Tal nuestro riesgo, tal nuestra esperanza

Guillermo Castro H.

El concepto de formación económico – social – elaborado por Marx a fines de la década de 1850, pero incorporado al desarrollo del marxismo solo en la segunda mitad del siglo XX -, permite referir aquel otro, más amplio y abstracto, de modo de producción, a sociedades específicas en tiempos puntuales.  El primero, en efecto, resalta el hecho de que en toda sociedad existe “una determinada producción que asigna a todas las otras su correspondiente rango [e] influencia”, la cual constituye “un éter particular que determina el peso específico de todas las formas de existencia que allí toman relieve.”[i]

En Panamá, el tránsito interoceánico ha desempeñado un importante papel en el desarrollo histórico del Istmo durante miles de años, a partir de múltiples rutas existentes en el territorio. De cinco siglo acá, sin embargo, ese tránsito se ha concentrado en una ruta específica para una función específica: facilitar la la circulación del capital a escala mundial.

De allí ha resultado una formación económico – social que podemos llamar transitista, cuya formulación teórica no se origina en nuestro marxismo, sino desde nuestro liberalismo. El transitismo, en efecto, fue presentado por primera vez al país por Hernán Porras en 1953, en un ensayo de vasta influencia en nuestra cultura, destinado a demostrar que en Panamá había clases sociales, sino grupos étnicos vinculados entre sí por sus relaciones con la oligarquía blanca que controlaba las relaciones de todos con la economía de tránsito.[ii]

Veinte años después, el transitismo fue objeto de generalización teórica por parte del historiador Alfredo Castillero.[iii] Eran tiempos nuevos: la oligarquía blanca había perdido el control político de la situación, y una alianza entre los cholos del interior y los mestizos de la Capital negociaba con Estados Unidos el fin de su enclave colonial en Panamá.

Desde esa circunstancia, Castillero enfatizó tres rasgos fundamentales en el transitismo. Uno fue la concentración del tránsito interoceánico por una sola ruta, bajo control de una potencia extranjera. Otro, la subordinación de las actividades productivas en el conjunto del territorio del país a las necesidades del tránsito. Y el último, la concentración de la renta producida por el tránsito, y del poder político en el Istmo, en los sectores sociales que controlan esa actividad.

Hoy, las actividades asociadas a la circulación del capital en el mercado mundial generan cerca del 90% del Producto Interno Bruto de Panamá, mientras las vinculadas a los sectores industrial y agropecuario se disputan el 10% restante. Esas actividades, además, se concentran en el Corredor Interoceánico establecido a lo largo del Canal de Panamá, que ya concentra el 50% de la población del país.

El factor determinante en la formación transitista panameña durante el siglo XX radicó en el control del Corredor Interoceánico por una potencia extranjera. En el XXI, la integración del Canal a la economía interna, y del país al mercado global, crearon una circunstancia inédita en nuestra historia. Esto, a su vez, inauguró un proceso de transición que aún está en marcha, y que determinará en su momento las nuevas formas de organización del país.

Esas formas nuevas ya se anuncian en la reorganización territorial de la economía y la sociedad panameñas. Esa reorganización va desde la creación de nuevas vías interoceánicas en diversos puntos del país,  a la recuperación de nuestra función como puente terrestre entre las Américas, y la presencia de formas nuevas y más complejas de actividad económica más allá del Corredor interoceánico.

Por otra parte, esa transición opera a partir del empeño de los sectores conservadores en preservar un orden de cosas en el que constiuyen una minoría social con el poder de una mayoría política. Esto genera una brecha creciente entre esa minoría social y los sectores mayoritarios del país, que demandan una reforma del Estado que garantice la representatividad del sistema político y permita organizar el tránsito de una manera no transitista, de modo que los frutos de esa actividad lleguen a todas las regiones del país.

Es a través de este aflorar de viejas y nuevas contradicciones que participamos, junto a todos los pueblos de nuesta América, en una circunstancia en la que el mundo “está en tránsito violento, de un estado social a otro.” Ante un cambio tal, si no hay una gestión política previsora,

los elementos de los pueblos se desquician y confunden; las ideas se obscurecen; se mezclan la justicia y la venganza; se exageran la acción y la reacción; hasta que luego, por la soberana potencia de la razón, que a todas las demás domina, y brota, como la aurora de la noche, de todas las tempestades de las almas, acrisólense los confundidos elementos, disípanse las nubes del combate, y van asentándose en sus cauces las fuerzas originales del estado nuevo: ahora estamos, en cosas sociales, en medio del combate.[iv]

Tales nuestros riesgos; tal, nuestra esperanza.

