Democracia: anteayer y pasado mañana

Guillermo Castro H.

“Hoy, la sociedad parece haber retrocedido más allá de su punto de partida; en realidad, lo que ocurre es que tiene que empezar por crearse el punto de partida revolucionario, la situación, las relaciones, las condiciones, sin las cuales no adquiere un carácter serio la revolución moderna.”

Karl Marx, 1852[1]

“Andamos sobre las olas, y rebotamos y rodamos con ellas;

por lo que no vemos, ni aturdidos del golpe nos detenemos a examinar,

las fuerzas que las mueven. Pero cuando se serene este mar,

puede asegurarse que las estrellas quedarán más cerca de la tierra.

¡El hombre envainará al fin en el sol su espada de batalla!”

José Martí, 1884 [2]

En 1848, Europa Occidental fue recorrida por una revolución popular que barrió con los últimos restos del mundo anterior a la Revolución Francesa y sustituyó en Francia la monarquía constitucional por la república burguesa. Para el 2 de diciembre de 1851, el proceso político abierto por esa revolución condujo al primer presidente de aquella república, Luis Napoleón Bonaparte, a dar un golpe de Estado conservado, que un año después desembocó en en la proclamación del llamado III Imperio – aquel que llevó a cabo la conquista colonial de Indochina e intentó establecer en México a Maximiliano de Habsburgo como emperador.

El significado histórico de ese desenlace fue abordado ese mismo año por Carlos Marx en su ensayo “El 18 Brumario de Luis Bonaparte”. Allí planteó que en Europalarepública no significaba entonces, en general, “más que la forma política de la subversión de la sociedad burguesa y no su formaconservadora de vida,” en contraste con los Estados Unidos de América,

donde si bien existen ya clases, éstas no se han plasmado todavía, sino que cambian constantemente y se ceden unas a otras sus partes integrantes, en movimiento continuo; [y] el movimiento febrilmente juvenil de la producción material, que tiene un mundo nuevo que apropiarse, no ha dejado tiempo ni ocasión para eliminar el viejo mundo fantasmal.

No es el caso examinar aquí las vicisitudes del III Imperio, derrotado en 1871 en la guerra franco-prusiana, que abrió paso a su vez a la colaboración de los ejércitos alemán y francés que condujo a la derrota de la Comuna de París, proclamada en el marco de aquella crisis por los trabajadores de la capital de Francia. Importa, si, destacar dos hechos.

El primero consiste en que, a la larga, el liberalismo triunfante encontró una doble solución a la conservación de la organización estatal republicana. Por un lado, asumió el papel de eje del equilibrio entre una izquierda de lenguaje radical y una derecha conservadora. Por el otro, fomentó el modelaje de esa izquierda mediante un proceso en el cual, a decir de Marx, tomó cuerpo una socialdemocracia constituida mediante el procedimiento de limar “la punta revolucionaria” de las reivindicaciones sociales de los trabajadores para darles “un giro democrático”, mientras a las exigencias democráticas de la pequeña burguesía “se les despojó de la forma meramente política y se afiló su punta socialista.” Con ello, esa socialdemocracia, añadía Marx, pasó a “exigir instituciones democrático-republicanas, no para abolir a la par los dos extremos, capital y trabajo asalariado, sino para atenuar su antítesis y convertirla en armonía,” mediante propuestas de transformación social planteadas en nombre de una pequeña burguesía que no deseaba “imponer, por principio, un interés egoísta de clase”, por estar convencida de que “las condiciones especiales de su emancipación son las condiciones generales fuera de las cuales no puede ser salvada la sociedad moderna y evitarse la lucha de clases.”

El segundo hecho que conviene recordar aquí es que ese proceso distó mucho de ser ni homogéneo ni universal. En el primer caso, porque sus expresiones dependieron de las formas y grados del desarrollo del capitalismo en el mundo Noratlántico, como se aprecia en la referencia de Marx al caso de los Estados Unidos. Y en el segundo, porque esas luchas democráticas tuvieron lugar fundamentalmente en los Estados que se beneficiaban de la existencia del sistema colonial que regía entonces al mercado mundial, y disputaban entre sí el control de esos beneficios.

