Panamá (2013): las transformaciones en curso

Nota ara una arqueología del lugar del transitismo en nuestro debate político

Guillermo Castro H.

Agradezco a Nils Castro, Ana Elena Porras, Jorge Montalván y Jorge Giannareas sus comentarios, observaciones y sugerencias en el proceso de elaboración de estas ideas.

I

Para cualquiera que nos conozca, Panamá atraviesa por un período de transformaciones evidentes. Algunas son más visibles que otras, sin duda, y es probable que sean estas últimas las de mayor trascendencia para nuestro futuro. De todas ellas, la más importante consiste, sin duda, en la transformación de nuestra República en un estado nacional en el pleno sentido de la expresión, a partir de la década de 1990 y al cabo de un largo período precedente de desarrollo semicolonial primero, entre 1903 y 1936, y neocolonial después, entre aquel último año y 1979.

También es evidente un proceso de crecimiento económico sin precedentes por su intensidad y su duración, tras el cual subyace la transformación de una economía de enclave, articulada en torno a un canal vinculado a la economía interna de los Estados Unidos, en otra mucho más abierta, que se estructura a partir de una Plataforma de Servicios Globales de creciente complejidad. Y a esto cabe agregar la transformación de una sociedad de fuertes valores rurales y estrechos vínculos entre los sectores populares y de capas medias profesionales de origen reciente, en otra de carácter urbano, de gran desigualdad estructural, que aún se encuentra en el proceso de construir su nueva identidad.

En ese marco, también, ha venido transformándose la actitud de los pobres de la ciudad y el campo ante sus propios problemas, desde la aceptación más o menos pasiva de su condición de marginalidad, hacia una creciente voluntad y capacidad para reclamar mejores condiciones de vida. Aquí, la formación de alianzas entre movimientos indígenas, campesinos y de pobladores urbanos pobres, junto a la inscripción – por primera vez en décadas – de un partido político que tiene sus raíces en un sector del movimiento obrero, constituyen novedades del mayor interés.

De momento, sin embargo, estas transformaciones en curso no parecen incluir la de nuestra capacidad para percibirlas en lo más trascedentes de su significado. Por el contrario, lo que se transforma con mayor lentitud entre nosotros es el pensamiento político forjado entre las décadas de 1940 y 1970, en el que se confrontan hasta hoy un populismo liberal y otro conservador, que comparten una concepción del mundo organizada en categorías como pueblo y oligarquía, tradición y modernidad, o atraso y progreso.

Por lo mismo, el planteamiento de los problemas que encara Panamá en este momento de su historia encara una confusión cada vez más evidente. Entre nosotros, por ejemplo, se da por sentado que la economía crece en una sociedad que no cambia, y que el evidente incremento de la desigualdad constituye en un problema administrativo de reparto, y no de relacionamiento social.

En realidad, lo que no se alcanza a percibir entre nosotros es que el crecimiento económico y la desigualdad social son formas – entre otras- en que se expresa un proceso más complejo de transformación de la sociedad, de su economía, y de su cultura. En lo más esencial, ese proceso consiste en la transformación de la vieja economía – en la que la actividad del tránsito operaba al interior de un enclave que hacía parte de una economía distinta a la nacional -, en otra en la que el tránsito hace parte de la economía interna, y se diversifica en su contenido como en sus rutas.

Aquella economía fue definida como transitista, no porque dependía del tránsito interoceánico – una actividad milenaria en el Istmo -, sino por la forma en que esa actividad vino a ser organizada a partir del momento en que el territorio que hoy habitamos fue incorporado a la formación y el desarrollo del moderno mercado mundial, desde mediados del siglo XVI.

Aquella organización – aún vigente en lo más esencial – se caracterizó por el control monopólico del tránsito por una potencia externa; la concentración de la actividad del tránsito  por una única ruta, la del valle del río Chagres, y la de sus beneficios en quienes controlaban esa ruta; el subsidio ambiental a la actividad así concentrada a partir de un corredor agroganadero extendido a lo largo del litoral Pacífico Occidental del Istmo, y la formación de una frontera interior que marginó al litoral Atlántico y el Darién del proceso de formación nacional hasta fecha relativamente reciente.

A esto cabe agregar, en lo cultural y lo ideológico la formación y reproducción constante de una mentalidad característica en los sectores dominantes, que considera a estos rasgos históricos como consustanciales a la condición ístmica del territorio y al predominio del tránsito como actividad económica, y no como elementos característicos de una determinada fase de la historia de Panamá. Para esa mentalidad, por lo mismo, el problema fundamental no era la organización transitista del tránsito, sino el control de esa organización por una potencia extranjera. Y, así planteado el problema, su solución no podía ser más evidente: nacionalizar y preservar el transitismo, bajo el control del Estado que esos sectores controlan.

Así, a lo largo del siglo XX – cuando la organización del tránsito alcanzó su forma transitista más extrema con la construcción y operación de un Canal en el Istmo por un gobierno extranjero – se fue constituyendo una situación en la que la zonas más prósperas de aquella economía estaban asociadas a enclaves económicos que recibían grandes subsidios del resto del país, su población y su territorio: la Zona del Canal, las bananeras de la United Fruit Company en Bocas del Toro y Chiriquí, y la Zona Libre de Colón.