Panamá, 5 de marzo de 2019

 

[i] Elementos Fundamentales para la Crítica de la Economía Política (Grundrisse) 1857 – 1858. I. Siglo XXI Editores, México, 2007. I, 27 – 28.

[ii] “Papel histórico de los grupos humanos en Panamá” (1953). Gandásegui, Marco (compilador): Las Clases Sociales en Panamá. CELA, segunda edición, Panamá. 2002, 41-78.

[iii] Nueva Sociedad Nº 5, San José, marzo-abril, 1973, pp 35-50; Estudios Sociales Centroamericanos Nº 5, San José, mayo-agosto, 1973, pp.  65-114;  Revista Cultural Lotería, Panamá, agosto-septiembre 1973, de la cual se tiró una separata, y Anuarios de Estudios Centroamericanos Nº1, San José, 1975.

[iv]Cuentos de Hoy y de Mañana, por Rafael Castro Palomares”. La América, Nueva York, octubre de 1883. Obras Completas, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975. V, 109.

 

El país del Canal

El país del Canal

 Guillermo Castro H.

 El conflicto contractual entre la Autoridad del Canal de Panamá y el Grupo Unidos por el Canal ha tenido, motivado por los sobrecostos en que alega haber incurrido el consorcio que tiene a su cargo la ampliación de la vía interoceánica, ha tenido – entre otras – la virtud de traer de vuelta al Canal al terreno del debate público en Panamá. Con ello se anuncia el fin – quizás, ojalá – del intento de proteger a la operación del Canal de los males políticos de la sociedad a cuyo servicio se encuentra, y se abre la posibilidad de enfrentar aquel riesgo encarando esos males, mediante una reforma constitucional de 1994, que hace de la Autoridad del Canal de Panamá una entidad pública dotada de una autonomía sin precedentes en la historia nacional.

Así planteado el problema, la pregunta clave viene a ser la siguiente: si el Estado controla el Canal, ¿quién controla al Estado? La búsqueda de una respuesta a una pregunta así planteada obligaría a abrir una discusión del mayor interés sobre una serie de temas conexos. Por ejemplo, si en 1994 el Gobierno nacional consideró necesario aislar el Canal de Panamá de los vaivenes de la política criolla, que expresaba a su vez las formas de organización de la economía y la sociedad panameños, ¿por qué no se consideró transformar esa economía y esa sociedad de modo que se convirtieran de elemento de riesgo en factor de estímulo y apoyo a una gestión eficiente del Canal?

La respuesta tendría que ser evidente: aquel gobierno era expresión de aquel país, y cualquier intento de cambiar el país hubiera significado su propia liquidación. Por lo mismo, en vez de abordar el desafío en su raíz, las autoridades estatales hicieron del Canal el espejo donde los panameños podemos contemplar a diario lo peligrosos que somos para nosotros mismos, debido a nuestra incapacidad para encarar los problemas de fondo que arrastramos desde (al menos) la derrota liberal en la Guerra de los Mil Días, librada entre 1899 y 1902 y culminada en una victoria conservadora al amparo de la amenaza de intervención por parte de los Estados Unidos. Se fueron en cambio por las ramas, y es la agitación del follaje por el diferendo administrativo sobre los costos de la ampliación del Canal lo que puede recordarnos – o no – que esas raíces existen.

Ernesto Pérez Balladares, Presidente de la República entre 1994 y 1999, dijo alguna vez que estábamos ante la disyuntiva de desarrollar el país o subdesarrollar el Canal. Nunca tuvo tanta razón como en estos días. Quizás ha llegado la hora de poner a la República en condiciones de encarar las responsabilidades que le corresponden para poner el Canal a su servicio. Para eso, habrá que empezar por preguntarse si la operación eficiente del Canal es compatible con la presencia de una sociedad democrática, equitativa y comprometida con la sostenibilidad de su propio desarrollo, y con un Estado que controle el Canal en correspondencia con esos propósitos.