La experiencia democrática vendría a universalizarse con la desintegración del sistema colonial a lo largo de la Gran Guerra de 1914-1945. En ese marco, hacia 1930 Antonio Gramsci examinó con gran riqueza los problemas relativos a la formación y las transformaciones de la democracia liberal y su Estado a la luz simultánea de la formación de la Unión Soviética en 1918, y del ascenso del fascismo en Italia y Alemania en la década de 1920. [3] En esa tarea, partió de considerar a la democracia en su relación con el Estado, y a éste en su relación con la sociedad.

A partir de allí, tras caracterizar a la “democracia burguesa” como liberal, parlamentaria y delegada, se planteó el problema de la construcción de un tipo de democracia fundada en el control estricto de los representantes por parte de los representados y en la homogeneidad social de la representación política. Con ello, abría a debate el problema de hacer concreto el derecho “abstracto” al autogobierno del conjunto de la sociedad.

Para Gramsci, la democracia se había convertido en el terreno específico de la lucha de clases en Occidente, y como tal debía ser abordada. A esa visión se vinculan en su trabajo, por ejemplo, los conceptos de hegemonía – que enfatiza la búsqueda de consenso – y de una sociedad regulada como futuro, una vía para superar la distinción entre gobernantes y gobernados. Al respecto, de un modo característico en su pensar, señalaba que

“Aunque sea cierto que para las clases productivas fundamentales (burguesía capitalista y proletariado moderno) el Estado no es concebible más que como forma concreta de un determinado mundo económico […] no se ha establecido que la relación de medio y fin sea fácilmente determinable y adopte el aspecto de un esquema simple y obvio a primera vista.”

Esto, añadía, sucede en una situación histórica atrasada, con una burguesía débil, cuando las “nuevas ideas” son llevadas sobre todo por la “capa de los intelectuales”, en el caso de regiones semiperiféricas – como el Sur de Europa y de América – o de la periferia colonial, donde ya estaban en ascenso movimientos de liberación nacional que desempeñarían un importante papel en la conformación de un sistema internacional / interestatal a partir de la década de 1950.

Para Gramsci, además, en el análisis del Estado correspondiente a esa democracia la “distinción entre la sociedad política y la sociedad civil […] es puramente metodológica, no orgánica y en la vida histórica concreta sociedad política y sociedad civil son una misma cosa”. Así, entendía al Estado como “todo el conjunto de actividades prácticas y teóricas con que la clase dirigente no sólo justifica y mantiene su dominio, sino que logra obtener el consenso activo de los gobernados”. Y añadía que al interior de ese Estado operaba además la lucha de la clase subalterna “por mantener la propia autonomía y a veces por construir una propia hegemonía, alternativa a aquella dominante, disputando a la clase dominante el sentido común.”

En esta perspectiva, cabía plantear que “una clase se encuentra madura para proponerse a sí misma como hegemónica solo cuando sabe ‘unificarse en el Estado’”. Con ello, cual la formación de “un nuevo tipo de Estado” generaba el problema de la formación “de una nueva civilización” que tomara cuerpo a partir de aquella “revolución moderna” que reclamara Marx en 1852.

Hoy, aquí, podemos, debemos encarar desde nosotros mismos la tarea de crear las condiciones que faciliten la transición hacia un Estado que sea revolucionario por lo democrática que llegue a ser la civilización que contribuya a generar – esto es, por su capacidad para expresar y ejercer el interés general de la sociedad. Esa civilización no será nueva si se define en confrontación con la barbarie de quienes no participan de ella. Lo será, en cambio, si lo hace desde la naturaleza de quienes la construyen, y contra la falsa erudición que lleva a otros a adversarla.

Alto Boquete, Panamá, 23 de noviembre de 2022


[1] Marx, Karl (1852): “El 18 Brumario de Luis Bonaparte”. C. Marx y F. Engels, Obras escogidas en tres tomos, Editorial Progreso, Moscú 1981, Tomo I, páginas 404 a 498. https://www.marxists.org/espanol/m-e/1850s/brumaire/brum1.htm

[2] “Maestros Ambulantes”:La América. Nueva York, mayo de 1884. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales. La Habana, 1975.VIII, 288 – 292.

[3] Al respecto, Liguori, Guido: “Democracia” y “Estado”, en Liguori, Massimo; Modonesi, Massimo y Voza, Paquale (2022): Diccionario Gramsciano (1926-1937). UNICApress, Cagliari. https://unicapress.unica.it/index.php/unicapress/catalog/view/978-88-3312-066-9/50/569-1

Un ejército de luz

Guillermo Castro Herrera

“¡Ah! Verdaderamente, la revolución de Cuba,

corona y garantía de la de nuestra América,

hallará a su hora grandes surcos.