Así la cosas, tendría que ser evidente que la integración del Canal a la economía interna, como la inserción de la economía local en la global a través de la formación de una Plataforma de Servicios Transnacionales en torno al Canal, no son hechos que puedan ser reducidos a una mera expansión cuantitativa de la vieja economía de transitista organizada en enclaves. Por el contrario, estos cambios tienen una singular trascendencia, en cuanto abren posibilidades inéditas para el desarrollo del país.

La nueva economía podrá llegar a ser transitista, o no. Si sigue siéndolo – esto es, si sigue concentrando el tránsito y sus beneficios en un único corredor interoceánico, subsidiado mediante la devastación ambiental y el deterioro social del resto del país -, esa economía demandará una organización social y política tan autoritaria como lo fue la antigua Zona del Canal. Si opta por una nueva organización, que descentralice el tránsito y sus beneficios mediante múltiples corredores interoceánicos e interamericanos, y fomenta su capital natural mediante el fomento de su capital social, esa economía será realmente nueva y le será natural sustentarse en una organización democrática de su vida social y política.

II

De momento, sin embargo, el hecho dominante en la vida nacional es la desintegración de la vieja economía. Ese proceso va devastando toda la institucionalidad creada para el servicio y reproducción de la economía anterior, así como va haciéndolo – aunque a un ritmo mucho más lento – con las formas del razonar propias de la cultura asociada a aquella institucionalidad.  Esto explica, por ejemplo, que nuestra intelectualidad tienda a percibir las transformaciones en curso como un mero asunto de circunstancia y oportunidad, en el mejor de los casos, o de simple desorden y desgreño, en el peor.

En esas circunstancias, la primera reacción ha sido la de resistir a esa devastación.  Así, a mediados de la década de 1990 una parte significativa del movimiento popular salió a la defensa de lo que restaba de los derechos sociales otorgados durante el período torrijista populista de 1972 – 1976, mientras un gobierno presidido por el PRD procedía a desmantelar el aparato de Estado que había permitido ofrecer y sostener aquellos derechos. De manera semejante, los sectores democráticos de capas medias salieron a defender lo que restaba de la institucionalidad establecida a partir del golpe de Estado de diciembre de 1989.

Aquellas tensiones de fines del siglo XX parecieron encontrar alivio a mediados de la primera década del XXI con el primer auge de la economía nueva, estimulado por la enorme inversión de fondos públicos en las obras de ampliación del Canal y de construcción de la infraestructura necesaria para facilitar su integración a la economía interna del país. Ese auge se acercar a su límite con el fin de esas inversiones, y entre los sectores dominantes empieza a ser creciente la preocupación por las medidas que requiera hacer sostenible el crecimiento sostenido que ha experimentado la economía nacional.

Esto es más complejo de lo que parece a primera vista. No se trata, en efecto, de un problema meramente económico, sino de un proceso que abarca tanto el conjunto de la realidad nacional, como el de las relaciones internacionales de Panamá. Los problemas inherentes a un proceso de tal complejidad no pueden ser encarados asumiendo que la economía simplemente arrastra tras de sí en un proceso único y lineal al resto de los componentes de la vida nacional. Por el contrario, esos componentes – político, social, cultural, identitario, ambiental – se transforman a distintas velocidades, a veces interactuando sinérgicamente entre sí, a veces obstaculizándose unos a otros.

Así, el crecimiento económico modifica la estructura social haciéndola cada más inequitativa y excluyente. Esto,  a su vez, tensiona cada vez más las relaciones de los sectores más y menos favorecidos entre sí, y con el Estado.  Esas tensiones, por su parte, erosionan los elementos de identidad colectiva y comunidad de propósitos imprescindibles para la construcción de consensos, lo cual hace cada vez más difícil el manejo de las contradicciones que emergen del crecimiento económico, y así sucesivamente. Comprender esas interacciones, y su incidencia sobre la velocidad de marcha y la orientación del proceso de transformación en su conjunto, tiene aquí la mayor importancia.

Los conflictos y contradicciones que se derivan de esa interacción se manifiestan, en lo más visible, como rezagos que limitan la posibilidad de acercarse a un modelo de desarrollo social para el crecimiento económico, capaz de procesar sus propios conflictos y obtener de ese procesamiento la energía necesaria para sostenerse en el tiempo.  Así, algunos de los factores de conflicto que operan al interior de las transformaciones en curso en la vida nacional incluyen, por ejemplo, el que opone los procesos de formación de fuerza de trabajo y los de formación y desarrollo de nuevas formas de organización de la producción en el país, bloqueando la posibilidad de ofrecer la educación – en sentido estricto de formación técnica y moral para una sociedad distinta a la que tenemos – que demandaría un crecimiento sostenible; la creciente tendencia a la concentración de la riqueza, que contradice la necesidad de hacer mucho más inclusiva la vida productiva del país, estimulando el desarrollo de formas de organización productiva correspondientes a la creciente riqueza y diversidad de nuestras relaciones económicas internacionales y, sobre todo, el conflicto entre una sociedad cada vez más atrasada, y una economía cada vez más articulada a la complejidad del mercado global.

