual el pensar de los humanos reproduce el movimiento de formación de las galaxias.

La vigencia de Martí puede y debe ser comprendida en el mismo doble movimiento de formación de sí misma – como tanto insistía Cintio Vitier frente a los cazadores de influencias -, como en su aporte a la formación de otras corrientes del pensar y el hacer en nuestra América. A eso se refirió alguna vez Roberto Fernández Retamar al observar que en nuestra región abundaban personas que eran martianas “sin saberlo”, como resultado de esta interacción constante – que con tanta saña combatió y combate el neoliberalismo.

Las Obras Completas de Martí, en efecto, dan cuenta de las interacciones constantes entre su visión y corrientes culturales y políticas que iban desde el mundo indígena mesoamericano hasta el florecimiento de las ciencias y las fuerzas productivas en el mundo Noratlántico, como desde los conflictos entre el liberalismo oligárquico y el democrático – en nuestra América y en la otra -, hasta los que enfrentaban al positivismo spenceriano con el idealismo dialéctico de la intelectualidad liberal progresista en Norte América y en la nuestra. Todas esas corrientes – y sus frutos, desde el conflicto entre civilización y barbarie de Sarmiento hasta el socialismo indoamericano, han estado presentes en cada momento del “conflicto social tremendo” de las crisis en nuestra historia.

En cada uno de esos momentos, ese conflicto de fondo entre la falsa erudición y la naturaleza ha confirmado y enriquecido la trascendencia – en el tiempo como en el espacio – del pensar y el hacer martianos. En lo que nos toca, bien podemos decir que son bienaventurados los que saben a dónde van, porque sabrán qué camino tomar.

Alto Boquete, Panamá, 6 de mayo de 2022


[1] “Nuestra América”. El Partido Liberal, México, 30 de enero de 1891. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales. La Habana, 1975. VI: 17.

[2] Rosa Luxemburgo, 1903: “Estancamiento y progreso del marxismo”

[3] Autor de La Ecología de Marx. Materialismo y naturaleza (El Viejo Topo, Madrid, 2008), su obra más conocida en español y, más recientemente de The Return of nature. Socialism and Ecology. (2020) Monthly Review Press. New York.

[4] Y agrega más adelante: para Engels, “la naturaleza era vista de manera histórica, con contenido, y la historia natural difería de la historia social únicamente en el sentido de que esta última era autoconsciente.” (2020:268).

La más revolucionaria de las transformaciones

Guillermo Castro H.

“Este miedo generoso, este cuidado de hijo y padre a la vez, 

este cariño en que caben todos los necesitados de él, 

y tanto los que pecan por falta de él como los q. lo desconocen, 

esta vigilancia incansable, y trabajo de preparación; 

esta atención a la sustancia de las cosas y no a la mera

forma, esta política que funda, y no la que disgrega; 

esta política de elaboración es lo revolucionario”.

José Martí[1]

Todos nos hemos encontrado alguna vez con aquella observación de Marx en la que señala que “Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa.”  Y agrega enseguida que

Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado. La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos. Y cuando éstos aparentan dedicarse precisamente a transformarse y a transformar las cosas, a crear algo nunca visto, en estas épocas de crisis revolucionaria es precisamente cuando conjuran temerosos en su exilio los espíritus del pasado toman prestados sus nombres, sus consignas de guerra, su ropaje, para, con este disfraz de vejez venerable y este lenguaje prestado, representar la nueva escena de la historia universal.[2]

Hoy asistimos nuevamente a otros ejercicios de travestismo político como aquellos – preparatorios aún, probablemente –, de socialdemócratas con la levita indignada de Karl Kautsky en 1918, reaccionarios con la casaca azul de 1776 y conservadores de izquierda camino a la estación de Finlandia en 1917. Precisamente por eso, es bueno siempre recordar que el anteayer nos ofrece a menudo claves importantes para comprender el pasado mañana de nuestro tiempo. 

Tal ocurre, por ejemplo, en periodos de transición histórica como el que estamos viviendo, que con seguridad se proyectará hacia lo profundo de nuestro futuro. Aquí, lo primero es comprender que nuestra circunstancia no es excepcional, lo que bien puede representar una gran ventaja para nosotros. De hecho, la historia de la Humanidad abarca al menos cuatro grandes transiciones. La primera va de la barbarie a la civilización – o, en otros términos -, del nomadismo a la agricultura, el sedentarismo y la vida urbana. La segunda, de la civilización Antigua a la medieval – al menos en el Occidente de Eurasia -, como la tercera fue de la Edad Media a la Moderna, generada por la creación y desarrollo del primer mercado mundial en la historia de la Humanidad, y el ascenso triunfante del liberalismo. 

Hoy nos encontramos inmersos en la cuarta transición. Esta va de nuestra Edad – ya en proceso de desintegración -, a otra que a la que aún no cabe asignarle nombre. Aun así, quienes participamos de esta transición contamos con dos importantes ventajas sobre las de tiempos anteriores. Una es saber que esta transición ya está en curso, generada por contradicciones y expectativas que el mundo que muere generó sin llegar a superar. La otra consiste en que contamos con la experiencia de transiciones anteriores.

