América Latina: cultura, sociedad y ambiente en una época de transición

Guillermo Castro H.

No siempre es bien comprendido – y se sobrevalora, o se subvalora – el papel que desempeña en la crisis ambiental la cultura de la naturaleza, esto es, las formas en que los conflictos y las afinidades que definen la identidad de nuestras sociedades se expresan en la valoración que hacemos de nuestro entorno natural, en los modos de conocerlo, y en el papel que desempeña en nuestra historia y nuestras vidas. Esa comprensión se facilita cuando el tema es abordado desde la perspectiva de la historia ambiental, que se dedica al estudio de las interacciones entre los sistemas sociales y los sistemas naturales a lo largo del tiempo, mediante procesos de trabajo socialmente organizados, y de las consecuencias que esa interacción tiene para ambos.

La historia ambiental aborda esas interacciones a partir detres niveles de análisis interdependientes entre sí. El primero se refiere a los procesos de formación y las transformaciones del medio biogeofísico; el segundo, a la tecnología productiva y sus condiciones sociales de uso para la reorganización de ese medio, y el tercero, al papel de la cultura y las instituciones en la definición de nuestras formas de relación con la naturaleza.

Este abordaje, en apariencia sencillo si su objeto de análisis es una comunidad campesina, plantea singulares problemas cuando se trata es de una región de 22 millones de kilómetros cuadrados, poblados por unos 600 millones de habitantes, de los cuales cerca del 80% reside en áreas urbanas – que incluyen megaciudades como México, Sao Paulo, Buenos Aires y Rio de Janeiro. Ese espacio alberga, además, una vasta y compleja diversidad de ecosistemas, que van desde desiertos extremadamente secos hasta bosques tropicales muy húmedos, y desde humedales marino – costeros hasta altiplanos de cuatro mil metros de altura, y albergan enormes reservas de recursos hídricos, minerales, energéticos, forestales, de biodiversidad y de tierra cultivable, que hacen de nuestra América una frontera de recursos naturales y servicios ambientales de primer orden en la crisis global.

En este marco coinciden, además, una circunstancia perversa y una virtuosa, estrechamente relacionadas entre sí. La primera corresponde a un proceso sostenido de crecimiento económico con degradación ambiental y una persistente inequidad social; la segunda, al vigoroso desarrollo de un pensamiento ambiental nuevo, vinculado a tres fuentes principales: la tradición de reflexión sobre nuestros problemas económicos y sociales, en curso desde fines del siglo XVIII; la presencia de una intelectualidad estrechamente vinculada a la trama cada vez más densa del ambientalismo global, y los nuevos movimientos sociales del campo y de las periferias urbanas, que despliegan una lucha tenaz en la defensa de sus derechos de acceso a recursos naturales y a un ambiente sano y digno, que les permita vivir bien.

La historia ecológica de América se remonta a la formación del istmo de Panamá hace unos cuatro millones de años, que vinculó físicamente a las grandes masas que hoy conocemos como Norte y Suramérica, separadas de Pangea 200 millones de años antes. Dentro de ese lapso y esos espacios mayores, nuestra historia ambiental opera a partir de la presencia humana en el espacio americano, a lo largo de tres tiempos distintos, que se subsumen el uno en el otro hasta conformar el proceso mayor que nos ocupa.

El primero de esos tiempos corresponde a la larga duración de la presencia humana en el espacio americano, que se remonta a entre 30 y 15000 años, en cuyo marco, antes de la Conquista europea del siglo XVI, nuestra especie conoció un proceso de desarrollo aislado del resto de sus semejantes en Eurasia y África, que dio lugar a una amplia diversidad de experiencia culturales, desde las formas más elementales de organización social primitiva hasta la creación de complejos núcleos civilizatorios en Mesoamérica y el Altiplano andino. El segundo tiempo, de mediana duración, corresponde al período de desarrollo integrado con el del resto de la especie humana, que se inicia con el control europeo del espacio latinoamericano a partir del siglo XVI. Ese control operó hasta mediados del siglo XIX a partir de la creación de sociedades tributarias sustentadas en formas de organización económica no capitalistas – como la comuna indígena, el mayorazgo feudal y la gran propiedad eclesiástica -, para desintegrarse entre 1750 y 1850, a partir de los conflictos generados por el interés de las Monarquías española y portuguesa en incrementar la renta colonial de sus posesiones americanas, primero, y después por el de los grupos dominantes en esas posesiones por asumir esa tarea en su propio beneficio mediante la Reforma Liberal, que creó los mercados de tierra y de trabajo necesarios para abrir paso a formas capitalistas de organización de las relaciones de las nuevas sociedades nacionales con su entorno natural.

El tercer tiempo, finalmente – de duración menor pero intensidad mucho mayor en lo que hace a sus consecuencias ambientales-, se extiende entre 1870 – 1970, y corresponde al proceso de plena integración de la región al moderno mercado mundial. Ese proceso tuvo una expansión sostenida a lo largo de la mayor parte del siglo XX, bajo formas de organización muy diversas, desde el peonaje semi servil de las explotaciones oligárquicas hasta la creación de enclaves de capital extranjero y de mercados protegidos para empresas estatales, hasta desembocar en el agotamiento de lo que el geógrafo chileno Pedro Cunill llamó ”la ilusión colectiva de preservar a Latinoamérica como un conjunto territorial con extensos paisajes virtualmente vírgenes y recursos naturales ilimitados”.