No se perderá por la tierra. No caerá en el mar.

La amará un continente. La saluda ya

el hosanna conmovido de los hombres”.

José Martí, 1892[1]

El concepto de revolución ocupa un importante lugar en el pensamiento político de José Martí. Esto ya es evidente en su juventud, sobre todo a partir de su ingreso a México en 1875, tras cumplir la pena de destierro a España que le había sido impuesta por las autoridades coloniales de ese país en Cuba, debido a su temprana participación en la lucha por la independencia de su país.

            La fecha tiene su importancia. Nuestra América empezaba a emerger de las guerras civiles que siguieron a sus revoluciones liberales de independencia, que desembocaban en la creación de Estados que se reconocían como liberales y tenían un claro carácter oligárquico.[2] Entre 1876 y 1881, Martí – ya por entonces un joven intelectual y político liberal – conoció de cerca los resultados de esa creación en México, con la llegada al poder de Porfirio Díaz, y en Guatemala y Venezuela, con las dictaduras de Justo Rufino Barrios y Antonio Guzmán Blanco, conocido como el Autócrata Ilustrado.

Esas experiencias llevaron a Martí a repudiar la organización oligárquica del estado liberal, y el uso de la represión política y la corrupción como medios de gobierno, considerándola una desviación en el proceso histórico de la independencia. “Porque oligarquía hubo en nuestros países,” dijo en 1884,

y fue ella la que alentó y dirigió nuestra revolución de independencia; pero no para su provecho, sino para el público; y no para tener en cepo y grillos el alma luminosa, sino para imprimir con Nariño los “derechos del hombre”. ¡Y ahora está aconteciendo que los hijos de aquellos próceres gloriosos no hallan otra manera de honrarlos más que la de ingerir de nuevo en su patria los serviles respetos y vergonzosas doctrinas que echaron abajo, acompañadas de sus cabezas, sus progenitores![3]

De allí, también, que planteara que en nuestra América aún era necesaria una revolución: “la que no haga Presidente a su caudillo, la revolución contra todas las revoluciones: el levantamiento de todos los hombres pacíficos, una vez soldados, para que ni ellos ni nadie vuelvan a verlo [¿serlo? gc] jamás.”[4]

            Para la época, el término revolución designaba simplemente la captura del poder mediante el uso de la fuerza. En el caso de Cuba, cuya lucha por la independencia ingresaba en una etapa de agotamiento político que se prolongaría hasta fines de la década de 1880, el término tenía sin embargo una complejidad de otro orden, que obligaba a entender que lo necesario no era “sólo la revolución de la cólera”, sino “la revolución de la reflexión.” Se trataba, decía Martí, de “la conversión prudente a un objeto útil y honroso, de elementos inextinguibles, inquietos y activos que, de ser desatendidos, nos llevarían de seguro a grave desasosiego permanente, y a soluciones cuajadas de amenazas.”[5]

A mediados de la década de 1880, esa reflexión ya requería entender que la lucha por la independencia debía incluir la tarea de evitar una deriva liberal oligárquica en la formación de la nueva república. Los medios para esa tarea no existín aún, y debían ser creados. Ese problema subyace tras el conflicto entre Martí y los caudillos militares de la primera guerra de independencia, que éste encaró mediante una carta en la que planteaba al general Máximo Gómez

cuando en los trabajos preparativos de una revolución más delicada y compleja que otra alguna, no se muestra el deseo sincero de conocer y conciliar todas las labores, voluntades y elementos que han de hacer posible la lucha armada, mera forma del espíritu de independencia, sino la intención […] de hacer servir todos los recursos de fe y de guerra que levante el espíritu a los propósitos cautelosos y personales de los jefes justamente afamados que se presentan a capitanear la guerra, ¿qué garantías puede haber de que las libertades públicas, único objeto digno de lanzar un país a la lucha, sean mejor respetadas mañana?”[6]

