Panamá. Escogiendo entre inconvenientes: naturaleza, mercado y servicios ambientales.

Guillermo Castro H.
I
La naturaleza no es en sí misma capital natural. Su aprovechamiento por parte de los humanos sólo ha estado dedicado a la producción de ganancias y la acumulación de capital en un sistema histórico específico: aquel creado a lo largo de los últimos cinco siglos, a partir del desarrollo del capitalismo como sistema de escala planetaria, mediante la formación del primer y único mercado mundial que ha conocido la Humanidad. En esta perspectiva, iniciativas como el Pago por Servicios Ambientales constituyen herramientas que la sociedad capitalista contemporánea – esto es, aquella que enfrenta hoy en la crisis ambiental las consecuencias de sus intervenciones en los ecosistemas de ayer – utiliza para culminar el proceso de transformar el patrimonio natural de la Humanidad en capital natural mediante la organización de mercados de bienes y servicios ambientales, que pasan a constituirse a su vez en un subsistema del mercado mundial.
El subsistema ambiental del mercado mundial, sin embargo, se distingue de todos los demás – extractivo, agrícola, industrial, comercial y financiero – en cuanto su función fundamental consiste en poner a la disposición de aquellos otros condiciones que son imprescindibles para su funcionamiento. Esas condiciones de producción – para designarlas como lo hiciera el antropólogo Karl Polanyi en su obra clásica La Gran Transformación – incluyen, además del acceso a los elementos naturales imprescindibles para cualquier actividad productiva – agua, aire, tierra y energía -, la producción de la fuerza de trabajo capaz de transformar esos elementos en recursos para otras actividades productivas, y la organización del espacio en que esas actividades tienen lugar – esto es, la gestión integrada del ambiente y el territorio.
La organización de los procesos necesarios para la producción de esas condiciones de producción es una responsabilidad fundamental del Estado, y la forma en que cada uno la ejerce expresa con especial claridad el carácter social de ese Estado, esto es, los intereses y valores que rigen sus relaciones con su propia sociedad. La organización de tales procesos, en efecto, abre todo un abanico de opciones. En un extremo de ese abanico, el Estado puede asumir el monopolio de todas las funciones relacionadas con la producción de esas condiciones y con el acceso a las mismas de otros productores. Tal fue el caso del Estado soviético. En el otro extremo, el Estado puede transferir la mayor parte de esas funciones a operadores privados, reteniendo para sí algunas tareas de regulación y control del cumplimiento de las mismas. Tal ha sido, hasta ahora, el caso de la gestión de esos servicios en el caso de los Estados neoliberales.
Entre ambos extremos, naturalmente, hay múltiples combinaciones intermedias. En todas ellas, sin embargo, el Estado conserva una función de intermediación política entre todas las partes involucradas, la cual puede ir desde la gestión de conflictos por vía de la negociación, hasta la represión de expresiones de descontento asociadas a tales conflictos. Lo esencial, en todo caso, es que el éxito o el fracaso del Estado en el cumplimiento de esa función dependerá de la relación general de fuerzas – o debilidades – que se derive del grado de desarrollo cultural y organizativo de cada una de las partes involucradas, incluyendo por supuesto a las agencias gubernamentales directamente implicadas. Dado que todos estos elementos son el producto de complejos procesos de formación y transformación a lo largo del tiempo, su análisis en perspectiva histórica puede aportar valiosos elementos de juicio respecto a la viabilidad y la eficacia de las diversas opciones para la creación de mercados de bienes y servicios ambientales en nuestros países.
II
Aquí conviene empezar con una precisión. Mientras en el resto de Occidente las abreviaturas AC y DC sirven para ordenar el tiempo en un antes y un después del nacimiento de Cristo, entre nosotros sirven además para ordenar nuestra propia historia en sus dos momentos fundamentales: antes y después de la Conquista europea. Así, la extraordinaria complejidad ecosistémica, social y cultural de América Latina tiene su origen en el período 1500 – 1550, cuando la región se vio incorporada – mediante la violencia ejercida por los últimos grandes enclaves de poder feudal en Europa -, al proceso de formación del moderno sistema mundial, como proveedora de alimentos y materias primas y como espacio de reserva de recursos. Esa modalidad de inserción definió, a su vez, una estructura de larga duración que opera con tiempos y modalidades distintas en tres sub regiones diferentes – que a menudo se sobreimponen a las estructuras político – administrativas de los Estados de la región – , y en todos los planos de la interacción entre los sistemas sociales y naturales presentes en cada una de ellas.
Las subregiones a que hacemos referencia se despliegan entre los siglos XVI y XIX, de acuerdo a la forma fundamental de organización de las interacciones entre los sistemas sociales y naturales en el espacio americano. Una se articula a partir del trabajo esclavo, asociado sobre todo – pero no exclusivamente – a actividades de plantación. Otra se constituye a partir de distintas modalidades de trabajo servil – desde la encomienda al peonaje -, destinado sobre todo a la producción de alimentos y a la explotación minera. Y otra más toma forma a partir de  una amplia modalidad de actividades de subsistencia en los inmensos espacios de la región que escapan a la articulación directa en el mercado mundial durante un período más o menos prolongado, como la Amazonía, la Orinoquia y el litoral Caribe mesoamericano.
La primera de esas regiones tiene, así, un claro carácter afroamericano, asociado con frecuencia a una gran debilidad organizativa de los sectores más pobres. La segunda tiene un carácter indoamericano, en el que persisten a menudo importantes tradiciones de organización campesina y comunitaria. La última, de carácter indígena y mestizo, sin tradiciones relevantes de producción para un mercado que en el mejor de los casos sólo ha tenido una importancia complementaria, nunca central, en sus actividades económicas y sociales, pasó a constituirse así en una frontera interior de recursos sometida a una constante presión por parte de las otras dos.
Esas regiones, ciertamente, constituyen una realidad en constante transformación. Así, el tránsito del siglo XIX al XX es testigo de la formación de mercados de trabajo y de tierra constituidos mediante procesos masivos de expropiación de territorios sometidos a formas no capitalistas de producción, para  crear las premisas indispensables a la apertura de la región a la inversión directa extranjera y la creación de economías de enclave en el marco del llamado Estado Liberal Oligárquico. Los ciclos posteriores – populista, desarrollista y neoliberal – marcarán el camino hacia el siglo XXI entre las décadas de 1930 y 1990.
Hoy, asistimos a lo que bien podría ser la incorporación de las últimas fronteras de recursos a la economía global. Esto explica la creciente importancia que adquieren en nuestras sociedades los conflictos de origen ambiental – esto es, aquellos que surgen del interés de grupos sociales distintos en hacer usos excluyentes de los ecosistemas que comparten –.  Y esto hace necesario, también, entender que esos conflictos no se reducen al enfrentamiento entre ricos y pobres, mestizos e indígenas, grupos rurales y urbanos, o capitalistas nacionales y extranjeros, sino que expresan todo eso y mucho más.
La transformación de las fronteras de exclusión de anteayer en las últimas fronteras de recursos de hoy, asociada a menudo a la inversión masiva en megaproyectos de infraestructura, no es tanto el resultado del desarrollo interno de nuestras propias sociedades sino, y sobre todo, del fomento de procesos de producción de condiciones de producción de alcance global con apoyo técnico, financiero y político de instituciones financieras internacionales. Dicho proceso – que incluye la formación de una fracción “verde” del capital transnacional y nacional – opera a menudo en contradicción, y a veces en conflicto, con las fracciones extractiva, agraria, industrial y financiera, más tradicionales en nuestros países.
III
El panorama descrito se expresa con especial claridad en el caso de Panamá. Aquí, a lo largo de diez mil años, la gestión del ambiente y el territorio ha concedido una importancia de primer orden al tránsito interoceánico como elemento articulador de la actividad humana en el Istmo. Así, en el momento de la Conquista europea el territorio panameño estaba organizado en cacicazgos asociados al control de corredores interoceánicos de orientación Sur – Norte. Esos corredores definían territorios estrcuturados a lo largo de grandes cuencas – como las de los ríos Santa María, Coclé, Bayano y el sistema Chucunaque – Tuira – que facilitaban en su parte alta el tránsito interoceánico, y ofrecían tanto el acceso tanto a una multiplicidad de ecosistemas y recursos – desde los manglares de las zonas de grandes mareas del Pacífico, hasta el bosque tropical húmedo y los yacimientos de oro aluvial del Atlántico -, como a rutas de intercambio comercial entre los mundos chibcha y maya, por las que circulaba una abundante riqueza.
Tras la Conquista, en cambio, fue establecido un eje central de organización orientado en dirección Este – Oeste, a partir de un corredor agroganadero a lo largo de las sabanas antrópicas ya existentes entre Chepo y Natá, con prolongaciones posteriores en dirección a la Península de Azuero y a Centroamérica, en la región Sur – Occidental del país. Al propio tiempo, el establecimiento del monopolio del tránsito por el valle del Chagres llevó a la clausura de las demás rutas anteriormente en uso, y a la creación de una extensa frontera interior que segregó la mayor parte del litoral Atlántico y del Darién del territorio considerado “útil” en el nuevo ordenamiento creado por la Conquista. Esa utilidad, por otra parte, era percibida a partir de una nueva cultura de la naturaleza, que privilegiaba la sabana ganadera por sobre el manglar y el bosque húmedo, promovía la explotación extensiva de un número mucho más reducido de recursos específicos por sobre el manejo de ecosistemas complejos, y valoraba esos recursos por su demanda en la zona de tránsito y en el mercado exterior.
El principal centro de población pasó a estar ubicado en la zona articulada por la ciudad de Panamá, conectada al Este y el Oeste con su nuevo hinterland. La población indígena que sobrevivió a la Conquista o que migró al Istmo después fue desplazada a tierras marginales, o contenida más allá de la frontera interior, y la fuerza de trabajo fundamental pasó a estar constituida por esclavos africanos, primero, y por sus descendientes y la población mestiza del siglo XVIII en adelante. De este modo, el contraste contemporáneo entre los paisajes sociales y naturales del corredor interoceánico y los del interior del país no se debe a que haya en el Istmo varios países en uno. Se trata, por el contrario, de la expresión territorial de una de una misma sociedad integrada por grupos sociales que organizan sus relaciones con la naturaleza en el marco de una estructura de poder tan contradictoria y conflictiva como para generar y sostener el proceso de crecimiento económico con deterioro social y degradación ambiental que hoy conoce el país.  Estamos, en suma, ante un extraordinario ejemplo de una estructura que genera procesos de larga duración.
Para comienzos del siglo XXI, sin embargo, la creciente escasez relativa de tierra y agua en Panamá genera tensiones sociales que tienden a encarecer los costos económicos, sociales, políticos y ambientales de la actividad de tránsito, bloquean el fomento de nuevas ventajas competitivas, e impiden un aprovechamiento integral y sostenido de los recursos humanos y naturales del país. En ese marco, la operación sostenida del Canal demanda hoy el desarrollo sostenible del país. Y esto, a su vez, supone la necesidad de encarar las dificultades inherentes al hecho de que solo puede ser sostenible una sociedad democrática; que solo puede ser democrática una sociedad culta, y que solo puede llegar a ser plenamente culta y democrática una sociedad que sea a la vez próspera y equitativa.
Hoy, una mirada al país desde el futuro que deseamos para nuestra gente revela ya posibilidades y capacidades para construir una sociedad así mediante el fomento de los recursos humanos y naturales que la sociedad insostenible que tenemos ha  despilfarrado por más de cuatro siglos. Nuestra propia gente, el agua y la biodiversidad de los ecosistemas que garantizan su presencia en el Istmo son los principales recursos de Panamá. Y la unidad fundamental de interacción de esos recursos está constituida por cada una de las 52 cuencas hidrográficas que organizan desde sí mismo el territorio de la nación.
La resistencia al cambio, en este plano, hunde sus raíces tanto en las estructuras de relación con la naturaleza gestadas por la orgaización del tránsito interoceánico vigente desde el siglo XVI, y sustentadas por las estructuras de gestión pública asociadas a esa relación. Así, por ejemplo, la estructura político – administrativa vigente en el país da lugar a que en la Cuenca del Canal – la de más urgente necesidad de una gestión territorial y ambiental integrada – coincidan 3 provincias (Coclé, Panamá y Colón), una decena de Distritos y unos 48 Corregimientos. Y a ello se agrega que todos los Distritos y corregimientos ubicados en el perímetro de la Cuenca incluyan territorio situado fuera de ésta. Las dificultades que esto supone son fáciles de imaginar.
Todo esto nos dice que ha llegado ya la hora de empezar a discutir la transformación del Estado panameño, para ponerlo en condiciones de contribuir realmente a la transformación de la sociedad a la que debe servir. Si quiere ser eficaz, esa transformación deberá encarar las afinidades y contradicciones entre las estructuras naturales del país y la de las regiones geo económicas presentes en el territorio nacional. Y esto, en lo más esencial, supone que ambas estructuras – las naturales y las históricas – pueden converger o divergir en el proceso de reordenamiento del territorio para su gestión integrada, pero que en última instancia serán las naturales las que predominen. El país que emerja de una transformación semejante será sin duda muy distinto al que nos legara la Conquista, pero sin duda será también mucho más semejante a sí mismo y mucho más capaz, por eso, de conocerse, ejercerse y crecer desde sí.
Es bajo esa luz que cabe considerar el papel que viene desempeñando el Estado panameños en la gestión del proceso de organización del mercado de bienes y servicios ambientales en nuestro país. Aquí no sólo se trata de que el Estado apenas ha iniciado el esfuerzo de deslinde de la trama – cada vez más complicada – de sus propias estructuras de administración en la materia, incluyendo la creación de las capacidades técnicas y culturales necesarias para una gestión integrada del territorio y el ambiente. Se trata, sobre todo, de que esas tareas son más importantes y complejas que nunca, dado el hecho de que las principales áreas de provisión de los servicios ambientales de los que depende la sostenibilidad del desarrollo en Panamá se ubican en las regiones de menor nivel de desarrollo del país, en las que la pobreza afecta a entre el 60 y el 90 por ciento de la población, y coinciden los más altos niveles de incultura con los más bajos niveles de organización social.
Precisamente por esto, la comprensión de los riesgos y las oportunidades que se abren ante nosotros en esta circunstancia exige pasar de un enfoque estructural, referido a modelos de gestión más o menos bien definidos a priori, a otro de carácter sistémico, referido a relaciones de interdependencia entre factores múltiples en cambio constante, en el análisis de los problemas ambientales. Y dado que toda nuestra educación ha tendido a formarnos en torno a una concepción estructural y funcionalista de la realidad, el hecho de reconocer y enfrentar esta necesidad representa ya un importante logro cultural y político. Cultural, porque dispondremos de mejores respuestas en la medida en que seamos capaces de producir mejores preguntas. Y político, porque empezamos a entender que si queremos un ambiente distinto necesitamos crear una sociedad diferente.
En política, a fin de cuentas, sólo podemos escoger entre inconvenientes. En este caso, se trata de optar entre los problemas que origina la ausencia de un mercado de bienes y servicios ambientales bien regulado y equitativo, y los que inevitablemente acarreará la organización de ese mercado. A fin de cuentas, la libertad consiste en poder decidir con qué problemas queremos vivir, y con cuáles no estamos dispuestos a hacerlo, y en atenernos a las consecuencias de lo que decidamos al respecto.
Fundación Ciudad del Saber, Panamá
Julio 2008 – agosto 2013