III

En lo inmediato, nuestro problema mayor radica en que quienes intuyeron la inminencia de este proceso de transformaciones – no para conducirlo, sino para explotarlo en su propio beneficio – no saben con qué sustituir lo que tan activamente contribuyen a destruir. Sus oponentes tampoco saben con qué sustituir lo que ya no están en capacidad de defender, y todos claman por una Asamblea Constituyente, que no se materializa porque aún no emerge un bloque social capaz de convocarla y conducirla.

Y aun esto, sin embargo, se refiere más al aspecto principal de las contradicciones que encaramos, que a la principal de esas contradicciones: aquella que enfrenta al tránsito contra el transitismo o, lo que es su equivalente en el terreno político, contrapone la esperanza imposible de crecer sin cambiar, propia de los sectores dominantes en toda sociedad, y la necesidad de cambiar para crecer, característica de períodos de transición entre lo que fue y lo que aún no llega a ser. En una circunstancia así, adquiere especial vigencia el viejo refrán que nos advierte que en política no hay sorpresas, sino sorprendidos. Urge, por lo mismo, identificar con verdadera claridad tanto la naturaleza del cambio que ya está en curso, como la de los rezagos del pasado y los obstáculos de coyuntura que lo hacen más lento y lo distorsionan, acentuando sus peores rasgos – como la inequidad social y la desesperanza política -, y limitando la posibilidad de encauzarlo en una dirección que se corresponda con los mejores intereses del país.

No estamos – como lo proclaman quienes hoy reclaman para sí la conducción política del país – ante problemas derivados de una mala gestión pública en los gobiernos de ayer, de hoy o de mañana. Por el contrario, la mala gestión pública expresa, aquí, el divorcio entre el Estado que se desintegra y la sociedad que emerge en este proceso de transformación que nos conduce a una etapa enteramente nueva en nuestra historia.

Esa nueva etapa se caracterizará por lo mucho peor o mucho mejor que llegue a ser con respecto a la que la precedió. Libradas las cosas a la espontaneidad del cambio, será sin duda peor. Encaradas en su carácter contradictorio, apoyando lo que esa contradicción entraña de promesa y previendo a tiempo lo que trae de amenaza, puede llevarnos a una situación mucho mejor. Gestionar con claridad de propósitos la transformación de la sociedad y de su Estado viene a ser, aquí, la clave para evitar aquel riesgo y abrir paso a un país en el que el interés público se corresponda, en sus expresiones de política estatal, con el interés general de la nación.

Panamá, mayo 2013

Crisis, ¿cuántas?

Guillermo Castro H.

“el que pone de lado, por voluntad u olvido, una parte de la verdad,

cae a la larga por la verdad que le faltó, que crece en la negligencia,

y derriba lo que se levanta sin ella.”

José Martí, 1891.[1]

El problema de la crisis se ha instalado como un gigantesco eclipse del entendimiento en la escena mundial. La dificultad en caracterizarla acompaña de cerca las dificultades del sistema mundial para encararla. Ante esta situación, por ejemplo, el Foro Económico Mundial plantea que “la cascada de crisis interconectadas en que nos vemos envueltos a comienzos de 2023 demanda un nuevo descriptor para definir la escala de los problemas que enfrenta el mundo”. Así, ha optado por el término “policrisis” para acercarse a una visión interactiva de los conflictos que animan el cambio de época que vivimos.[2]

Desde otra perspectiva, sin embargo, cabe decir que aquello que encaramos es una crisis general de la organización adoptada por el sistema mundial tras la Gran Guerra de 1914-1945. Aquel conflicto tuvo entre sus consecuencias geopolíticas mayores la liquidación de la previa forma colonial de organización de ese sistema. En lo geocultural, además, dio lugar al desplazamiento – que no la liquidación- del viejo paradigma del colonialismo como lucha de la civilización contra la barbarie, por el de la colaboración mundial en la lucha contra el subdesarrollo de las viejas sociedades coloniales, una vez transformadas en Estados nacionales.

Esa perspectiva resulta más integral por estar mejor integrada. Con ello, facilita distinguir entre la contradicción principal que anima la crisis que encaramos, y el aspecto principal de esa contradicción en cada momento de su desarrollo. Como nos dice un texto clásico sobre este tema

En el proceso de desarrollo de una cosa compleja hay muchas contradicciones y, de ellas, una es necesariamente la principal, cuya existencia y desarrollo determina o influye en la existencia y desarrollo de las demás contradicciones. […] De este modo, si en un proceso hay varias contradicciones, necesariamente una de ellas es la principal, la que desempeña el papel dirigente y decisivo, mientras las demás ocupan una posición secundaria y subordinada. Por lo tanto, al estudiar cualquier proceso complejo en el que existan dos o más contradicciones, debernos esforzarnos al máximo por descubrir la contradicción principal. Una vez aprehendida la contradicción principal, todos los problemas pueden resolverse con facilidad. [3]

Así, por ejemplo, el cambio climático vendría a ser el aspecto principal de la contradicción en las relaciones entre la especie humana y el sistema Tierra que ha dado lugar a la formación del Antropoceno. Pero incluso esa crisis es un aspecto de otra, directamente vinculada al desarrollo de la especie que somos. En efecto, todo indica que la contradicción principal que anima este cambio de épocas es la que ocurre entre el desarrollo de las fuerzas productivas generadas por la Cuarta Revolución Industrial, y la organización interestatal de ese mercado.