Ninguno de estos procesos se agota en sí mismo. Por el contrario, cada uno aporta premisas y consecuencias que contribuyen a definir el desarrollo del siguiente.  Así, la interacción entre el tiempo anterior a la Conquista europea y el tiempo creado por ésta a partir de su vasto impacto demográfico, social, político – cultural y ambiental, dio lugar a la formación de cuatro cuatros grandes áreas etnoculturales, de significativa importancia en la crisis actual.

Una de ellas, ubicada allí donde la encomienda estuvo, tiene un claro carácter indoamericano, al que contribuyeron tanto la feudalidad de la cultura de los conquistadores como aquellos rasgos de la organización política prehispánica en las áreas nucleares de Mesoamérica y los Andes que facilitaron la dominación colonial. La importación de esclavos africanos para el desarrollo de economías de plantación en el espacio caribeño y el Nordeste brasileño , por su parte, dio lugar a la formación de un espacio afroamericano con rasgos socioculturales y productivos característicos. Y a estos se agregaron un espacio mestizo de fuerte presencia europea, en las zonas agro-ganaderas de la cuenca baja del Plata y del centro de Chile, y un vasto conjunto de regiones interiores que sirvieron como zonas de refugio de población indígena, mestiza y afroamericana que se desligaba del control colonial y retornaba a formas de producción y consumo no mercantiles.

La cultura

La crisis que hoy enfrentan las sociedades latinoamericanas en sus relaciones con el mundo natural incluye, también, la de sus visiones acerca de ese mundo y esas relaciones. Aquí, el rasgo dominante en la cultura latinoamericana de la naturaleza ha sido, y en gran medida sigue siendo, el de la fractura entre las visiones de quienes dominan y quienes padecen las formas de organización de las relaciones entre las sociedades de la región y su entorno natural.

Esta contradicción se expresa en la coexistencia usualmente pasiva, a veces antagónica, entre una cultura dominante que ha evolucionado en torno a ideales como la lucha de la civilización contra la barbarie, primero; del progreso contra el atraso, después, y finalmente del desarrollo contra el subdesarrollo, y un conjunto de culturas subordinadas que coinciden en una visión animista del mundo natural, y se han desarrollado en lucha constante contra aquellas visiones dominantes. Así, en las grandes obras de la narrativa culta que expresan el proceso de formación de las modernas identidades nacionales – desde La Vorágine y Doña Bárbara, hasta Cien Años de Soledad y La Casa Verde -, la naturaleza figura como un elemento amenazante, que finalmente escapa a todo control racional. Por contraste, la cultura popular tiende a encarar las relaciones con la naturaleza desde un tono de celebración, de gran delicadeza en la música de autores como el dominicano Juan Luis Guerra, o de comunión con ella en escritores como el peruano José María Arguedas.

La gran excepción en este panorama escindido se encuentra, sin duda alguna, en la obra de José Martí, en cuyas expresiones más acabadas – sobre todo en el ensayo Nuestra América, de 1891, verdadera acta de nacimiento de nuestra contemporaneidad – la naturaleza adquiere un claro carácter de categoría cultural y política, a ser construida desde la realidad que expresa. Aun así, la obra de Martí está estrechamente asociada a su diálogo con la cultura norteamericana de la naturaleza, expresada en autores como Ralph Waldo Emerson y Walt Whitman, durante su exilio en Nueva York entre 1881 y 1895.

Al respecto, aquí ha desempeñado un importante papel el hecho de que las estructuras fundamentales de organización cultural en las sociedades latinoamericanas hasta comienzos del siglo XX fueron las correspondientes a la Contrarreforma y el militarismo español y portugués de los siglos XVI y XVII, cuyas categorías de intelectuales dominantes fueron las del clero, el ejército y los letrados vinculados al servicio de la administración estatal y la gran propiedad terrateniente. Así, durante los siglos XVIII y XIX resalta en nuestra América la ausencia de una intelectualidad de capas medias vigorosa y bien educada, capaz de expresar el interés general de sus sociedades, del tipo de la que conocieran las sociedades Noratlánticas, y que permitiera a a científicos de extracción modesta como Alfred Russell Wallace actuar por derecho propio como interlocutores con pares de origen social más elevado, como Charles Darwin.

La moderna intelectualidad latinoamericana viene a conformarse con la expansión industrial y el desarrollo urbano característicos de la segunda mitad del siglo XX. Para la década de 1980, su visión del mundo no reconocía ya el mero crecimiento económico como evidencia de los frutos del progreso y del avance hacia la civilización a través del desarrollo, y expresaba una creciente inquietud por el carácter a todas luces insostenible de ese desarrollo basado en la ampliación constante de la exportación de materias primas para otras economías.