Panamá: mucho, poco, nada, y pendiente.

Guillermo Castro Herrera
La disputa electoral acerca de lo hecho o dejado de hacer por el Estado en materia de inversión pública en los últimos 45 años en Panamá elude lo realmente esencial del problema que la genera. Sin duda, la inversión bruta en infraestructura iniciada en 2006 por el Gobierno que presidiera Martín Torrijos con la ampliación del Canal, y continuada por el que preside Ricardo Martinelli – sobre todo en los sistemas vial, aeroportuario y de transporte público -, carece de precedentes en la historia nacional. Aun así, en ese panorama destacan tres elementos de contraste.
El primero de ellos consiste en lo limitado de la inversión pública en el desarrollo del capital humano y social, reducida a una política de subsidios que elude mucho, y palia muy poco, las causas de origen de la inequidad en nuestra sociedad. Otro, en la desmesura de la inversión en el corredor interoceánico, que incrementa a su vez el subsidio del resto del país al crecimiento económico de las área aledañas al Canal – donde ya reside más de la mitad de la población del país, en menos del 10% de su territorio -, incrementando con ello las amenazas a la sustentabilidad del desarrollo futuro en Panamá. Y el otro, finalmente, en la pobreza del análisis relativo al origen, la naturaleza y la sustentabilidad del crecimiento económico en los años por venir, en el seno de las principales agrupaciones políticas y sociales del país.
El factor fundamental, aquí, ha sido la integración del Canal a la economía interna. Todo lo demás – desde la necesidad de las inversiones realizadas, hasta la posibilidad de disponer de los fondos necesarios – ha dependido de ello. La trascendencia y complejidad de ese factor se hace evidente en el hecho de que la creación de las condiciones necesarias para su despliegue en profundidad generara una crisis que en la práctica paralizó políticamente al país entre 1981 y 1994, para iniciar a partir de allí – con idas y venidas bien conocidas – el proceso de transformaciones que ha venido a alcanzar su impulso mayor en los últimos cuatro años.
Ese impulso mayor, por otra parte, también empieza a definir con claridad creciente los límites del proceso de transformaciones en curso. Ese proceso surge de la solución de la parálisis de la voluntad política de los grupos sociales y económicos dominantes en el país entre 1999 y 2009 mediante el uso – en grado de paroxismo – de los valores y procedimientos inherentes a una cultura política tradicional, para la construcción de una economía y una sociedad renovadas.
La solución así encontrada al problema de la parálisis política ha generado, como era de prever, problemas nuevos y más complejos. En efecto, los medios utilizados han determinado los fines que podían ser alcanzados, y uno de los resultados del proceso ha sido el oscurecimiento de las contradicciones asociadas a esos fines.  Así, por ejemplo, aquí se sigue discutiendo como si los problemas del país tuvieran su origen en incapacidades e irregularidades administrativas, y bastara con encontrar mejores gerentes y disponer de mejores manuales de procedimiento para resolverlos.
En realidad, no podremos resolver los problemas del siglo XXI sin entenderlos en sus riesgos como en sus oportunidades. Pero no podremos entender esos problemas ni desde la cultura política del siglo XX – correspondiente al anhelo de llegar a tener un Estado nacional, que ya tenemos -, ni desde el llamado “criterio empresarial” que se limita a imitar aquella consigna de los años 50 que tanto contribuyó finalmente a los problemas que hoy enfrentan la economía y la sociedad norteamericana: “Lo que es bueno para la General Motors es bueno para los Estados Unidos.” Dígalo, si no, la ciudad de Detroit, capital del automóvil, cuyo gobierno municipal acaba de declararse en quiebra.
Para encarar los problemas del país, hará falta aún identificar aquellos que definen, hoy, el interés general de nuestra sociedad. Esto, en breve, demanda la creación de una agenda que sintetice los obstáculos fundamentales que el proceso de crecimiento económico sin cambio social y con deterioro ambiental le plantea a los grupos sociales fundamentales en su desarrollo como tales grupos. Ese fue el punto de partida en la etapa final de la lucha por la recuperación del Canal en la década de 1970, en relación a los problemas de aquella etapa de nuestra historia. En ese terreno, nadie en su sano juicio podría decir que se ha hecho más de 1980 a nuestros días de lo que se hizo entre 1972 y 1977.
También habría que aprender mucho, por supuesto, del hecho de que una vez resueltos aquellos problemas comunes quedó superada la agenda que los expresaba, en la medida en que florecieron y se desplegaron en otro nivel de complejidad las contradicciones entre los grupos que habían concurrido a forjarla. El resultado neto, entonces, fue que el Estado que negoció el Tratado del Canal vino a ser muy distinto del que asumió la responsabilidad de implementarlos. Así, por ejemplo, el propósito de hacer “el uso más colectivo posible” de la Zona del Canal, propuesto por el Estado que negoció el Tratado, cedió su lugar a a la más completa privatización posible de las tierras e infraestructuras de esa Zona, por parte del que lo implementó.
La forja de una nueva agenda nacional deberá encarar el problema mayor de pasar del crecimiento sostenido de la economía entre 2004 y 2014 a un desarrollo que sea sustentable por la equidad en las relaciones sociales, y en las que lleguen a existir entre la sociedad y su entorno natural. Esta es la clase de problemas que podemos plantearnos hoy, desde la nación que hemos venido a ser como resultado de la conquista de nuestra soberanía y de las transformaciones desatadas por ese logro decisivo en nuestra historia. Queda pendiente, ahora, la tarea de definir estos problemas de nuevo tipo con la claridad necesaria para encararlos y resolverlos del modo que demande la nación que queremos llegar a ser.

 