Esa organización del mercado mundial vino a ser la respuesta a lo planteado por Marx en 1858, en el sentido de que la tarea histórica de la burguesía había sido “la creación del mercado mundial […], y de la producción basada en ese mercado.” Esa tarea habría culminado con “la colonización de California y Australia y la apertura de China y Japón”, con lo cual para mediados del siglo XIX “el movimiento de la sociedad burguesa” todavía estaba “en ascenso sobre un área mucho mayor” que el mundo Noratlántico en que había nacido el capitalismo.[4]

Al respecto, conviene recordar que la primera forma de organización del mercado mundial – la que lo creó de hecho, y le dio su primer gran impulso – fue el sistema colonial, dominante en el mercado mundial entre 1650 y 1950. En su fase ascendente, dicho sistema, al decir de Marx, “hizo madurar, como plantas de invernadero, el comercio y la navegación”, administrados por sociedades comerciales que “constituían poderosas palancas de la concentración de capitales”, pues “la colonia aseguraba a las manufacturas en ascenso un mercado donde colocar sus productos y una acumulación potenciada por el monopolio del mercado.”[5]

Para fines del siglo XIX, sin embargo, el sistema colonial ingresó a un proceso de crisis y descomposición agobiado por sus crecientes costos de operación para los estados coloniales, y por el ingreso a escena de la organización monopólica de las grandes economías capitalistas, bajo la hegemonía del capital financiero. A ese respecto, pudo decir V.I. Lenin en 1917 que “el resumen de la historia de los monopolios” era el siguiente:

1) Décadas de 1860 y 1870: cénit del desarrollo de la libre competencia. Los monopolios están en un estado embrionario apenas perceptible. 2) Tras la crisis de 1873, largo período de desarrollo de los cárteles, que son todavía una excepción. No están aún consolidados, son todavía un fenómeno pasajero. 3) Auge de finales del siglo XIX y crisis de 1900-1903: los cárteles se convierten en un fundamento de la vida económica. El capitalismo se ha transformado en imperialismo.[6]

La “época presente” a que se refería Lenin, en todo caso, estaba aún en formación. En realidad, vino a conformarse a mediados del siglo XX con la organización del mercado mundial como un sistema internacional, que multiplicó y diversificó los centros de acumulación, al crear cerca de 200 mercados tutelados por sus respectivos Estados nacionales. Esto creó las condiciones para el pleno despliegue de aquella cualidad característica que Lenin le atribuía al capitalismo maduro: que la exportación de bienes era característica “del

del viejo capitalismo, cuando la libre competencia dominaba indivisa”, mientras en el capitalismo moderno “donde manda el monopolio”, lo característico es “la exportación de capital.”[7]

No es de extrañar, así, que el sistema internacional fuera organizado para facilitar la expansión incesante del capital financiero a partir de entidades como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional que garantizaron además la dolarización de la economía mundial. Ese impulso fue tan poderoso, que transformó mucho más el mercado mundial en 50 años de lo que lo había transformado el sistema colonial en 4 siglos.

El agotamiento de esa fase de desarrollo del mercado mundial está en el origen de la crisis que hoy encaramos. La vieja organización internacional, en efecto, ha ingresado a un proceso de transición cuyo carácter y alcance aún no estamos en capacidad de establecer con precisión. A riesgo de contaminar la reflexión con salpicaduras de lugares comunes, cabría quizás decir que transitamos desde un sistema internacional – interestatal, en realidad – a uno transnacional. En el primero, los Estados nacionales tutelan de un u otro modo a sus propios mercados, mientras en el segundo grandes corporaciones transnacionales tutelan a esos Estados.

A esta visión parece corresponder la idea de que la crisis por la que atraviesa el sistema mundial expresa entre las tendencias a la multipolaridad de aquella “área mucho mayor” a que se refería Marx en 1858, y la aspiración a la unipolaridad de aquel de sus integrantes forjado por la única sociedad creada por el capital y para el capital. El punto aquí, de momento, consiste en cuál de esas dos formas de organización favorece más a la acumulación del capital a escala mundial y cual favorece menos el paso a formas de organización de la vida social que favorezcan la lucha por la sostenibilidad del desarrollo de nuestra especie.

De momento, parece evidente que el orden unipolar sólo puede ser impuesto y sostenido mediante la guerra sin fin, proclamada y ejercida como una política explícita de la potencia hegemónica tras la agresión terrorista de que fue objeto en septiembre de 2001. Por contraste, el orden multipolar parece ofrecer mayor espacio a la negociación y la formación de conjuntos de interlocutores que se relacionen entre sí en un mundo en el que la Cuarta Revolución Industrial impone un régimen de tiempos que tienden a acortarse sin cesar.