Este proceso de maduración cultural ha experimentado un creciente impulso en el siglo XXI. Desde arriba, la región ha conocido un notorio crecimiento de la institucionalidad ambiental, que ha trasladado al interior de los Estados – sin resolverlo – el conflicto entre crecimiento económico extractivista y sostenibilidad del desarrollo humano. Desde abajo, la resistencia indígena y campesina a la expropiación de su patrimonio natural y la lucha por sus derechos políticos se combina con la de los sectores urbanos medios y pobres por sus derechos ambientales básicos.

En ese marco, ha ido tomando cuerpo en América Latina una corriente de actividad intelectual que, desde las Humanidades como desde las ciencias y las artes, expresa lo que Enrique Leff ha llamado el “nuevo pensamiento ambiental” de la región. Formada en lo mejor de la tradición académica Occidental, y en estrecho contacto con los nuevos movimientos sociales de la región, esa intelectualidad ha conseguido articular el ambientalismo latinoamericano con el ambientalismo global, y con los procesos de transformación política, social, cultural, ambiental y económico que están en curso en toda la región.

Esta intelectualidad participa hoy en el desarrollo de campos nuevos del conocimiento – como la historia ambiental, la ecología política y la economía ecológica -, y su producción en todos ellos constituye, ya, parte integrante de la cultura ambiental que surge de la crisis global. Uno de sus voceros más característicos, el teólogo brasileño Leonardo Boff, ha expresado así la sustancia fundamental de esa relación:

Hasta el momento presente, el sueño del hombre occidental y blanco, universalizado por la globalización, era dominar la Tierra y someter a todos los demás seres para así obtener beneficios de forma ilimitada. Ese sueño, cuatro siglos después, se ha transformado en una pesadilla.[…] Por eso, se impone reconstruir nuestra humanidad y nuestra civilización mediante otro tipo de relación con la Tierra […] para conseguir que perduren las condiciones de mantenimiento y de reproducción que sustentan la vida en el planeta. Eso solo ocurrirá si rehacemos el pacto natural con la Tierra y si consideramos que todos los seres vivos, portadores del mismo código genético de base, forman la gran comunidad de vida. Todos ellos tienen valor intrínseco y son por eso sujetos de derechos.

Y añade enseguida la siguiente enumeración de lo que llama “los derechos de la Madre Tierra”: el derecho de regeneración de la biocapacidad de la Madre Tierra; a la vida de todos los seres vivos, especialmente de aquellos amenazados de extinción; a una vida pura, “porque la Madre Tierra tiene el derecho de vivir libre de contaminación y de polución”; al vivir bien de todos los ciudadanos; a la armonía y al equilibrio con todas las cosas, y el derecho a la conexión con el Todo del que somos parte.

Crecer con el mundo, para ayudarlo a cambiar

La crisis ambiental hace parte de una circunstancia inédita en el desarrollo del moderno sistema mundial, que expresa un cambio de época antes que una época de cambios. En nuestra América, esto da lugar a un período de transición en el que emergen nuevamente viejos conflictos no resueltos, en el marco de situaciones enteramente nuevas, y emerge una cultura de la naturaleza que combina reivindicaciones democráticas de orden general con valores y visiones provenientes de las culturas indígenas, afroamericanas y mestizas, y de una intelectualidad de capas medias cada vez más estrechamente vinculada al ambientalismo global.

Esa cultura toma forma tanto desde el diálogo y la confrontación entre sus propios componentes, como en su contraposición a políticas estatales a menudo estrechamente asociadas a los intereses de organismos financieros internacionales, y a complejos procesos de búsqueda de acuerdos sobre temas ambientales en el sistema interestatal. En este proceso de transición, todo el pasado actúa en todos los momentos del presente, de modo que la legitimidad técnica que alegan las políticas estatales se enfrenta a la legitimidad histórica y cultural de los movimientos que las confrontan, dando lugar a un proceso de creación de opciones de desarrollo de gran vigor y diversidad.

En esta perspectiva, la dimensión cultural de la crisis no es un mero añadido a sus dimensiones ecológica, económica, tecnológica, social y política, sino la expresión más acabada de las interacciones entre todas ellas. De esas interacciones aflora ya en nuestra cultura de la naturaleza una conclusión que puede ser tan estimulante para unos como inquietante para otros, pero que es ineludible para todos: que siendo el ambiente el resultado de las interacciones entre la sociedad y su entorno natural a lo largo del tiempo, si se desea un ambiente distinto es necesario crear sociedades diferentes.

Identificar esa diferencia, y los modos de ejercerla, es el desafío fundamental que nos plantea la crisis ambiental, en América Latina como en cada una de las sociedades del planeta. Precisamente por eso, las transformaciones, conflictos, rupturas y opciones de salida que emergen en el ordenamiento socioambiental latinoamericano en la transición del siglo XX al XXI definen también los términos de la participación de nuestra América en la crisis ambiental global, y plantean problemas que deben ser resueltos desde la región, en diálogo y concertación con el resto de las sociedades del Planeta.

Crecemos con el mundo, para ayudarlo a cambiar en dirección a la utopía de Boff, que nos define.

Alto Boquete, Panamá, 10 de febrero de 2020

América Latina: historia ambiental y crisis global.