Numerosos historiadores han renovado el abordaje de nuestra transición. De entre ellos destaca como un indudable pionero Immanuel Wallerstein, quien ya en 1995 –aún tibio el cadáver de la Unión Soviética y con la OTAN iniciando apenas el camino hacia Ucrania – nos advertía que la economía mundial creada por el capitalismo “se desarrolla con tanto éxito que se está destruyendo […] por lo cual nos hallamos frente a una bifurcación histórica que señala la desintegración de este sistema-mundo, sin que se nos ofrezca ninguna garantía de mejoramiento de nuestra existencia social.”[3]

En esta circunstancia, puede resultar útil lo que hemos aprendido por ejemplo de la transición revolucionaria que llevó del paganismo al cristianismo. Hoy sabemos que se trató de un proceso de larga duración – del 350 al 550, según algunos – y extraordinaria riqueza y complejidad, en el que desempeñaron un importante papel prácticas sociales, formas del pensar, y organizaciones innovadoras para su tiempo.[4] En ese marco, por ejemplo, destaca la importancia que la Iglesia medieval otorgara a la labor de San Benito de Nursia como organizador de una institución de nuevo tipo para su época, el monasterio benedictino.[5]

Esa labor tuvo su punto de partida en la fundación del monasterio de Monte Casino en 530, sobre las ruinas de un antiguo templo pagano, a mitad del camino entre Roma y Nápoles. La vida monástica ya tenía una larga tradición, con comunidades dispersas y autónomas. Correspondió a Benito elaborar una Regla de los monasterios, que facilitó a la Iglesia la tarea de crear una red de entidades religiosas capaces de producir sus propios medios de vida y contribuir a la reorganización del Occidente europeo tras la desintegración del imperio romano. 

Las innovaciones benedictinas incluyeron, como norma fundamental, el Ora et Labora, reza y trabaja, planteada cuando aún persistía la idea de que el trabajo manual era una actividad degradante, propia de esclavos y siervos. Ese trabajo pronto fue dividido en dos. La producción agropecuaria quedó en manos de campesinos que pagaban tributo por el uso de las tierras del monasterio. Los monjes, por su parte, se dedicaron al trabajo intelectual, haciendo de los monasterios centros de acopio, preservación y difusión de los grandes textos que habían sobrevivido al derrumbe del mundo antiguo como de las provenientes de otras culturas y los que surgían con el desarrollo del nuevo mundo cristiano.

Con ello, los monasterios se constituyeron en centros de formación de intelectuales, administradores, abogados y clérigos al servicio tanto de la Iglesia como de los reinos medievales – o, como se solía decir en los años 70, aparatos ideológicos de la dominación feudal. Para el siglo XII, esa labor había generado condiciones que abrieron paso a la creación de las universidades que animarían el desarrollo cultural de la Baja Edad Media entre los siglos XII y XV, sentando los precedentes que sustentarían la refundación de las universidades como centros de desarrollo científico y tecnológico a mediados del siglo XIX.[6]

Como vemos, hay mucho que aprender de las grandes transiciones del pasado, para entender y encarar mejor la que nos ha tocado vivir, y que aún dista de culminar. Somos criaturas de esta cuarta transición, y trabajamos todos – a sabiendas o no – para un mundo que está en camino, pero que aún no llega. 

Nuestra labor contribuye a darle forma a ese mundo, en la educación y el debate cotidiano que demanda fomentar una imaginación bien informada, capaz de organizar y orientar los trabajos necesarios para convertirla en un sistema de realidades, previendo tanto de lo que conviene estimular como aquello que convendría soslayar. Trabajamos, en efecto, para contribuir a la creación de sociedades capaces de llevar a cabo la más revolucionaria de las transformaciones: aquella que haga posible la sostenibilidad del desarrollo humano.

Alto Boquete, Panamá,7 de agosto de 2022


[1] “Fragmentos”, 72, [1885 – 1895]. Obras Completas, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975. XXII: 47-48 

[2] El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte https://www.marxists.org/espanol/m-e/1850s/brumaire/brum1.htm

[3] “La reestructuración capitalista y el sistema-mundo”. Conferencia magistral en el XX° Congreso de la Asociación Latinoamericana de Sociología, México, 2 al 6 de octubre de 1995. https://flacsoandes.edu.ec/web/imagesFTP/1265665449.La_reestructuracion_capitalista_y_el_sistema.pdf

[4] En este campo destacan autores como Peter Brown, de la Universidad de Princeton, cuyo libro más conocido en español es Por el Ojo de una Aguja. La riqueza, la caída de Roma y la construcción del cristianismo en Occidente (350-550 d.C.). Acantilado, Barcelona, 2016, y Chris Wickham, de la de Oxford, autor de obras como Una historia Nueva de la Alta Edad Media. Europea y el mundo mediterráneo, 400-800. Crítica, Barcelona, 2008 y El Legado de Roma. Una historia de Europa de 400 a 1000. Pasado & Presente, Barcelona, 2016.

[5] Para una biografía eclesial de Benito de Nursia: https://ec.aciprensa.com/wiki/San_Benito_de_Nursia .

La principal referencia biográfica de Benito es el relato de su vida elaborado por San Gregorio Magno (540-604 dC) , primer Papa benedictino, https://bibliotecadeespiritualidadymeditacion.files.wordpress.com/2017/08/san-gregorio-magno-vida-de-san-benito-abad.pdf .

[6]  Al respecto, por ejemplo, Wallerstein, Immanuel: “El futuro del sistema universitario”. http://fbc.binghamton.edu/commentr.htmComentario No. 27, 1 de noviembre de 1999

https://es.scribd.com/document/306574808/El-Futuro-Del-Sistema-Universitario-Immanuel-Wallerstein