Desde nuestro propio lugar en tal proceso, ¿cómo aplicar el mandato martiano de hacer causa común con los oprimidos “para afianzar el sistema opuesto a los intereses y hábitos de mando de los opresores”? La respuesta más adecuada está en el primer párrafo del ensayo Nuestra América, que es como el acta de nacimiento de nuestra contemporaneidad: no dar por bueno el “orden universal, sin saber de los gigantes que llevan siete leguas en las botas y le pueden poner la bota encima, ni de la pelea de los cometas en el Cielo, que van por el aire dormidos engullendo mundos.”[8]

Nuestra América empieza a encontrar camino propio en la crisis, utilizando “las armas del juicio, que vencen a las otras.” Desde trincheras de ideas que “valen más que trincheras de piedra” lucha hoy contra “las ideas y formas importadas que han venido retardando por su falta de realidad local, el gobierno lógico”[9], y desde la lucha por ese gobierno ve en la posibilidad de un mundo multipolar el camino mejor para avanzar hacia un desarrollo que sea sostenible por lo humano que llegue a ser.

Alto Boquete, Panamá, 19 de abril de 2023.

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[1] “Nuestra América”. La Revista Ilustrada, Nueva York, 1 de enero de 1891; El Partido Liberal, México, 30 de enero de 1891. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales. La Habana, 1975. VI, 18.

[2] https://www.weforum.org/agenda/2023/01/polycrisis-global-risks-report-cost-of-living/

[3] Mao Zedong (1937): “Sobre la contradicción”. www.marx2mao.com/M2M(SP)/Mao(SP)/OC37s.html

[4] Karl Marx a Friedrich Engels en Manchester / Londres, viernes [8 de octubre] de 1858

http://hiaw.org/defcon6/works/1858/letters/58_10_08.html

[5] “La llamada acumulación originaria” [Libro I “El proceso de producción del capital”, sección VII “El proceso de acumulación del capital”]. Marx, Karl: Antología. Selección e introducción de Horacio Tarcus. Siglo XXI editores, Buenos Aire. 2019: 373.

[6] El Imperialismo. Fase superior del capitalismo (esbozo popular).

[7] Lenin, V.I. (1917): El Imperialismo. Fase superior del capitalismo (esbozo popular). IV: “La exportación de capital.” https://www.fundacionfedericoengels.net/images/PDF/lenin_imperialismo.pdf

[8] Ídem, VI:15.

[9] VI, 18-19.

Panamá: del agua entre los mares

Guillermo Castro H.

De súbito, en apariencia, la degradación constante en las relaciones entre la sociedad panameña y su entorno natural se ha tornado socioambiental. El debate en torno a un contrato entre el Estado panameño y la minera canadiense First Quantum, que ya venía explotando una enorme concesión minera en el entorno de áreas protegidas vinculadas al Corredor Biológico del Atlántico Mesoamericano, se combinó con un gran incendio en el relleno sanitario de la Capital, situado entre la cuenca del Canal y áreas ya urbanizadas de la ciudad. A esto se sumó la protesta masiva de residentes en las ciudades dormitorio situadas en la ribera Oeste del Canal, a quienes se les han vendido viviendas sin dotación segura de agua potable mientras, por su parte, el Administrador de la Autoridad del Canal de Panamá advertía al país sobre la necesidad de atender a las necesidades de abastecimiento de agua para la vía interoceánica en el mediano plazo.

Panamá ha ingresado así – y a una escala no vista antes – a una circunstancia en que grupos sociales distintos aspiran a hacer usos mutuamente excluyentes de los recursos de un mismo ecosistema. Tal es el terreno de la ecología política, que hasta ahora carecía de un lugar relevante en nuestra cultura ambiental, aún vinculada en buena medida al conservacionismo conservador norteamericano. Pero ahora puede ser que 2024 pase a ser el año en la ecología política encuentre un lugar para sí entre nosotros.

El país, por ejemplo, necesita establecer una política realmente pública en materia de gestión del agua. Dado que la política es cultura en acto, el proceso de formación y formulación de esa política deberá insertarse en otro, más amplio y complejo, de formación de una cultura del agua correspondiente al papel que ésta desempeña en la sostenibilidad del desarrollo humano de la sociedad panameña. Y esto, a su vez, demanda indagar en la manera en que las contradicciones en nuestra relación con el agua se vinculan con las que animan nuestro desarrollo social.

En lo general, sabemos que el agua es un elemento vital en el metabolismo entre las sociedades humanas y sus entornos naturales. Aquí, lo que distingue la relación de los humanos con el agua consiste en que todos los demás seres vivientes la utilizan, pero solo nuestra especie la transforma. Así, si bien para todos los seres vivientes es un elemento natural, los humanos se vinculan con ese elemento transformándolo en un recurso adecuado a sus necesidades.

En esa relación entre la especie, el elemento y el recurso destacan dos elementos. Uno, que la relación entre ambos está mediada por el trabajo socialmente organizado. Otro, que el carácter y el alcance de esa organización social del trabajo cambia con el desarrollo histórico de la sociedad, y con los cambios que en ese proceso ocurren en su entorno natural.