Guillermo Castro H.[i]

Introducción

A primera vista, la crisis ambiental que encara hoy América Latina recuerda a la que conoció la Europa Noratlántica a comienzos del siglo XIX, como consecuencia de la primera Revolución Industrial: una combinación de crecimiento económico con deterioro social y degradación ambiental, expresada en la sobrexplotación de recursos naturales, la expansión urbana desordenada, y la contaminación masiva del aire, el agua y los suelos. Hay, sin embargo, diferencias de escala, tiempo, cultura y función en el desarrollo del moderno sistema mundial que desbordan esta comparación.

Aquella Europa, en efecto, tenía en su núcleo fundamental – conformado por Inglaterra, Francia y Alemania – una población de unos 60 millones de personas, que habitaban un territorio de algo más de un millón y cuarto de kilómetros cuadrados. La Revolución Industrial allí concentrada, además, contribuía a acelerar el proceso de organización del primer mercado de escala mundial en la historia de la especie humana, estructurado en una relación de centro – periferia, que incluiría a la América Noratlántica en el primero, y a la América Latina, África y Asia en la segunda.

Nuestra región contaba entonces con unos 15 millones de habitantes, de los cuales más del 90% residía en áreas rurales, distribuidos en una superficie de algo más de 21 millones de kilómetros cuadrados, e iniciaba apenas la ruta que la llevaría a convertirse en un importante proveedor de minerales, alimentos y materias primas para las economías Noratlánticas, encaminadas a convertirse en el taller industrial del mundo. Sin duda alguna, la huella ecológica de aquel proceso europeo – que en su desarrollo terminaría por generar la crisis ambiental global que hoy debe encarar nuestra especie – se hizo sentir en América Latina desde el propio siglo XVI. De allí, esa huella vino a acentuarse en magnitud y complejidad hasta nuestros días, en la medida en que la región se fue convirtiendo en un abastecedor de alimentos, minerales, y otras materias primas que demandaba entonces aquel taller industrial, y demandan hoy los que lo han sucedido, en particular en la región de Asia Pacífico.

En ese marco histórico de larga duración, nuestra América Latina tiene hoy unos 600 millones de habitantes, de los cuales cerca del 80% reside en áreas urbanas, entre las que se cuentan cuatro megaciudades – México, Sao Paulo, Buenos Aires y Rio de Janeiro – en las que residen más de 55 millones de personas. Desde mediados de la década de 1990, además, la región se ha constituido en una importante frontera de recursos, a través de un proceso masivo de transformación del patrimonio natural de sus poblaciones indígenas y campesinas en capital natural al servicio de la economía global.[ii]

En el mismo proceso, América Latina ha venido a constituirse también en uno de los centros más importantes de desarrollo del nuevo pensamiento ambiental, vinculado a tres fuentes principales: la tradición de pensamiento e investigación sobre los problemas económicos y sociales de la región, en desarrollo desde fines del siglo XVIII y que anima a importantes entidades como la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) de 1948 a nuestros días; la presencia de una intelectualidad de capas medias estrechamente vinculada a la trama cada vez más densa del ambientalismo global, y los nuevos movimientos sociales del campo y de las periferias urbanas, que han conocido un notable desarrollo, sobre todo en la defensa de sus derechos de acceso a recursos naturales y a un ambiente sano. Comprender la crisis ambiental de América Latina implica, así, dos tareas: explicarla desde sí misma y, al propio tiempo, entenderla en su relación con la crisis global. A ese doble propósito apunta este ejercicio de síntesis.

Los tiempos del tiempo

En su ya clásico ensayo de 1990 “Transformaciones de la Tierra”, Donald Worster plantea la necesidad de que el abordaje en perspectiva histórica de los problemas ambientales combine tres niveles de análisis interdependientes entre sí. El primero se refiere a “la estructura y distribución de los ambientes naturales en el pasado”; el segundo, a la tecnología productiva en cuanto interactúa con esos ambientes – a partir del concepto de modo de producción, en cuanto hace referencia “no sólo a la organización del trabajo humano y la maquinaria, sino también a la transformación de la naturaleza”, en un proceso que a su vez conduce a la reestructuración de la propia sociedad -, y en tercer lugar a “las ideologías, éticas, leyes y mitos [que] se hacen parte del diálogo de un individuo o un grupo con la naturaleza”.(Worster, 1993: 48, 49) Este abordaje tiene una gran utilidad en el tema que nos ocupa.