Panamá, 25 de julio de 2013

Panamá: las transformaciones en curso

Guillermo Castro H.[*]
1
Para cualquiera que nos conozca, Panamá atraviesa por un período de transformaciones evidentes. Algunas son más visibles que otras, sin duda, y es probable que sean estas últimas las de mayor trascendencia para nuestros futuro. De todas ellas, la más importante consiste, sin duda, en la transformación de nuestra República en un estado nacional en el pleno sentido de la expresión, a partir de la década de 1990 y al cabo de un largo período precedente de desarrollo semicolonial primero, entre 1903 y 1936, y neocolonial después, entre aquel último año y 1979.
También es evidente un proceso de crecimiento económico sin precedentes por su intensidad y su duración, tras el cual subyace la transformación de una economía de enclave, articulada en torno a un canal vinculado a la economía interna de los Estados Unidos, en otra mucho más abierta, que se estructura a partir de una Plataforma de Servicios Globales de creciente complejidad. Y a esto cabe agregar la transformación de una sociedad de fuertes valores rurales y estrechos vínculos entre los sectores populares y de capas medias profesionales de origen reciente, en otra de carácter urbano, de gran desigualdad estructural, que aún se encuentra en el proceso de construir su nueva identidad.
En ese marco, también, ha venido transformándose la actitud de los pobres de la ciudad y el campo ante sus propios problemas, desde la aceptación más o menos pasiva de su condición de marginalidad, hacia una creciente voluntad y capacidad para reclamar mejores condiciones de vida. Aquí, la formación de alianzas entre movimientos indígenas, campesinos y de pobladores urbanos pobres, junto a la inscripción – por primera vez en décadas – de un partido político que tiene sus raíces en un sector del movimiento obrero, constituyen novedades del mayor interés.
De momento, sin embargo, estas transformaciones en curso no parecen incluir la de nuestra capacidad para percibirlas en lo más trascedentes de su significado. Por el contrario, lo que se transforma con mayor lentitud entre nosotros es el pensamiento político forjado entre las décadas de 1940 y 1970, en el que se confrontan hasta hoy un populismo liberal y otro conservador, que comparten una concepción del mundo organizada en categorías como pueblo y oligarquía, tradición y modernidad, o atraso y  progreso.
Por lo mismo, el planteamiento de los problemas que encara Panamá en este momento de su historia encara una confusión cada vez más evidente. Entre nosotros, por ejemplo, se da por sentado que la economía crece en una sociedad que no cambia, y que el evidente incremento de la desigualdad constituye en un problema administrativo de reparto, y no de relacionamiento social.
En realidad, lo que no se alcanza a percibir entre nosotros es que el crecimiento económico y la desigualdad social son formas – entre otras- en que se expresa un proceso más complejo de transformación de la sociedad, de su economía, y de su cultura. En lo más esencial, ese proceso consiste en la transformación de la vieja economía – en la que la actividad del tránsito operaba al interior de un enclave que hacía parte de una economía distinta a la nacional -, en otra en la que el tránsito hace parte de la economía interna, y se diversifica en su contenido como en sus rutas.
Aquella economía fue definida como transitista, no porque dependía del tránsito interoceánico – una actividad milenaria en el Istmo -, sino por la forma en que esa actividad vino a ser organizada a partir del momento en que el territorio que hoy habitamos fue incorporado a la formación y el desarrollo del moderno mercado mundial, desde mediados del siglo XVI.
Aquella organización – aún vigente en lo más esencial – se caracterizó por el control monopólico del tránsito por una potencia externa; la concentración de la actividad del tránsito  por una única ruta, la del valle del río Chagres, y la de sus beneficios en quienes controlaban esa ruta; el subsidio ambiental a la actividad así concentrada a partir de un corredor agroganadero extendido a lo largo del litoral Pacífico Occidental del Istmo, y la formación de una frontera interior que marginó al litoral Atlántico y el Darién del proceso de formación nacional hasta fecha relativamente reciente.
A esto cabe agregar, en lo cultural y lo ideológico la formación y reproducción constante de una mentalidad característica en los sectores dominantes, que considera a estos rasgos históricos como consustanciales a la condición ístmica del territorio y al predominio del tránsito como actividad económica, y no como elementos característicos de una determinada fase de la historia de Panamá. Para esa mentalidad, por lo mismo, el problema fundamental no era la organización transitista del tránsito, sino el control de esa organización por una potencia extranjera. Y, así planteado el problema, su solución no podía ser más evidente: nacionalizar y preservar el transitismo, bajo el control del Estado que esos sectores controlan.
Así, a lo largo del siglo XX – cuando la organización del tránsito alcanzó su forma transitista más extrema con la construcción y operación de un Canal en el Istmo por un gobierno extranjero – se fue constituyendo una situación en la que la zonas más prósperas de aquella economía estaban asociadas a enclaves económicos que recibían grandes subsidios del resto del país, su población y su territorio: la Zona del Canal, las bananeras de la United Fruit Company en Bocas del Toro y Chiriquí, y la Zona Libre de Colón.
Así la cosas, tendría que ser evidente que la integración del Canal a la economía interna, como la inserción de la economía local en la global a través de la formación de una Plataforma de Servicios Transnacionales en torno al Canal, no son hechos que puedan ser reducidos a una mera expansión cuantitativa de la vieja economía de transitista organizada en enclaves. Por el contrario, estos cambios tienen una singular trascendencia, en cuanto abren posibilidades inéditas para el desarrollo del país.
La nueva economía podrá llegar a ser transitista, o no. Si sigue siéndolo – esto es, si sigue concentrando el tránsito y sus beneficios en un único corredor interoceánico, subsidiado mediante la devastación ambiental y el deterioro social del resto del país -, esa economía demandará una organización social y política tan autoritaria como lo fue la antigua Zona del Canal. Si opta por una nueva organización, que descentralice el tránsito y sus beneficios mediante múltiples corredores interoceánicos e interamericanos, y fomenta su capital natural mediante el fomento de su capital social, esa economía será realmente nueva y le será natural sustentarse en una organización democrática de su vida social y política.
2
De momento, sin embargo, el hecho dominante en la vida nacional es la desintegración de la vieja economía. Ese proceso va devastando toda la institucionalidad creada para el servicio y reproducción de la economía anterior, así como va haciéndolo – aunque a un ritmo mucho más lento – con las formas del razonar propias de la cultura asociada a aquella institucionalidad.  Esto explica, por ejemplo, que nuestra intelectualidad tienda a percibir las transformaciones en curso como un mero asunto de circunstancia y oportunidad, en el mejor de los casos, o de simple desorden y desgreño, en el peor.
En esas circunstancias, la primera reacción ha sido la de resistir a esa devastación.  Así, a mediados de la década de 1990 una parte significativa del movimiento popular salió a la defensa de lo que restaba de los derechos sociales otorgados durante el período torrijista populista de 1972 – 1976, mientras un gobierno presidido por el PRD procedía a desmantelar el aparato de Estado que había permitido ofrecer y sostener aquellos derechos. De manera semejante, los sectores democráticos de capas medias salieron a defender lo que restaba de la institucionalidad establecida a partir del golpe de Estado de diciembre de 1989.
Aquellas tensiones de fines del siglo XX parecieron encontrar alivio a mediados de la primera década del XXI con el primer auge de la economía nueva, estimulado por la enorme inversión de fondos públicos en las obras de ampliación del Canal y de construcción de la infraestructura necesaria para facilitar su integración a la economía interna del país. Ese auge se acercar a su límite con el fin de esas inversiones, y entre los sectores dominantes empieza a ser creciente la preocupación por las medidas que requiera hacer sostenible el crecimiento sostenido que ha experimentado la economía nacional.
Esto es más complejo de lo que parece a primera vista. No se trata, en efecto, de un problema meramente económico, sino de un proceso que abarca tanto el conjunto de la realidad nacional, como el de las relaciones internacionales de Panamá. Los problemas inherentes a un proceso de tal complejidad no pueden ser encarados asumiendo que la economía simplemente arrastra tras de sí en un proceso único y lineal al resto de los componentes de la vida nacional. Por el contrario, esos componentes – político, social, cultural, identitario, ambiental – se transforman a distintas velocidades, a veces interactuando sinérgicamente entre sí, a veces obstaculizándose unos a otros.
Así, el crecimiento económico modifica la estructura social haciéndola cada más inequitativa y excluyente. Esto,  a su vez, tensiona cada vez más las relaciones de los sectores más y menos favorecidos entre sí, y con el Estado.  Esas tensiones, por su parte, erosionan los elementos de identidad colectiva y comunidad de propósitos imprescindibles para la construcción de consensos, lo cual hace cada vez más difícil el manejo de las contradicciones que emergen del crecimiento económico, y así sucesivamente. Comprender esas interacciones, y su incidencia sobre la velocidad de marcha y la orientación del proceso de transformación en su conjunto, tiene aquí la mayor importancia.
Los conflictos y contradicciones que se derivan de esa interacción se manifiestan, en lo más visible, como rezagos que limitan la posibilidad de acercarse a un modelo de desarrollo social para el crecimiento económico, capaz de procesar sus propios conflictos y obtener de ese procesamiento la energía necesaria para sostenerse en el tiempo.  Así, algunos de los factores de conflicto que operan al interior de las transformaciones en curso en la vida nacional incluyen, por ejemplo, el que opone los procesos de formación de fuerza de trabajo y los de formación y desarrollo de nuevas formas de organización de la producción en el país, bloqueando la posibilidad de ofrecer la educación – en sentido estricto de formación técnica y moral para una sociedad distinta a la que tenemos – que demandaría un crecimiento sostenible; la creciente tendencia a la concentración de la riqueza, que contradice la necesidad de hacer mucho más inclusiva la vida productiva del país, estimulando el desarrollo de formas de organización productiva correspondientes a la creciente riqueza y diversidad de nuestras relaciones económicas internacionales y, sobre todo, el conflicto entre una sociedad cada vez más atrasada, y una economía cada vez más articulada a la complejidad del mercado global.
3
En lo inmediato, nuestro problema mayor radica en que quienes intuyeron la inminencia de este proceso de transformaciones – no para conducirlo, sino para explotarlo en su propio beneficio – no saben con qué sustituir lo que tan activamente contribuyen a destruir. Sus oponentes tampoco saben con qué sustituir lo que ya no están en capacidad de defender, y todos claman por una Asamblea Constituyente, que no se materializa porque aún no emerge un bloque social capaz de convocarla y conducirla.
Y aun esto, sin embargo, se refiere más al aspecto principal de las contradicciones que encaramos, que a la principal de esas contradicciones: aquella que enfrenta al tránsito contra el transitismo o, lo que es su equivalente en el terreno político, contrapone la esperanza imposible de crecer sin cambiar, propia de los sectores dominantes en toda sociedad, y la necesidad de cambiar para crecer, característica de períodos de transición entre lo que fue y lo que aún no llega a ser. En una circunstancia así, adquiere especial vigencia el viejo refrán que nos advierte que en política no hay sorpresas, sino sorprendidos. Urge, por lo mismo, identificar con verdadera claridad tanto la naturaleza del cambio que ya está en curso, como la de los rezagos del pasado y los obstáculos de coyuntura que lo hacen más lento y lo distorsionan, acentuando sus peores rasgos – como la inequidad social y la desesperanza política -, y limitando la posibilidad de encauzarlo en una dirección que se corresponda con los mejores intereses del país.
No estamos – como lo proclaman quienes hoy reclaman para sí la conducción política del país – ante problemas derivados de una mala gestión pública en los gobiernos de ayer, de hoy o de mañana. Por el contrario, la mala gestión pública expresa, aquí, el divorcio entre el Estado que se desintegra y la sociedad que emerge en este proceso de transformación que nos conduce a una etapa enteramente nueva en nuestra historia.
Esa nueva etapa se caracterizará por lo mucho peor o mucho mejor que llegue a ser con respecto a la que la precedió. Libradas las cosas a la espontaneidad del cambio, será sin duda peor. Encaradas en su carácter contradictorio, apoyando lo que esa contradicción entraña de promesa y previendo a tiempo lo que trae de amenaza, puede llevarnos a una situación mucho mejor. Gestionar con claridad de propósitos la transformación de la sociedad y de su Estado viene a ser, aquí, la clave para evitar aquel riesgo y abrir paso a un país en el que el interés público se corresponda, en sus expresiones de política estatal, con el interés general de la nación.
Agradezco a Nils Castro, Ana Elena Porras, Jorge Montalván y Jorge Giannareas sus comentarios, observaciones y sugerencias en el proceso de elaboración de estas ideas.
Panamá, mayo 2013

 


[*]Agradezco a Nils Castro, Ana Elena Porras, Jorge Montalván y Jorge Giannareas sus comentarios, observaciones y sugerencias en el proceso de elaboración de estas ideas.