Así, el agua tiene tanto una historia natural como tiene una historia social, cuya combinación sustenta su historia ambiental, que hace parte de otra, más amplia: la del desarrollo humano a partir del metabolismo que cada sociedad establece con su entorno natural.  En ese sentido, por ejemplo, el historiador y sinólogo Karl Wittfogel resaltó en su momento la existencia “de al menos dos grandes tipos de civilizaciones agrarias rural – urbanas -las hidráulicas y las no hidráulicas”, destacando el peculiar potencial civilizatorio de las primeras a partir de la eficacia de su producción agrícola.[1]

Para Wittfogel, ese potencial estaba determinado por la capacidad de aquellas civilizaciones para la gestión del agua como recurso para la agricultura a partir del hecho de que -a diferencia de otros factores como la temperatura, la disposición de la superficie, la fertilidad del suelo, y el carácter de las plantas cultivables – el agua “es el único recurso que tiende a aglomerarse en bulto.” Al respecto, propuso una caracterización de las actividades agrícolas a partir de su relación con el agua.

Así, llamó pluviagricultura a aquella en la cual “un clima favorable permite el cultivo sobre la base de las precipitaciones naturales”; “hidroagricultura”, a la que recurre a la irrigación, aunque solo a pequeña escala, y “agricultura hidráulica” a aquella en que la abundante oferta de agua disponible lleva “a la creación de grandes obras hidráulicas, productivas y de protección, que son administradas por el gobierno.” Esta combinación de “una agricultura y un gobierno hidráulicos, y una sociedad organizada en torno a un único centro,” dijo, “constituye la esencia institucional de la civilización hidráulica.”

Para Wittfogel, la eficacia administrativa de ese tipo de civilización podía incluso dar lugar a la existencia de gobiernos que, sin tener funciones hidráulicas relevantes, utilizaran los métodos de administración y ejercicio del poder propios del “despotismo hidráulico” con el fin de “mantener débil a la propiedad privada, y políticamente impotentes a las fuerzas no burocráticas de la sociedad.” Tal, quizás, sea el caso de Panamá.

De hecho, el agua como recurso natural siempre es objeto de una política – implícita o explícita -, cuyos orígenes, racionalidad y posibilidades de transformación y desarrollo pueden y deben ser estudiados. En el caso de Panamá nuestra cultura del agua ha tenido dos momentos formativos. Entre los siglos XVI y XIX, fue una pluvicultura. Del XX acá, es una cultura hidráulica, ligada primero a la construcción y operación del Cana en el marco de una relación de protectorado impuesta por la mayor potencia capitalista del Hemisferio a una pequeña sociedad comercial y agraria, primero, y de una red de hidroeléctricas, después, a la que ahora se agrega la minería metálica a cielo abierto en la región más lluviosa del país.[2]

Así, los conflictos en torno al agua se expresen aquí a partir de la contradicción entre una cultura hidráulica dominante en la administración del Canal de Panamá y en el imaginario estatal, que coexiste en una relación inarmónica con la pluvicultura dominante en el resto de la sociedad. La cultura hidráulica, en efecto, hace una administración centralizada y cuidadosa del agua. La pluvicultura, en cambio, simplemente se apropia del agua donde esté disponible, la utiliza en actividades de muy limitada complejidad, y la devuelve sin tratamiento alguno a su entorno natural.

De esta inarmonía proviene el hecho de que en Panamá el agua sea un elemento natural muy abundante, pero un recurso natural cada vez más escaso debido a la ausencia de una adecuada gestión de las cuencas hidrográficas, y el uso muy frecuente de los cursos de agua como vertederos de desechos. Todo ello deteriora la calidad del elemento natural e incrementa los costos de su producción como recurso para actividades complejas, como las que demandan agua potable.

En estas circunstancias, la atención a los problemas indicados demandaría un alto grado de organización social comunitaria, y una efectiva capacidad de gestión de los municipios. Ambas cosas están ausentes en Panamá, en particular la organización social de los sectores populares y de capas medias, que los condena esperar que el Estado encuentre la voluntad y los recursos para atender a sus necesidades. El Estado, por su parte, espera de esos sectores paciencia y comprensión – mientras mayores, mejor – porque en realidad carece hoy de la capacidad para comprender y atender a esas necesidades, y trabajar con los afectados en su solución.

Dicho en liberalés, Panamá requiere fomentar su capital natural mediante el fomento de su capital social, para hacer posible la protección del elemento y garantizar la disponibilidad del recurso. De ese doble fomento hace parte el proceso de formación y formulación de una política del agua sustentada en la capacidad de nuestra gente para comprender y ejercer relaciones con el agua que contribuyan a resolver los problemas socioambientales que hoy afectan su relación con ella.

Esto, naturalmente, demandará promover y facilitar la organización social y comunitaria que permita a la población construir una relación social con el agua que contribuya al desarrollo humano en el siglo XXI. Tal política nos permitiría iniciar el tránsito desde el despotismo hidráulico a la gestión democrática del agua, en el camino que nos lleve a la economía del Pro Mundi Beneficio – como lo proclama el escudo nacional -, por otra que haga de los servicios al tránsito interoceánico e interamericano la base de una sociedad que trabaje con el mundo Pro Domo Beneficio, como debe ser.