Panamá en transformación

La sociedad panameña está inmersa en un proceso de transformación que sólo podría ser comparado al que conoció  en las primeras décadas del siglo XX.
Esa transformación es consecuencia de la incorporación del Canal a la economía interna, que ha llevado hasta sus últimas consecuencias el viejo modelo de desarrollo transitista imperante en Panamá.
De ello ha resultado – tras el caos aparente de los cambios en curso – la formación de una compleja plataforma de servicios globales, y de un mercado emergente de servicios ambientales.
El cambio económico, como suele ocurrir, ha operado a velocidad mucho mayor que el cultural, y aún está pendiente de encontrar expresión adecuada en lo político y en lo social.
Ya no somos lo que fuimos, y no sabemos realmente hacia dónde nos encaminamos.
Pero el proceso está en marcha, y una sola cosa es cierta: que no hay un pasado al cual regresar, sino únicamente alternativas de futuro entre las cuales optar, si es que somos capaces de identificarlas, y encararlas en sus dificultades como en sus promesas.
En su momento, tendremos un nuevo Harmodio Arias que encauce este torrente hacia meandros más productivos.
Esto, me parece, es lo real.
Y me lo parece más sobre todo porque, en particular en política, lo real es lo que no se ve.
He seguido reflexionando sobre el tema, gracias a su interés.
En realidad, estamos viviendo un período de transformaciones extraordinariamente complejas, que marchan además a velocidades distintas y se contradicen entre sí.
A primera vista, podría parecer que vivimos tiempos que se repiten, en espiral o en círculo.
En realidad, ocurre todo lo contrario.
Vivimos tiempos inéditos en nuestra historia, empezando por el hecho de que nunca antes, jamás, había estado la sociedad panameña en control de su principal recurso económico y tecnológico, y en la posibilidad de empezar a definir por sí misma su lugar en la economía global, y sus opciones para ocuparlo y ejercerlo.
En ese proceso, nuestra economía ha experimentado una rápida transformación, que en lo más visible se expresa en tres factores: la liquidación de todo un sector de empresas de capital local – industriales, comerciales, de servicios y de agronegocios -, adquiridas por empresas transnacionales; la formación de una plataforma de servicios globales, uno de cuyos componentes más importantes – y menos visibles – está formado por el centro regional de empresas transnacionales, que ya incluye las oficinas para América Latina de 73 de éstas y, por supuesto, el programa de inversión pública masiva en el corredor interoceánico, que ya alcanza unos 8 mil millones de dólares según cálculos de Orlando Acosta.
Al propio tiempo, sin embargo, nuestras mentalidades y una parte sustantiva de nuestra organización estatal siguen siendo las que correspondían a la sociedad que fuimos, y no consiguen expresar las posibilidades de sociedad nueva que podemos llegar a ser.
En esta perspectiva, podría decirse que al gobierno actual le ha correspondido la fase de culminación de este proceso, iniciado en realidad a partir de la administración de E. Pérez Balladares y continuado – con altibajos, contradicciones, retrocesos y desviaciones de todo tipo – por las de Moscoso y Torrijos.
En esta fase se exacerban las contradicciones entre los componentes cultural, político, social y económico del proceso.
En lo más visible, esa exacerbación se expresa en la creciente conflictividad de la vida política.
En lo más profundo, se expresa en un fenómeno singular: la presencia de un Gobierno cada vez más fuerte, operando al interior de un Estado cada vez más débil.
Esto ayudaría a entender la contradicción aparente de que el Gobierno pueda utilizar toda su fortaleza, por ejemplo, para adelantar legislación como la minera, pero no cuenta con la capacidad política para conseguir que la sociedad la acate.
Con ello, lo que debería resolverse entre los diputados en el órgano legislativo termina definiéndose entre manifestantes y policías antidisturbios en las calles de todo el país.
En este sentido, la crisis de la institucionalidad adquiere diversas expresiones, pero todas ellas expresan el mismo hecho: que el Estado ha dejado de ser funcional respecto a las tendencias dominantes en el desarrollo general de la sociedad.
La labor de los comunicadores sociales se torna, así, tan especialmente difícil como importante.
Les corresponde una enorme cuota de responsabilidad en lo que hace a propiciar que este proceso discurra mediante la promoción de una cultura de entendimientos, y no de una de enfrentamientos.
Y eso es tanto más difícil cuanto no hay un pasado al cual regresar, sino múltiples futuros posibles a construir.
Por suerte, se trata de una sociedad en la que abunda la gente buena y trabajadora, de gran sensatez y conciencia de sus limitaciones, como de una natural disposición solidaria.
El hecho de que no podamos aún aprovechar a plenitud ese recurso – al punto de que no falte quien ponga en duda su existencia – es, justamente, uno de los mejores indicadores de la necesidad de ir a una completa renovación de nuestra institucionalidad, para lograr finalmente llegar a ser lo que con toda evidencia podemos ser.