El espacio y sus recursos

La historia de los ecosistemas presentes en el espacio que hoy abarca nuestra América se remonta a un proceso que – tras la desintegración de Pangea hace unos 200 millones de años– vino a culminar, unos cuatro millones de años atrás con la formación del Istmo de Panamá, que vinculó físicamente a las grandes masas que hoy conocemos como Norte y Suramérica. En ese espacio se ubica una vasta y compleja diversidad de ecosistemas, que van desde desiertos extremadamente secos hasta bosques tropicales muy húmedos, y desde humedales marino – costeros hasta altiplanos de cuatro mil metros de altura.[iii]

La descripción de esos ecosistemas en su relación con el panorama global del ambiente no es sencilla, y demanda la referencia a fuentes muy diversas.[iv] Así, por ejemplo, el Fondo de Población de las Naciones Unidas destaca que la región cuenta con “1995 millones de hectáreas de las cuales 576 millones son reservas cultivables.” En el año 2000, agrega, la región poseía “25% de las áreas boscosas del mundo, el 92% localizadas en Brasil y Perú”, al tiempo que Brasil, Colombia, Ecuador, México, Perú y Venezuela se cuentan “entre las naciones consideradas de megadiversidad biológica y albergan entre 60 y 70% de todas las formas de vida del planeta.” Y a esto se añade que la América Latina “recibe el 29% de la precipitación mundial y posee una tercera parte de los recursos hídricos renovables del mundo.” Para el informe GEO 5, esto representa aproximadamente “el 23% de los bosques del mundo; el 31% de sus recursos de agua dulce y seis de los 17 países megadiversos del mundo.” (PNUMA, 2012: 319). Por su parte, un informe elaborado por la CEPAL y UNASUR indica que América Latina cuenta con importantes reservas de minerales e hidrocarburos, y sus reservas de agua equivalen al 70% de las del continente americano.[v]

Al propio tiempo, los problemas ambientales más visibles de la región en el siglo XXI incluyen vastos y complejos procesos de degradación de suelos por erosión y contaminación; pérdida de bosques por deforestación; deterioro de la biodiversidad debido a la fragmentación y pérdida de hábitats; deterioro de cuencas y cursos de agua en una circunstancia de incremento de la demanda de ese recurso; deterioro y sobrexplotación de recursos marino costeros, y deterioro acelerado de las áreas urbanas, que se expresa en un incremento de la demanda de servicios básicos – agua, drenaje, energía, recolección de desechos -, lo cual se traduce en una huella ecológica de alcance cada vez mayor.[vi] Todo esto, por último, se combina con – y se ve agravado por – otros dos factores que no cabe eludir.

El primero de esos factores consiste en una persistente combinación de crecimiento económico con desigualdad social, que tiende a mantener en condiciones de pobreza a cerca del 30% de la población, mientras concentra el 30% de la riqueza en el 10% de población con más altos ingresos. El segundo, en una creciente intensidad y complejidad de los conflictos socioambientales en las zonas urbanas y rurales, vinculada tanto al carácter mismo de ese crecimiento económico con desigualdad social como a una conciencia de lo ambiental como problema social y político – y no solo económico y ecológico – entre sectores cada vez más amplios de las capas medias educadas, y de los nuevos movimientos sociales que emergen en el campo como en las ciudades.

La especie y su desarrollo

La circunstancia descrita expresa los términos en que nuestra América participa en una crisis global que, al decir de organizaciones como la Alianza del Milenio por la Humanidad y la Biosfera – una coalición internacional de científicos con centro en la Universidad de Stanford, California -, plantea cinco amenazas principales a nuestra especie: las alteraciones del clima; las extinciones; la pérdida de la diversidad de los ecosistemas; la contaminación, y el incremento de la población humana y del consumo de recursos. El carácter global de esa crisis, y el alcance y significado de la participación en ella de la región latinoamericana, demandan un abordaje en perspectiva histórica que combina al menos tres tiempos distintos, que se subsumen el uno en el otro hasta conformar el proceso mayor que nos ocupa.

El primero de esos tiempos corresponde a la larga duración de la presencia humana en el espacio americano. Esa presencia, en efecto, se remonta un periodo de entre 30 y 20,000 años de interacción entre los humanos y el mundo natural anterior a la Conquista europea de 1500 – 1550. El segundo tiempo, de mediana duración, corresponde al período de control europeo del espacio latinoamericano. Ese control operó hasta mediados del siglo XVIII a partir de la creación de sociedades tributarias sustentadas en formas de organización económica no capitalistas – como la comuna indígena, el mayorazgo feudal y la gran propiedad eclesiástica -, para descomponerse a lo largo del período 1750 – 1850 a partir del interés de las Monarquías española y portuguesa por incrementar la renta colonial de sus posesiones americanas, primero, y después por el de los grupos dominantes en esas posesiones por asumir esa tarea en su propio beneficio. Por lo mismo, también, ese control operó allí donde existían las condiciones – mano de obra, recursos y acceso a vías de comunicación con Europa -que lo hacían posible y necesario, pero no lo hizo sino nominalmente allí donde esas condiciones no existían.[vii]

El tercer tiempo aludido, finalmente – de duración menor pero intensidad mucho mayor en lo que hace a sus consecuencias ambientales-, se extiende a lo largo del período 1870 – 1970, y corresponde al desarrollo de formas capitalistas de relación entre los sistemas sociales y los sistemas naturales de la región, hasta ingresar de 1980 en adelante en un proceso de crisis y transición aún en curso. En el punto de partida de este período se encuentra la Reforma Liberal que siguió a las revoluciones de independencia de 1810, y que para 1875 había conseguido crear los mercados de tierra y de trabajo necesarios para abrir paso a formas capitalistas de organización de las relaciones de las nuevas sociedades nacionales y su entorno natural. Así, la creciente demanda Noratlántica de materias primas pasó a ser satisfecha mediante emprendimientos mineros y agropecuarios de un tipo enteramente nuevo, sobre todo en terrenos que a menudo habían tenido hasta entonces una importancia marginal, como ocurrió por ejemplo en el caso de Guatemala, con la transformación de grandes áreas de bosque nuboso en cafetales, según lo describe José Martí en el conocido escrito que dedicó a ese país en 1878.[viii]