Alto Boquete, Panamá, 10 de abril de 2023


[1] “The Hydraulic Civilizations”, en Thomas, William L. (ed  .), 1956: Man’s Role in Changing the Face of the Earth, The University of Chicago Press, 1967. Traducción de Guillermo Castro H.

[2] De hecho, la abundancia del agua en Panamá generó un grave problema y una innovadora solución para el tránsito interoceánico entre fines del siglo XIX y comienzos del XX. El proyecto francés de un canal a nivel, en efecto, fracasó en su intento de conquistar el agua conquistando la tierra. El canal norteamericano, logró dominar el agua trabajando con ella, para convertir el elemento natural provisto por el río Chagres en el recurso natural almacenado y administrado en el lago Gatún.

De la espiral en curso

Guillermo Castro H.

https://connuestraamerica.blogspot.com/2023/04/de-la-espiral-en-curso.html

“No es cierto que Marx ya no satisface nuestras necesidades. Por el contrario, nuestras necesidades todavía no se adecúan a la utilización de las ideas de Marx.”

Rosa Luxemburgo, 1903[1]

Al referirse a los problemas de método en el estudio de grandes autores del pasado, Gramsci señala la necesidad de distinguir entre las obras que el autor “ha terminado y publicado” y aquellas que “ha dejado inéditas, por no estar consumadas, y luego han sido publicadas por algún amigo o discípulo, no sin revisiones, reconstrucciones, cortes, etc., o sea, no sin una intervención activa del editor.” Al respecto, añade que el contenido de estas últimas

no se puede considerar definitivo, sino sólo como material todavía en elaboración, todavía provisional; no se puede excluir que esas obras, especialmente si han pasado mucho tiempo en periodo de elaboración sin que el autor se decidiera nunca a terminarlas, habrían sido parcial o totalmente repudiadas por el autor mismo, y consideradas no satisfactorias.[2]

Este comentario de Gramsci se refiere en lo fundamental a los tomos II y III de El Capital, editados tras la muerte del autor por Friedrich Engels. El carácter del vínculo intelectual y cordial existente entre Marx y Engels, se expresa en el hecho mismo de que éste reconociera siempre el genio de Marx, y apelara a su autoridad en los debates en que le correspondió defender a la filosofía de la praxis fundada por su compañero durante los doce años en que lo sobrevivió. Así, en su prólogo a la primera reedición del Manifiesto Comunista que ambos redactaran en 1848, tras la muerte de Marx en 1883, Engels señala que la idea central que inspirara “todo el Manifiesto

a saber, que el régimen económico de la producción y la estructuración social que de él se deriva necesariamente en cada época histórica constituye la base sobre la cual se asienta la historia política e intelectual de esa época, y que, por tanto, toda la historia de la sociedad -una vez disuelto el primitivo régimen de comunidad del suelo- es una historia de luchas de clases, de luchas entre clases explotadoras y explotadas, dominantes y dominadas, a tono con las diferentes fases del proceso social, hasta llegar a la fase presente, en que la clase explotada y oprimida -el proletariado- no puede ya emanciparse de la clase que la explota y la oprime -de la burguesía- sin emancipar para siempre a la sociedad entera de la opresión, la explotación y las luchas de clases; esta idea cardinal fue fruto personal y exclusivo de Marx.[3]

Hoy, las observaciones de Gramsci ganan en valor ante la labor de rescate y edición de textos inéditos de Marx que se iniciara en 1939 con la publicación de los Grundrisse – el esbozo elaborado entre 1857 y 1858 de lo que llegaría a ser el tomo I de El Capital. De esa labor, que incluye la edición de los cuadernos de apuntes de Marx elaborados por Marx entre 1867 y 1883, en campos como las ciencias naturales y la etnología, da cuenta por ejemplo la obra del joven filósofo japonés Kohei Saito.[4]

Los dos libros más conocidos de Saito son Karl Marx’s Ecosocialism. Capitalism, Nature, and the Unfinished Critique of Political Economy, (Monthly Review Press, 2017) y El Capital en la Era del Antropoceno, publicado originalmente en japonés en 2020, y en español en 2022 por SINEQUANON / Barcelona. Este último desarrolla en lo político lo planteado en el primero con relación al aporte de Marx al análisis de la crisis socioambiental generada por la intensidad del saqueo simultáneo de los recursos naturales y humanos de las sociedades contemporáneas para la acumulación incesante de ganancias, en particular tras la transición – entre 1914 y 1945- de la organización colonial del mercado mundial a la internacional que vemos desintegrarse hoy.