Panamá: confusiones y (algunas) precisiones

Guillermo Castro H.
El planteamiento de los problemas que encara Panamá en este momento de su historia debe encarar una confusión cada vez más evidente. Entre nosotros, se da por sentado que la economía crece en una sociedad que no cambia. Así, el incremento de la desigualdad se constituye en un problema administrativo, y no de relacionamiento social: por lo mismo, su remedio no está en la transformación de la sociedad, sino en un mejor reparto de lo producido mediante las llamadas “políticas públicas”, que han venido a convertirse en el fetiche de primera instancia en el debate del tema.
En realidad, el crecimiento – y la desigualdad – son formas – entre otras- en que se expresa un proceso más complejo de transformación de la sociedad, de su economía, y de su cultura. En lo más esencial, ese proceso consiste en la transformación de la vieja economía transitista – en la que la actividad del tránsito operaba al interior de un enclave que hacía parte de una economía distinta y distante a la nacional -, en otra en la que el tránsito hace parte de la economía interna, y se diversifica en su contenido como en sus rutas.
El transitismo propició en Panamá la formación de una economía rural atrasada. Las zonas más prósperas de aquella economía estaban asociadas a enclaves económicos que recibían grandes subsidios del resto del país, su población y su territorio: la Zona del Canal, las bananeras, y la Zona Libre de Colón. La integración del Canal a la economía interna, como la inserción de la economía local en la global a través de la formación de la Plataforma de Servicios Transnacionales en torno al Canal, no son hechos que puedan ser reducidos a una mera expansión cuantitativa de la vieja economía de transitista organizada en enclaves.
La nueva economía podrá llegar a ser transitista, o no. De momento, está aún en formación, y su desarrollo va devastando toda la institucionalidad creada para el servicio y reproducción de la economía anterior, así como va haciéndolo – aunque a un ritmo mucho más lento – con las formas del razonar propias de la cultura asociada a aquella institucionalidad. En el plano cultural, por ejemplo, esto se expresa en la crisis de dirección en el sistema educativo, que a su vez expresa la crisis de identidad y propósito en la vida social.
La primera reacción, naturalmente, ha sido la de resistir a esa devastación.Una parte significativa del movimiento popular salió así a la defensa de lo que restaba de los derechos sociales otorgados durante el período torrijista populista de 1972 – 1976, como los sectores democráticos de capas medias salieron a defender lo que restaba de la institucionalidad restaurada por el golpe de Estado de diciembre de 1989. Todo eso, sin embargo, va de salida.
Los que intuyeron la inminencia de ese cambio – no para conducirlo, sino para explotarlo en su propio beneficio – no saben con qué sustituir lo que tan activamente contribuyen a destruir.
Sus oponentes tampoco saben con qué sustituir lo que ya no están en capacidad de defender.
Todo apunta aquí a confirmar que a lo real hay que estar, no a lo aparente, y que en política lo real “es lo que no se ve”, como lo advirtiera José Martí.
Urge, cada vez más, identificar la naturaleza del cambio que ya está en curso, como la de los rezagos del pasado y los obstáculos de coyuntura que lo hacen más lento y lo distorsionan, acentuando sus peores rasgos – en lo que hace a la inequidad social y la desesperanza política -, y limitando la posibilidad de encauzarlo en una dirección que se corresponda con los mejores intereses del país. Ante este desafío, la vieja cultura nos dice que estamos ante un problema de mala gestión pública. Eso no es cierto: la mala gestión pública expresa, aquí, el divorcio entre el Estado que se desintegra y la sociedad que emerge en este proceso de transformación que nos conduce a una etapa enteramente nueva en nuestra historia.
Esa nueva etapa será recordada por lo mucho peor o mucho mejor que llegue a ser con respecto a la que la precedió. Libradas las cosas a la espontaneidad del cambio, será sin duda peor. Encaradas en su carácter contradictorio, apoyando lo que esa contradicción entraña de promesa y previendo a tiempo lo que trae de amenaza, la etapa nueva puede llegar a ser mucho mejor. Gestionar con claridad de propósitos la transformación de la sociedad y de su Estado viene a ser, aquí, la clave para evitar aquel riesgo y abrir paso a un país en el que el interés público se corresponda, en sus expresiones de política estatal, con el interés general de la nación.

Un Canal de Panamá

Guillermo Castro H.
Para Ascanio Arosemena, frente a la llama que lo ilumina
El Canal de Panamá está destinado a cambiar el país, pero el país aún debe llegar a entender lo que ese cambio implica. La primera manera de verlo consiste en imaginar que se dispondrá de más dinero para consumir más, sin salir de los hábitos y formas de producir que ya existían. Es la visión del nuevo rico que todos quisiéramos ser: fuimos pobres hasta que alguien descubrió petróleo en el patio de nuestra casa, y ahora somos sultanes tropicales. Sin embargo, sería mejor contraponer a esa visión de nuevo rico la de una prosperidad que siempre será precaria mientras que no sepamos entender que la inserción del Canal en nuestra economía interna nos ofrece – por primera vez en nuestra historia – los medios para encarar el vínculo entre la aspiración a una sociedad distinta, y las tareas que demanda crear una economía diferente, capaz de sostener esa sociedad, y desarrollarse con ella.
La relación entre ambas visiones es de tensión, no de armonía. La primera puede llevarnos matar la gallina de los huevos de oro, rebasando en corto plazo la capacidad de la Cuenca del Canal para proveer los múltiples servicios que se requieren de ella, aplastándola con el impacto ambiental del desarrollo predatorio de su entorno, e incrementando la huella ecológica de la región interoecéanica sobre todos los ecosistemas del Istmo. La segunda nos obliga a entender que sólo podrá haber un uso sostenido de la Cuenca del Canal si hay un desarrollo sostenible del país, esto es, uno que combine la equidad en el acceso a sus frutos con el trabajo con la naturaleza, y no contra ella.
La tensión entre esas opciones se expresa, por ejemplo, en las críticas a la ACP por haberse constituido en un “Estado dentro del Estado”, dirigido por un “Emperador del Canal”. Y, sin embargo, lo que esas críticas expresan es, en realidad, la contradicción evidente entre el Canal como empresa de Estado, y el estado general de la economía, la sociedad y la administración pública en el país. En ese sentido, el distanciamiento entre la población general y la administración del Canal no es sino otra faceta del que se viene acentuando en la relación entre el Estado y sus  ciudadanos. En ese marco, es inevitable preguntarse – ante el hecho de que el Estado controla el Canal -, quién (y para qué) controla el Estado.
Enmascarar esta contradicción con programas comunales de micro inversión financiados con una micro fracción de los ingresos generados por el Canal, o con fondos de ahorro de recursos para los que no se encuentra de momento empleo adecuado, no sólo no la resuelve, sino que termina por agravarla. Lo sensato sería utilizar esos ingresos para financiar el desarrollo del país en su conjunto, mediante inversiones estratégicas destinadas a producir las condiciones de producción – fuerza de trabajo, infraestructura, organización de la base territorial de la economía – necesarias para un desarrollo mucho más armónico de las relaciones de nuestros distintos grupos sociales entre sí, y con nuestro medio natural.
El camino hacia este tipo de decisiones es largo, todavía. Precisamente por eso, es necesario empezar a reconocerlo y recorrerlo lo antes posible, y en primer término desde las organizaciones sociales, culturales y científicas de nuestra sociedad. Anteayer nos preguntábamos si seríamos capaces de administrar el Canal. Algo hemos avanzado en eso, exitosamente: lo bastante para darnos cuenta de que aquello era apenas el primer paso hacia la tarea verdadera, que es la de administrar mucho, muchísimo mejor nuestro propio país, con todos y para el bien de todos.