El proceso así iniciado tuvo una expansión sostenida a lo largo de la mayor parte del siglo XX, bajo formas políticas, económicas y tecnológicas de organización muy diversas, desde el peonaje semi servil de las explotaciones oligárquicas hasta la creación de enclaves de capital extranjero y de mercados protegidos para empresas estatales y de capital nacional. Las consecuencias de todo ello fueron sintetizadas en los siguientes términos por el geógrafo chileno Pedro Cunill:

Durante el período histórico que va de 1930 a 1990 se hizo evidente un sostenido avance en el poblamiento del espacio geográfico latinoamericano que cubre 20 446 082 de km2 de tierras continentales e insulares. Se nota tanto una persistente tendencia a concentrar paisajes urbanos consolidados y sub-integrados como una importante ocupación espontánea de zonas tradicionalmente despobladas, en particular en el interior y el sur de América meridional, transformaciones geohistóricas que han ocasionado como secuela ambiental el fin de la ilusión colectiva de preservar a Latinoamérica como un conjunto territorial con extensos paisajes virtualmente vírgenes y recursos naturales ilimitados.(1995: 9)

Con ello, añadía Cunill, llegó el fin “de los espacios latinoamericanos ilimitados e inextinguibles”, que incluso dejaron de operar como barreras al desarrollo económico, en la medida que las sociedades nacionales

al configurar sus lindes con su devenir histórico, con avances y contradicciones, han traspasado incluso las aparentes fronteras naturales, que hasta fines de los cuarenta aparecían como insalvables, especialmente en el interior sudamericano. (1995:15)

De entonces data, en efecto, el inicio del doble proceso de crecimiento urbano y transformación de las regiones interiores en fronteras de recursos que – en íntima asociación con las estructuras de poder que hacen persistente la inequidad en el acceso a los frutos del crecimiento económico -, se encuentran en el núcleo mismo de la crisis ambiental en América Latina.

            La mayor dificultad que nos presenta la comprensión de esta crisis radica en el modo en que en ella operan todos los tiempos del proceso histórico que ha conducido al período de transición que ella expresa. Ninguno de los procesos anteriores, en efecto, se agota en sí mismo. Por el contrario, cada uno aporta premisas y consecuencias que contribuyen a definir el desarrollo del siguiente.  Así, por ejemplo, el hecho de que el espacio americano fuese el último en ser ocupado por los humanos en su expansión por el planeta, y que eso hubiera ocurrido cuando nuestra especie aún tenía por delante un camino de 10 mil años antes de transitar hacia el desarrollo de la agricultura, y de 16,000 para ingresar a la edad de los metales es un factor contribuyente a la función de reserva de recursos naturales que América Latina desempeña en la crisis ambiental global.

Ese factor se vio potenciado, a su vez, por el hecho de que cuando esos cambios ocurrieron en el mundo eurasiático y africano, los humanos de América se encontraban ya aislados del resto de su especie, y debieron encarar su propio desarrollo sin el beneficio de los intercambios tecnológicos y culturales que tanto favorecieron a sus semejantes de esas otras regiones.[ix]  Así, al ocurrir la Conquista europea, las sociedades aborígenes más avanzadas estaban apenas en los inicios de la transición a la edad de los metales, y los yacimientos minerales del espacio americano estaban virtualmente intactos. Tampoco había ocurrido la domesticación de especies animales mayores, aunque estaba muy avanzada la modificación de los ecosistemas naturales por una agricultura relativamente tardía pero ya muy sofisticada, sobre todo en los núcleos civilizatorios mesoamericano y andino. Por otra parte, todas las modalidades de relación con la naturaleza anteriores a la edad de los metales – salvo el nomadismo pastoril – estaban presentes en el espacio americano, que por lo mismo albergaba una asombrosa diversidad de culturas y regímenes de organización social y política, desde las bandas nómadas dedicadas a la caza y la recolección hasta formaciones estatales que algunos han llamado de tipo “mesopotámico”, sustentadas en el trabajo de comunidades agrarias.

La Conquista, como sabemos, tuvo un vasto impacto demográfico, social, político – cultural y ambiental, que se expresó en una radical transformación del ordenamiento territorial y los paisajes de la región.  Al respecto, existen estimaciones sobre la población aborigen de América al momento del contacto con los europeos, que oscilan entre un máximo de 150 millones y un mínimo de 40 millones de personas. Hay acuerdo, en todo caso, acerca de la magnitud del colapso en lo general. Así, se estima que la población indígena se vio reducida en un orden del 75 al 95 por ciento a lo largo del siglo XVI. Otras estimaciones consideran que a fines del siglo XV la población americana podía representar cerca del 20% del total de la humanidad, se había reducido al 3% un siglo después, y había iniciado hacia mediados del siglo XVIII. (Castro, 1995: 125)  Esa reducción general, al propio tiempo, tuvo un impacto menor en las áreas de mayor desarrollo cultural, y mayor en las de menor desarrollo, con consecuencias que se extienden hasta nuestros días.