En esa perspectiva, Saito plantea que la visión dominante del marxismo en el siglo XX tuvo “dos características: el determinismo de las fuerzas productivas y el eurocentrismo”, ya presentes en el Manifiesto de 1848.[5] Para Saito, esas características fueron superadas por el Marx maduro que emerge de la lectura de sus cuadernos de apuntes posteriores a 1867. Así, dice, el eurocentrismo fue descartado a partir del estudio detallado del potencial transformador de las sociedades periféricas del sistema colonial – en particular las de la India y Rusia. Por su parte, la visión de las fuerzas productivas como medio de crecimiento económico sostenido cedió a un análisis detallado del impacto destructivo de ese crecimiento sobre la relación metabólica entre la especie humana y su entorno natural y, con ello, sobre lo que hoy llamaríamos la sostenibilidad del desarrollo humano. Con ello, dice Saito,

Al desertar del determinismo de las fuerzas productivas y abandonar, por consiguiente, el eurocentrismo, a Marx no le quedó más remedio que renegar de la visión de la historia como progreso. Había que rehacer por completo el materialismo histórico.[6]

En esa línea de reflexión, Saito propone dos elementos del mayor interés. Uno consiste en encarar la crisis socioambiental en su relación con la del sistema mundial. Otro, en destacar el papel que en esa crisis desempeña el llamado “Sur global”, en el que los problemas socioambientales del capitalismo se combinan con los del carácter dependiente del mismo. Atendiendo a esos factores, plantea que “la única forma de reparar la fractura en el metabolismo entre el hombre y la naturaleza” consiste en “transformar drásticamente el trabajo para permitir una producción acorde con los ciclos de la naturaleza.”

La transformación del trabajo es decisiva para superar la crisis ambiental, dice Saito, pues éste conecta al hombre y la naturaleza. Esa transformación, añade, se corresponde con aquello “que proponía Marx en sus últimos años”:

reformular a producción para que estuviera gobernada por el valor de uso, reducir toda aquella que solo procurase valor de cambio inútil, acortar las horas de trabajo y detener la división del trabajo que arrebata la creatividad a los trabajadores. Y, en paralelo, avanzar en la democratización del proceso productivo. Los trabajadores son quienes deben decidir democráticamente acerca de las cuestiones relativas a la producción. No importa que la toma de decisiones se ralentice. Asimismo, se deben revalorizar socialmente las actividades esenciales, útiles para la sociedad y de baja carga ambiental.[7]

            Así, Saito asume la contradicción entre el crecimiento sostenido que demanda la producción de valor de cambio y la producción de valor de uso que garantice la sostenibilidad del desarrollo humano, y da a su propuesta el nombre de “comunismo decrecentista.” En el proceso, descarta y recarga el materialismo histórico, y no otorga una importancia significativa al papel de la lucha de clases en el desarrollo histórico de la humanidad, aquella “idea cardinal” que “fue fruto personal y exclusivo de Marx” como lo señalara Engels.

            Todo eso será discutido una y otra vez a lo largo del desarrollo de la crisis que encaramos todos. Lo fundamental es que el libro de Saito lleva a un plano superior de complejidad el desarrollo de la ecología política, que nos trae de vuelta – en una historia espiral, nunca lineal – aquella visión a que se refirió Marx en 1875, de “una fase superior de la sociedad comunista”, en la cual

cuando haya desaparecido la subordinación esclavizadora de los individuos a la división del trabajo, y con ella, el contraste entre el trabajo intelectual y el trabajo manual; cuando el trabajo no sea so,amente un medio de vida, sino la primera necesidad vital; cuando, con el desarrollo de los individuos en todos sus aspectos, crezcan también las fuerzas productivas y corran a chorro lleno los manatiales de la riqueza colectiva, sólo entonces podrá rebasarse totalmente el estrcho horizonte del derecho burgués y la sociedad podrá escribir en sus banderas: ¡De cada cual, según sus capacidades; a cada cuál según sus necesidades![8]

En esto habrá consensos, porque ya hay convergencias cada vez mayores en torno al problema fundamental: tener un ambiente distinto requerirá crear sociedades diferentes, con todos y para el bien de todos los que aspiren a la sostenibilidad del desarrollo humano.

Alto Boquete, Panamá, 2 de abril de 2023


[1] “Estancamiento y progreso del marxismo”

[2] Gramsci, Antonio: “Cuestiones de método.” (C. XXII; I.M.S. 76´79). Textos de los Cuadernos posteriores a 1931. Antología. Selección y notas de Manuel Sacristán. Siglo XXI editores, México, 1999:386.

[3] Marx, Karl y Engels, Friedrich (1848): Manifiesto del Partido Comunista. Prólogo de Engels a la edición alemana de 1883. https://www.marxists.org/espanol/m-e/1840s/48-manif.htm

[4] Tokio,1987. Se formó en la Universidad Wesleyana de Connecticut; realizó sus estudios de maestría en la Universidad Libre de Berlín y obtuvo su doctorado en la Universidad Humboldt de Berlín. Fue coeditor del Volumen 18 de la División Cuatro de las Obras Completas de Marx y Engels (Marx-Engels-Gesamtausgabe, en alemán) publicado en 2019. Desde 2022 es profesor asociado en la Universidad de Tokio. https://es.wikipedia.org/wiki/Kohei_Saito

[5] Saito (2022:128,129).

[6] Saito (2022: 140)

[7] Saito (2022: 270)

[8] “Glosas marginales al Programa del Partido Obrero Alemán” (Crítica al Programa de Gotha). Marx, Karl: Antología. Selección e introducción de Horacio Tarcus. Siglo XXI editores, Buenos Aires. 2019: 446, 445.