Panamá: un puente al futuro

Pma topografico
La noticia de que la Autoridad del Canal de Panamá (ACP) entregó el 8 de enero a la empresa francesa Vinci Construction Grands Projets la orden de construir el primer puente sobre la vía acuática en el sector Atlántico pasó casi desapercibida en nuestro país. Sin embargo, tiene tanta importancia histórica como valor simbólico, si se considera que el 9 de enero se conmemoraba el Día de los Mártires de la lucha por nuestra soberanía.
La construcción del puente sobre el Canal en el Atlántico facilitará, en efecto, plantear en nuevos términos la solución a una de las contradicciones ocultas que se opone a un desarrollo sostenible de Panamá: aquella que enfrenta la organización natural de nuestro territorio con la organización territorial del Estado nacional. El territorio, en efecto, está organizado en múltiples corredores interoceánicos, a lo largo de los principales ríos que corren hacia el Atlántico y hacia el Pacífico desde nuestra Cordillera Central. Los primeros habitantes del Istmo hicieron un uso constante de esos corredores, sobre los cuales se asentaban sus sociedades más avanzadas en el momento de la Conquista europea.
El Estado, en cambio, fue siendo organizado desde el siglo XVI a partir de la decisión de concentrar el tránsito interoceánico únicamente por el valle del Chagres, relegando al litoral Atlántico y el Darién a la condición de fronteras interiores. Esto se combinó con la creación de un corredor agroganadero a lo largo de la vertiente Pacífica, entre Chepo y Chiriquí, con el fin de ofrecer soporte a la actividad de tránsito, dando lugar a un eje de organización Este – Oeste. Ese eje segmentó todas las cuencas de la subregión, privilegiando el uso de su sector medio para actividades agropecuarias, y aislando entre sí sus segmentos bajo y alto, en condición de áreas marginales.
Esta decisión limitó nuestras posibilidades de desarrollo, y contribuyó al empobrecimiento del interior rural en ambas vertientes del Istmo. La situación así creada se vio agravada y perpetuada, después, por el Tratado Hay – Buneau Varilla de 1903, que vedaba a Panamá crear vías de comunicación interoceánica alternas al Canal, y establecía una Zona del Canal bajo control extranjero, que dividía en dos al territorio panameño y acentuaba su desarticulación funcional.
Todo ello empezó a revertirse a partir de la ejecución de los Tratados Torrijos – Carter, entre 1979 y 1999, que liquidaron la Zona del Canal y transfirieron la administración del Canal del Estado norteamericano al panameño. La construcción del puente sobre el Canal en el lado Atlántico hace parte de ese proceso de reordenamiento territorial y tendrá consecuencias de gran importancia para nuestro futuro. Esas consecuencias incluyen, por ejemplo:
  1. Re – establecer las vías de comunicación indígenas entre la cuenca del río Coclé del Norte en el Atlántico, y las del Zaratí y el Coclé, en el Pacífico. Esto hará de Colón el principal puerto de Penonomé en el Atlántico, facilitará el desarrollo minero del distrito de Donoso, y el desarrollo turístico y agropecuario de la vertiente Nor – Atlántica de la región del Valle de Antón.
  2. Re – establecer las vías de comunicación indígenas entre las cuencas del río Chagres y la del río Indio, vinculando a Colón con La Chorrera a lo largo de la ribera Occidental del lago Gatún.
  3. Abrir al desarrollo turístico de alto costo la Costa Abajo de Colón, desde Sherman hasta la boca del río Belén.
  4. Facilitar la construcción de una carretera Colón – Bocas del Toro, con un empalme hacia Veraguas por la vía Calovébora – Cañazas, y otro a Chiriquí por la vía Rambala – Gualaca.
  5. Facilitar el movimiento de mercancías desde y hacia Centro América por vía de Guabito y, eventualmente,
  6. Facilitar la vinculación física entre Colón y la región Atlántica de Colombia.
La ACP, añade el despacho de EFE, “adjudicó la licitación del nuevo puente de acuerdo con la Ley que aprueba la ampliación de la vía interoceánica mediante la construcción de un tercer juego de esclusas y que dispone la edificación de este cruce de vehículos en el sector Atlántico que comunique ambas riberas del Canal. Este cruce contribuirá al desarrollo de la provincia de Colón, señala el comunicado.” En realidad, como vemos, se trata de mucho más que eso, aunque ninguna autoridad estatal ha presentado una visión de conjunto sobre las implicaciones de esta decisión para el futuro del país.
El abordaje de esas implicaciones, si llega a ocurrir, será el producto de la iniciativa de las organizaciones sociales, culturales y políticas de Panamá, y pondrá a prueba lo mucho que ignoramos los panameños sobre la historia, la geografía y las opciones de futuro de nuestro país. No hay certeza de que esto ocurra. Debe haber certeza, en cambio, de que una inversión de ese monto y trascendencia haya sido ya objeto de consideración y decisiones por parte de los sectores económicos dominantes en Panamá. Las consecuencias que se deriven de la inacción de unos y la iniciativa de los otros se verán con toda claridad en el curso de los años por venir.
Panamá, 10 de enero de 2013.