            A partir de allí, la reflexión sobre el problema gana en riqueza y complejidad, y lo lleva a plantear desde su propia formación y experiencia que la revolución“no es más, en la ciencia política verdadera, que una forma de la evolución, indispensable a veces, por la desemejanza u oposición de los factores que se desenvuelven en común, para que el desenvolvimiento se consuma”.[7] Esa misma línea de pensamiento lo llevaría a decir, tres años después, que “la política científica” no consistía “en aplicar a un pueblo, siquiera sea con buena voluntad, instituciones nacidas de otros antecedentes y naturaleza, y desacreditadas por ineficaces donde parecían más salvadoras; sino en dirigir hacia lo posible el país con sus elementos reales.”[8]

Así, para fines de la década de 1880 Martí asumió que el problema fundamental de la revolución liberal democrática consistía en hacer del propio pueblo el protagonista tanto de la conquista de la independencia como de la construcción de la república que surgiera de ella. En esa perspectiva, además, comprendió que la herramienta adecuada para ese propósito era la organización del propio pueblo en un partido político, entendido a partir del hecho de que “no es la política más, o no ha de ser,”

que el arte de guiar, con sacrificio propio, los factores diversos u opuestos de un país de modo que, sin indebido favor a la impaciencia de los unos ni negación culpable de la necesidad del orden en las sociedades […] vivan sin choque, y en libertad de aspirar o de resistir, en la paz continua del derecho reconocido, los elementos varios que en la patria tienen título igual a la representación y a la felicidad.[9]

A esa tarea procedió Martí, con una disciplina cuyo rigor estaba sostenido por un pensamiento claro y preciso. Para 1892 nacía el Partido Revolucionario Cubano, concebido y construido como una organización capaz de asumir “responsabilidades sumas en los instantes de descomposición del país,” nacida

del empuje de un pueblo aleccionado, que por el mismo Partido proclama, antes de la república, su redención de los vicios que afean al nacer la vida republicana. Nació uno, de todas partes a la vez. Y erraría, de fuera o de adentro, quien lo creyese extinguible o deleznable. Lo que un grupo ambiciona, cae. El Partido Revolucionario Cubano, es el pueblo cubano.[10]

“Somos un ejército de luz, y nada prevalecerá contra nosotros” [11]: así definió Martí al Partido creado para liberar a Cuba y Puerto Rico del coloniaje español, y prevenir la expansión del naciente imperialismo norteamericano por el Caribe y la América Central. Tal es la riqueza del pensar político que iluminó el momento martiano del andar de de nuestra América. Tal, también, el que reclaman nuestros tiempos, que son otra vez de cambio y de incertidumbre.

Alto Boquete, Panamá, 2 de diciembre de 2022


[1] “En New York”. Patria, 7 de julio de 1892. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales. La Habana, 1975. V, 75.

[2] Al respecto, por ejemplo, Guerra, François Xavier (2000): Modernidad e independencias: Ensayos sobre las revoluciones hispánicas. 3ª ed. Fondo de Cultura Económica, MAPFRE. Colección HISTORIA.

[3] “Guerra literaria en Colombia”, La América, Nueva York, julio de 1884. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales. La Habana, 1975. VII, 412-413

[4]Alea Jacta Est”, El Federalista. México, diciembre 7 de 1876. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales. La Habana, 1975. VI, 360.

[5] “Lectura en la reunión de emigrados cubanos, en Steck Hall, Nueva York. 24 de enero de 1880.” Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales. La Habana, 1975. IV, 192.

[6] “Al General Máximo Gómez”. New York, 20 de octubre de 1884. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales. La Habana, 1975. I, 177-178.

[7] “Discurso en conmemoración del 10 de octubre de 1868, en Masonic Temple, Nueva York. 10 de octubre de 1887.” Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales. La Habana, 1975. IV, 242.

[8] “Discurso en conmemoración del 10 de octubre de 1868, en Hardman Hall, Nueva York. 10 de octubre de 1890.” Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales. La Habana, 1975. IV, 248.

[9] “El tercer año del Partido Revolucionario Cubano. El alma de la revolución y el deber de Cuba en América”. Patria, 17 de abril de 1894. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales. La Habana, 1975. III, 139.

[10] “El Partido Revolucionario Cubano”. Patria, Nueva York, 3 de abril de 1892. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales. La Habana, 1975. I, 366.

[11] “La Delegación del Partido Revolucionario Cubano a los Clubs.” Julio, 1893. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales. La Habana, 1975. II, 359.