En todo caso, tras un complejo proceso de transición que para las sociedades aborígenes revistió un carácter apocalíptico, la nueva Iberoamérica pasó a ser organizada “desde fuera y desde arriba”, en una red de asentamientos humanos organizados en torno a centros de actividad económica – minera, primero, y luego también agropecuaria – dependientes de mano de obra servil en casos como el de Mesoamérica y el altiplano andino, o esclava, sobre todo en el espacio caribeño y el litoral Atlántico. Todo ello dio lugar, así, a un vasto proceso de reordenamiento de la presencia humana en el espacio iberoamericano, que vino a desembocar en cuatros grandes áreas etno – sociales.

Una de ellas tuvo y tiene, sin duda, un claro carácter indoamericano, al que contribuyeron tanto la feudalidad de la cultura de los conquistadores como ciertos rasgos “de la organización política prehispánica en las áreas nucleares, así como la estratificación de sus sociedades con marcadas diferencias entre la élite y los gobernados”, que “facilitaron la dominación colonial”, al decir de Julio Solórzano.

Las masas campesinas de Mesoamérica y el altiplano Andino, en efecto, además de constituir las mayores concentraciones de población al momento de la Conquista,

estaban acostumbradas a obedecer y pagar tributo a los varios organismos administrativos de dominación. Las guerras de saqueo y conquista eran corrientes entre los señoríos prehispánicos. Con frecuencia, caían bajo el dominio extranjero y se veían obligados a pagar tributos, aceptar colonos y nuevas dinastías reinantes, así como adoptar distintos cultos religiosos. (Solórzano, 2009: 593)

A esa incorporación también contribuyó el hecho de que “gracias a la alta densidad de población en las áreas nucleares (Mesoamérica y el Área Andina),” se mantuvo allí “un importante remanente demográfico, a partir del cual se inició posteriormente un nuevo incremento poblacional”, mientras “en las regiones habitadas por grupos tribales y cacicazgos,” la combinación de la explotación excesiva, las epidemias y la desorganización de los modos de vida anteriores, condujo a “la casi extinción de la población indígena de la que solo sobrevivieron grupos aislados.”(Solórzano, 2009: 595)

            La importación de esclavos africanos para compensar la pérdida de la mano de obra indígena – en particular en el espacio caribeño y el Nordeste brasileño -, que se aceleró entre fines del XVIII y mediados del XIX para atender la demanda europea y norteamericana de bienes como el azúcar, el café y el cacao, dio lugar a la formación de un espacio afroamericano con rasgos socioculturales y productivos característicos.[x] Y a este se agregaron otros dos: un espacio mestizo de fuerte presencia europea, presente en las zonas agroganaderas de la cuenca baja del Plata y del centro de Chile, y un vasto conjunto de regiones interiores, transformadas en zonas de refugio de población indígena, mestiza y afroamericana que se desligaba del control colonial, y retornaba a formas de producción y consumo no mercantiles.

En esas regiones interiores vino a formarse, así, una vasta frontera de recursos – inexplotados unos, restaurados otros, como las selvas que pasaron a ocupar áreas antes cultivadas en casos como los de Darién panameño, el litoral Atlántico mesoamericano y la Amazonía, y que incluyó también el extremo Sur de Argentina y Chile. Salvo este último caso, anexadas de hecho por sus respectivos Estados nacionales entre fines del siglo XIX y las primeras décadas del XX, la mayor parte de estas regiones interiores permanecerían al margen de la producción para el mercado hasta mediados o fines del siglo XX, como lo señala Pedro Cunill.

La cultura

La crisis que hoy enfrentan las sociedades latinoamericanas en sus relaciones con el mundo natural incluye, también, la de sus visiones acerca de ese mundo y esas relaciones. En esa crisis afloran las viejas contradicciones y conflictos entre las culturas de los conquistados y los conquistadores del siglo XVI que, tras la Reforma Liberal de 1825 – 1875, reemergerían en el conflicto entre los expropiadores y los expropiados, con el añadido de la creciente importancia que vendrían a tener, y tienen, las grandes corporaciones Noratlánticas – y asiáticas también, hoy – que pasaron a ser las principales organizadoras de la explotación de los recursos naturales de la región.

            En esta perspectiva, el rasgo dominante en la cultura latinoamericana de la naturaleza ha sido, y en gran medida sigue siendo, el de la fractura evidente entre las visiones de quienes dominan y quienes padecen las formas de organización de las relaciones entre las sociedades de la región y su entorno natural. Esta contradicción se expresa en la coexistencia usualmente pasiva, a veces antagónica, entre una cultura dominante que ha evolucionado en torno a ideales de lucha de evidente filiación Noratlántica – como la de la civilización contra la barbarie, primero; del progreso contra el atraso, después, y finalmente del desarrollo contra el subdesarrollo-, y un conjunto de culturas subordinadas – sobre todo de raíz indo y afroamericana – que se han desarrollado desde otras raíces y en lucha constante contra esas visiones dominantes.