Nosotros los de ahora y los de entonces

Guillermo Castro H.
Conferencia inaugural en el XIV Congreso Nacional de Sociología
Universidad de Panamá, 16 de agosto de 2012
Para Lourdes, siempre
1929 – 2009
La crisis de 1929 tiene especial importancia para el análisis de la que enfrentamos hoy, al menos en dos sentidos. El primero y más general corresponde a su alcance y su importancia histórica. Con ella, el ciclo de desarrollo liberal clásico, que a partir de 1914 había ingresado en plenitud a su fase imperialista, recibió el impulso final que lo llevaría a desembocar – a través de la II Guerra Mundial, y las que la precedieron en España y China – en la fase de desarrollo del moderno sistema mundial que hoy designamos con el término “globalización”. El segundo tiene un carácter más específico. La gestión de la crisis de 1929 proporcionó un importante modelo de referencia en la formación de varias generaciones de científicos sociales latinoamericanos, en lo relativo a la comprensión del lugar y el papel de la región en los procesos de formación y transformación del sistema mundial.
            Así, para las ciencias sociales latinoamericanas en las décadas de 1950 y 1960, el manejo de la crisis de 1929 fue percibido como exitoso en cuanto había logrado dos importantes objetivos. Uno, contener y revertir su terrible impacto inicial y, otro, conducir al sistema mundial a un escalón superior de desarrollo civilizatorio. En el proceso, la ideología del progreso – sucesora a su vez de la de la civilización, tan cercana a las oligarquías de nuestra América – cedió su lugar a la del desarrollo, más adecuada a un mundo que dejaba de estar organizado en metrópolis y colonias para constituirse en una comunidad de Estados independientes vinculados entre sí por un único mercado mundial. Y, de una manera en nada casual, fue entre nosotros donde el desarrollo vino a convertirse en un cuerpo teórico y un imaginario colectivo determinante en la conducta de nuestras sociedades y sus Estados hasta la década de 1980.
Como todo modelo explicativo, éste contiene imprecisiones. Lo descrito en el párrafo anterior, por ejemplo, corresponde a las formas más visibles de gestión de aquella crisis, tales como la intervención masiva del Estado en la economía, la ampliación de los derechos democráticos de las capas medias y los trabajadores en los Estados nacionales de la época, y la creación de servicios públicos eficientes de salud pública, educación masiva y seguridad social en esos países. John Maynard Keynes, en lo económico, como Franklin Delano Roosevelt en lo político y lo social constituyen sin duda los héroes más relevantes de aquel momento histórico en este nivel de visibilidad.
            Un segundo nivel, que ha ganado en visibilidad en estos tiempos, hace a las dos grandes reformas que conoció el sistema mundial en el camino hacia la superación de la crisis. La primera se refiere a la creación de un verdadero sistema monetario internacional a partir de los acuerdos de Breton Woods, en julio de 1944. La segunda, y más notoria, a la creación del moderno sistema interestatal, estructurado como una Organización de las Naciones Unidas, que pasó de medio centenar de Estados fundadores en octubre de 1945, a casi doscientos medio siglo después.
            Estos dos niveles de visibilidad en la gestión de aquella crisis fueron el resultado, también, de circunstancias que hoy no tienen equivalente. La primera y más notoria en el plano político fue la claridad de las opciones enfrentadas: el liberalismo al centro, con el fascismo a la derecha y el comunismo estalinista a la izquierda, definieron de manera prístina el escenario de la geopolítica mundial entonces. Y a eso cabría agregar la amplitud de los espacios sociales, ambientales y políticos de maniobra conque contaba entonces el sistema mundial, y de los que carece hoy.
La baja presión demográfica de una población muy inferior a la actual, sometida en su mayor parte a un vasto sistema colonial – al que cabía agregar los que en aquellos años eran considerados como “espacios vacíos” de la América Latina -, permitía contar con reservas de recursos humanos y naturales que ya no están disponibles. En lo político, el espacio de maniobra se desplegaba en dos vertientes. Por un lado, el carácter restrictivo de la vieja democracia liberal imperante en las sociedades de capitalismo más maduro estimulaba la construcción de consensos en torno a la ampliación de los derechos ciudadanos de las capas medias y los trabajadores. Por el otro, se desplegaba la lucha por alcanzar esos derechos a través de la conformación de Estados nacionales en las regiones coloniales de Asia, África y Oceanía.
Allí, además – como en nuestra América -, esa lucha por derechos elementales se combinaba con el carácter primario de las expectativas sociales. Si el analfabetismo supera la mitad de la población adulta, la expectativa de vida al nacer no va más allá de los cincuenta años, la industrialización no se ha iniciado y la organización de los trabajadores es una novedad, concesiones relativamente pequeñas por parte de los grupos dominantes en materia de educación, salud y seguridad social pueden producir transformaciones importantes y de impacto duradero en el desarrollo social.
Y estaba, por supuesto, el enorme espacio de maniobra que ofrecía el sistema colonial para un crecimiento económico renovado. Si éste ya había cumplido su función inicial de subsidio masivo al despegue del capitalismo en los países centrales, su reorganización como sistema de economías nacionales pudo ofrecer – como en efecto lo hizo – un enorme impulso al nuevo ciclo de expansión económica que tuvo lugar entre las décadas de 1950 y 1970, hasta desembocar en la creación de algunas de las condiciones previstas por Gramsci a comienzos de la década de 1930, cuando en sus cuadernos de la cárcel anotaba lo siguiente:
Atlántico – Pacífico. Función del Atlántico en la civilización y en la economía moderna. ¿Se trasladará este eje al Pacífico?  Las masas de población más grandes del mundo están en el Pacífico: si China y la India se convierten en naciones modernas con grandes masas de producción industrial, su alejamiento de la dependencia europea rompería el equilibrio actual: transformación del continente americano, traslado desde la orilla atlántica a la orilla del Pacífico del eje de la vida americana, etcétera. Ver todas estas cuestiones en términos económicos y políticos (tráficos, etcétera).[1]
Otros niveles de visibilidad en la gestión de la crisis de 1929, muy cercanos a este comentario de Gramsci, han sido y son mucho menos percibidos. En lo que hace a la geocultura del sistema mundial, por ejemplo, el énfasis en la formación del concepto de desarrollo puede ocultar la maduración de formas complejas de identidad, pensamiento y organización política en la periferia del sistema, que han venido a tener importantes consecuencias hasta hoy. Así, por ejemplo, los casos del pensamiento radical democrático de José Martí (1853 – 1895) en América Latina, sintetizado en su ensayo Nuestra América, de enero de 1891; del pensamiento nacional democrático de Sun Yat Sen (1886 – 1925), en China, sintetizado en los Tres Principios del Pueblo – democracia, nacionalismo y bienestar -, y los del humanismo patriótico de Mahatma Gandhi (1869 – 1948) y Nelson Mandela.
Tampoco recibe la atención debida el hecho de que la transición al sistema internacional a partir de la gestión de la crisis de 1929 dependió en una constante medida del recurso a la violencia y el autoritarismo en su periferia. Convertida primero en zona caliente de la Guerra Fría, pasó a ser después el escenario de los llamados “Estados fallidos”, cuya viabilidad depende de la presencia de fuerzas de ocupación extranjeras. Así, a la secuencia inicial de violencias en Palestina, Corea, Argelia, el África ecuatorial, el Sudeste asiático y América Latina, ha sucedido la situación de conflicto endémico, abierto o soterrado en los Balcanes, el Asia Central, el Medio Oriente, el África sub sahariana, y México y Colombia, por mencionar sólo casos muy visibles.
Hoy, en todo caso, está en crisis lo que resultó de aquellas transformaciones. La crisis financiera de 2008, en efecto, se vio precedida por crecientes dificultades en el funcionamiento de los mecanismos de gestión del sistema internacional. Esta dificultad se hizo evidente ya a principios de la década de 1990, en el intento de conciliar el imaginario del desarrollo en el sistema internacional – expresado en el papel del organismo creado para promoverlo, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo -, con el reconocimiento de la insostenibilidad de ese objetivo que emerge como problema en la Cumbre de la Tierra de 1992.
A esa dificultad de orden ideológico y cultural se agrega, poco después, la de orden político que resulta del fracaso del intento de transitar hacia un sistema internacional organizado en torno a la Organización Mundial del Comercio, como resultado de la resistencia masiva a la versión neoliberal de la globalización. A partir de allí, el proceso de globalización pasó a tener dos voceros enfrentados entre sí: los Foros de Davos y de Porto Alegre. Y si bien el primero expresa la aspiración a una organización mucho más eficiente del desarrollo desigual y combinado a escala mundial, y el otro la demanda de un mundo en el que la equidad y la sostenibilidad se requieran mutuamente para un desarrollo que mereciera ser llamado humano, el enfrentamiento entre ambos – como lo advirtiera Immanuel Wallerstein en 2004 -, no está referido “a si estamos o no a favor del capitalismo como sistema mundial”, si no al hecho de que la que está en cuestión es
en lo más esencial, si el sistema de reemplazo será jerárquico y polarizante (esto es, igual o peor que el sistema actual) o será en cambio relativamente democrático e igualitario. Estas son opciones morales básicas, y estar de uno u otro lado determina nuestras políticas.[2]
XXI
Esta crisis – nuestra crisis – ha venido a expresar, así, el agotamiento de las premisas políticas, culturales y ambientales que habían sostenido la transformación del moderno sistema mundial a partir de la segunda postguerra, y definido el de las ciencias sociales como discurso explicativo de su desarrollo.[3] Por lo mismo, ella se ubica de lleno en el terreno de la hegemonía, en cuanto expresa la incapacidad de la geocultura del sistema mundial para dar cuenta de su contradicción más profunda: la del carácter desigual y combinado del desarrollo que ese sistema organiza, del cual depende para existir, y en cuyo marco debe encarar sus problemas o enfrentar el riesgo de su propia implosión.
La complejidad de esta circunstancia nos obliga – y seguirá haciéndolo – a reexaminar una y otra vez nuestras conclusiones sobre el carácter y el significado de esta crisis en el desarrollo del mundo que hemos conocido. Nos encontramos, así, en una circunstancia muy semejante a la que encaraba la generación de jóvenes revolucionarios latinoamericanos de la que formaba parte José Martí en 1881:
Nacidos en una época turbulenta, arrastrados al abrir los ojos a la luz por ideas ya hechas y por corrientes ya creadas, obedeciendo a instintos y a impulsos, más que a juicios y determinaciones, los hombres de la generación actual vivimos en un desconocimiento lastimoso y casi total del problema que nos toca resolver. […] Establecer el problema es necesario, con sus datos, procesos y conclusiones.- Así, sinceramente y tenazmente, se llega al bienestar: no de otro modo. Y se adquieren tamaños de hombres libres.[4]
            El proceso de globalización ha creado ya, en efecto, opciones de un nuevo tipo – desde ciudades – Estado como Singapur hasta regiones económicas de creciente integración política y ascendiente global, como las de Asia Pacífico y el Mercosur -, cuyos oportunidades y necesidades de desarrollo desbordan las capacidades de las estructuras políticas de cooperación intergubernamental, y de las economías organizadas a partir de mercados nacionales. En ese marco, también, están en marcha nuevos y complejos procesos de concentración y centralización del capital. Asistimos otra vez a la destrucción masiva de empleos y de organizaciones productivas; a incrementos en la productividad derivados de la innovación tecnológica combinada con la sobrexplotación de los trabajadores; a la formación de sectores de actividad económica nueva, como el mercado de servicios ambientales, y al conflicto entre nuevas fracciones del capital.
En nuestra América, en conjunto con – y más allá de- los procesos de reforma democrática y estabilización económica que ocurren en Estados tan diversos como los de Venezuela, Bolivia, Ecuador, Cuba, Brasil, Chile, Uruguay y Argentina, se acentúa el proceso de reorganización territorial de las economías iniciado en la década de 1990. Nuestra región, cada vez más urbanizada, expande sus fronteras de recursos, organiza como verdaderas biofábricas sus espacios de agroexportación, e intensifica la transformación de la naturaleza en capital natural por los medios más diversos, desde la inversión en megaproyectos de infraestructuras, el desarrollo de nuevas y más eficientes modalidades de inserción en el mercado global de servicios ambiéntales, y la creación de los marcos legales y culturales que esos mercados requieren para operar con eficiencia en el nivel glocal.
Todo esto, naturalmente, se presenta acompañado de una cauda de conflictos entre estructuras de convivencia y modelos de gestión política, social, económica y ambiental viejos y nuevos. Esto abre espacio a la formación de alianzas de estas nuevas fracciones con sectores de capas medias urbanas y de pobres de la ciudad y el campo resocializados para bien o para mal en el curso de estos procesos. Y, frente al carácter esencialmente defensivo de las luchas populares en este terreno, establece un campo fecundo para el desarrollo de opciones alternativas que sean viables en cuanto faciliten la creación colectiva de nuevas formas de expresión del interés general de comunidades territoriales, regionales nacionales complejas.
            Nada de esto implica que las luchas sociales – y sin duda la lucha de clases – hayan dejado de ser el motor de la historia. Supone, simplemente, que ese motor ha pasado a operar en un nivel de complejidad que nos obliga a replantearnos una vez más lo que sabíamos o creíamos saber sobre su funcionamiento. ¿De qué clases se trata, en esta etapa de esta historia?; ¿cuáles son, cómo son, dónde están?; ¿qué tienen de común, qué de distinto con el pasado inmediato y mediato del que proceden?; ¿cómo y dónde se estructuran las relaciones que mantienen entre sí en las distintas regiones y las diversas escalas del sistema mundial en que actúan? Y en estos términos, ¿qué posibilidades existen de identificar y establecer formas nuevas de expresión de intereses colectivos, y las formaciones sociales y políticas capaces de ejercer ese interés en cada región y cada ámbito del sistema?
Para las ciencias sociales en general, y para las nuestras en particular, esto plantea singulares desafíos. El primero y más complejo, sin duda, es dejar de ser lo que han sido y son: ámbitos especializados para el estudio del mercado, la sociedad y el Estado en un mundo en el que la historia sólo puede ocuparse del pasado. Estamos otra vez en aquella situación de 1845, en que cabía afirmar que la tarea de interpretar el mundo debía ceder su lugar a la explicarlo para transformarlo. Nos toca, otra vez, recuperar y ejercer aquella negativa “a separar las diferentes disciplinas académicas” a que se refiere Eric J. Hobsbawn cuando, al analizar el significado contemporáneo de la obra de Carlos Marx, señala que, para éste,
Las relaciones sociales (es decir, la organización social en el sentido más amplio) y las fuerzas materiales de producción, a cuyo nivel corresponden, no pueden ser divididas. “La estructura económica de la sociedad está formada por la totalidad de estas relaciones de producción”.[…] El desarrollo económico no puede quedar reducido a “crecimiento económico”, y mucho menos a la variación de factores aislados como la productividad o el índice de acumulación de capital”.[5]
Esto es tanto más necesario en cuanto que la nuestra es, en lo político, una circunstancia de hechos cumplidos. El programa neoliberal es uno de esos hechos, al menos en su forma de Consenso de Washington, por más que muchas de sus políticas lo hayan sobrevivido. El programa inicial de resistencia a las consecuencias del neoliberalismo está agotado también. Los sectores subordinados carecen de un proyecto alternativo. Los sectores dominantes también. En ambos campos se acentúan las contradicciones internas, con la salvedad de que es más viable la resistencia desde estructuras profundas de encuadramiento y dominación que permanecen esencialmente intactas, que el paso a una ofensiva general de los dominados contra esas estructuras.
Las cosas, en suma, ya no son lo que eran, ni volverán a serlo. Tampoco, sin embargo, han llegado a ser lo que serán. Por lo mismo, cabe recordar que, si bien nunca existe un pasado al cual regresar, la crisis abre ante nosotros múltiples opciones de futuro a construir. A esas opciones es que cabe referir todas las propuestas que afloran por todos los ámbitos de nuestra cultura, desde el bien vivir hasta  la demanda de un mundo en que quepan todos los mundos.
Al propio tiempo, esta circunstancia – en que los conflictos que emergen de la crisis se combinan con los que fueron mediatizados pero no resueltos en el ciclo hegemónico que culmina – ofrece nuevas posibilidades de construcción de entendimientos entre movimientos sociales emergentes que se expresan desde racionalidades y con voces sin cabida en la geocultura que implosiona. El detalle de esos entendimientos en casos particulares será diverso, pero sus lineamientos fundamentales ganan cada día en claridad: gobierno basado en el consenso; autoridad funcional, no jerárquica ni de casta; igualdad sustentada en la equidad; armonía en las relaciones sociales, y en las interacciones entre sistemas sociales y sistemas naturales, y una producción centrada en valores de uso, y en la valoración de los recursos a partir de la función que cumplen en los ecosistemas que los proveen.
Lo esencial, ahora, es que los sectores oprimidos – siempre a la defensiva, siempre empujados a la dispersión por el acoso incesante de los opresores- despliegan capacidades de iniciativa y concertación que habían estado ausentes de la política latinoamericana desde la década de 1980. Una vez más: no hay en nuestra América batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza. Volvemos al camino que va de Martí a Mariátegui, y allí al Che, a la Teología de la Liberación y a los movimientos sociales nuevos. El pequeño género humano que dio de sí a Bolívar ha dicho otra vez ¡basta!, y otra vez ha echado a andar.
Buenos Aires – Panamá, septiembre de 2009 / agosto de 2012


[1] Cuadernos de la Cárcel. Edición crítica del Instituto Gramsci. A cargo de Valentino Gerratana. Ediciones ERA, México, I, 276.
[2] “Después del desarrollismo”. Ponencia presentada en la conferencia “Development Challenges for the 21st Century”, Universidad de Cornell, Octubre 1, 2004.
[3] En estas circunstancias – sobre todo a partir del derrumbe del socialismo en la Unión Soviética y Europa Oriental, que hace recaer todo el peso de la crisis sobre el centro liberal – no es de extrañar que  se multipliquen lo que Gramsci llamó “fenómenos morbosos” que caracterizan la fragmentación de los marcos preexistentes de referencia y control. Tal es el caso de la creciente importancia política que adquiere la difusión de los fundamentalismos de todo tipo, regresiones populistas, fragmentación y disolución de formaciones estatales, migraciones sin control y situaciones de carácter cuasi maltusiano que asolan regiones completas, como el África subsahariana, en un marco de erosión generalizada de las formas tradicionales de autoridad moral y política y de generalización del recurso a la violencia como medio de control social.
[4] José Martí, Cuadernos de apuntes, 1881. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975.
[5] Cómo Cambiar el Mundo. Marx y el marxismo 1840 – 2011. Crítica, Barcelona, pp. 143 – 144.

Panamá en transformación

La sociedad panameña está inmersa en un proceso de transformación que sólo podría ser comparado al que conoció  en las primeras décadas del siglo XX.
Esa transformación es consecuencia de la incorporación del Canal a la economía interna, que ha llevado hasta sus últimas consecuencias el viejo modelo de desarrollo transitista imperante en Panamá.
De ello ha resultado – tras el caos aparente de los cambios en curso – la formación de una compleja plataforma de servicios globales, y de un mercado emergente de servicios ambientales.
El cambio económico, como suele ocurrir, ha operado a velocidad mucho mayor que el cultural, y aún está pendiente de encontrar expresión adecuada en lo político y en lo social.
Ya no somos lo que fuimos, y no sabemos realmente hacia dónde nos encaminamos.
Pero el proceso está en marcha, y una sola cosa es cierta: que no hay un pasado al cual regresar, sino únicamente alternativas de futuro entre las cuales optar, si es que somos capaces de identificarlas, y encararlas en sus dificultades como en sus promesas.
En su momento, tendremos un nuevo Harmodio Arias que encauce este torrente hacia meandros más productivos.
Esto, me parece, es lo real.
Y me lo parece más sobre todo porque, en particular en política, lo real es lo que no se ve.
He seguido reflexionando sobre el tema, gracias a su interés.
En realidad, estamos viviendo un período de transformaciones extraordinariamente complejas, que marchan además a velocidades distintas y se contradicen entre sí.
A primera vista, podría parecer que vivimos tiempos que se repiten, en espiral o en círculo.
En realidad, ocurre todo lo contrario.
Vivimos tiempos inéditos en nuestra historia, empezando por el hecho de que nunca antes, jamás, había estado la sociedad panameña en control de su principal recurso económico y tecnológico, y en la posibilidad de empezar a definir por sí misma su lugar en la economía global, y sus opciones para ocuparlo y ejercerlo.
En ese proceso, nuestra economía ha experimentado una rápida transformación, que en lo más visible se expresa en tres factores: la liquidación de todo un sector de empresas de capital local – industriales, comerciales, de servicios y de agronegocios -, adquiridas por empresas transnacionales; la formación de una plataforma de servicios globales, uno de cuyos componentes más importantes – y menos visibles – está formado por el centro regional de empresas transnacionales, que ya incluye las oficinas para América Latina de 73 de éstas y, por supuesto, el programa de inversión pública masiva en el corredor interoceánico, que ya alcanza unos 8 mil millones de dólares según cálculos de Orlando Acosta.
Al propio tiempo, sin embargo, nuestras mentalidades y una parte sustantiva de nuestra organización estatal siguen siendo las que correspondían a la sociedad que fuimos, y no consiguen expresar las posibilidades de sociedad nueva que podemos llegar a ser.
En esta perspectiva, podría decirse que al gobierno actual le ha correspondido la fase de culminación de este proceso, iniciado en realidad a partir de la administración de E. Pérez Balladares y continuado – con altibajos, contradicciones, retrocesos y desviaciones de todo tipo – por las de Moscoso y Torrijos.
En esta fase se exacerban las contradicciones entre los componentes cultural, político, social y económico del proceso.
En lo más visible, esa exacerbación se expresa en la creciente conflictividad de la vida política.
En lo más profundo, se expresa en un fenómeno singular: la presencia de un Gobierno cada vez más fuerte, operando al interior de un Estado cada vez más débil.
Esto ayudaría a entender la contradicción aparente de que el Gobierno pueda utilizar toda su fortaleza, por ejemplo, para adelantar legislación como la minera, pero no cuenta con la capacidad política para conseguir que la sociedad la acate.
Con ello, lo que debería resolverse entre los diputados en el órgano legislativo termina definiéndose entre manifestantes y policías antidisturbios en las calles de todo el país.
En este sentido, la crisis de la institucionalidad adquiere diversas expresiones, pero todas ellas expresan el mismo hecho: que el Estado ha dejado de ser funcional respecto a las tendencias dominantes en el desarrollo general de la sociedad.
La labor de los comunicadores sociales se torna, así, tan especialmente difícil como importante.
Les corresponde una enorme cuota de responsabilidad en lo que hace a propiciar que este proceso discurra mediante la promoción de una cultura de entendimientos, y no de una de enfrentamientos.
Y eso es tanto más difícil cuanto no hay un pasado al cual regresar, sino múltiples futuros posibles a construir.
Por suerte, se trata de una sociedad en la que abunda la gente buena y trabajadora, de gran sensatez y conciencia de sus limitaciones, como de una natural disposición solidaria.
El hecho de que no podamos aún aprovechar a plenitud ese recurso – al punto de que no falte quien ponga en duda su existencia – es, justamente, uno de los mejores indicadores de la necesidad de ir a una completa renovación de nuestra institucionalidad, para lograr finalmente llegar a ser lo que con toda evidencia podemos ser.