            Al respecto, además, ha desempeñado un importante papel el hecho, señalado por Antonio Gramsci a comienzos de la década de 1930, de que las estructuras fundamentales de organización cultural en las sociedades latinoamericanas hasta comienzos del siglo XX fueron las correspondientes a “la civilización española y portuguesa de los siglos XVI y XVII caracterizada por la Contrarreforma y el militarismo.” En dichas estructuras, agrega, las categorías de intelectuales dominantes fueron “el clero y el ejército”, a las que cabría agregar la de los letrados al servicio de la administración estatal. En esa circunstancia, en sociedades organizadas en torno a la gran propiedad terrateniente, de base industrial muy restrigidase y carentes de superestructuras complejas, “la mayor cantidad de intelectuales es de tipo rural (…) ligados al clero y a los grandes propietarios.” (1999: 194)

Por contraste con el mundo Noratlántico, a lo largo de los siglos XVIII y XIX resalta en América Latina la ausencia de una intelectualidad de capas medias vigorosa y bien educada, capaz de expresar en el interés general de sus sociedades, del tipo de la que conocieran las sociedades Noratlánticas desde fines del siglo XVIII, y que diera de sí a científicos de extracción modesta como Alfred Russell Wallace que actuaran por derecho propio como interlocutores con sus pares de origen social más elevado, como Charles Darwin. En efecto, la concentración de la propiedad agraria en manos de una casta oligárquica bloqueó en América Latina el desarrollo de aquel tipo de clase media rural “que produjo a intelectuales como Gilbert White en Gran Bretaña y Henry David Thoreau en los Estados Unidos,” en el período que nos interesa.

De este modo, la cultura de la naturaleza en América Latina nace escindida entre una visión dominante oligárquica, centrada en una visión de lucha de la civilización contra la barbarie, y una multiplicidad de visiones populares cercanas al animismo y de fuerte carácter comunitario. Así, en las grandes obras de la narrativa culta que expresan el proceso de formación de las modernas identidades nacionales – desde La Vorágine, de José Eustacio Rivera y Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos, hasta Cien Años de Soledad, de Gabriel García Márquez y La Casa Verde de Mario Vargas Llosa -, la naturaleza figura como un elemento amenazante, que finalmente escapa a todo control racional. Por contraste, la cultura popular tiende a un tono de celebración, que llega a alcanzar gran delicadeza en la música de autores como el dominicano Juan Luis Guerra, ya a fines del siglo XX.

La gran excepción en este panorama escindido se encuentra, sin duda alguna, en la obra de José Martí, en cuyas expresiones más acabadas – sobre todo el ensayo Nuestra América, de 1891, verdadera acta de nacimiento de nuestra contemporaneidad – la naturaleza adquiere un claro carácter de categoría cultural y política, a ser construida desde la realidad que expresa. Aun así, la obra de Martí en campos como éste está estrechamente asociada a una situación excepcional: su exilio en Nueva York entre 1881 y 1895, a lo largo del cual mantuvo un constante diálogo – “desde la crisis del liberalismo latinoamericano de su tiempo” ”(Castro, 1995:276) – con la cultura de la naturaleza que se expresaba en autores como Ralph Waldo Emerson y Walt Whitman, de clara vinculación con las mejores tradiciones democráticas de la sociedad norteamericana.[xi]

En América Latina esa intelectualidad moderna sólo viene a conformarse con la expansión industrial y el desarrollo urbano característicos de la segunda mitad del siglo XX. De la década de 1980 en adelante, esa intelectualidad estaba ya formada y activa, y su visión del mundo no reconocía ya el mero crecimiento económico como evidencia de los frutos del progreso y del avance hacia la civilización a través del desarrollo. Por el contrario, expresaban una creciente inquietud por el carácter a todas luces insostenible de ese desarrollo basado en la ampliación constante de la exportación de materias primas para otras economías.[xii]

            Este proceso de maduración cultural ha experimentado un creciente impulso en el siglo XXI. Desde arriba, por así decirlo, la región ha conocido un notorio crecimiento de la institucionalidad ambiental, que ha trasladado al interior de los Estados – sin resolverlo – el conflicto entre crecimiento económico extractivista y sostenibilidad del desarrollo humano. Desde abajo, la resistencia indígena y campesina a la expropiación de su patrimonio natural y la lucha por sus derechos políticos se combina con la lucha de los sectores urbanos medios y pobres por sus derechos ambientales básicos. Esto anima el desarrollo de un ambientalismo contestatario, que – sobre todo en las sociedades que hoy se ubican en el espacio indoamericano – reivindica un pasado mítico anterior a la Conquista europea en el que habrían predominado relaciones armónicas con la naturaleza, en contraste con los procesos contemporáneos de crecimiento económico con deterioro social y degradación ambiental.[xiii]

            En ese marco, ha ido tomando cuerpo en América Latina una corriente de actividad intelectual que, desde las Humanidades como desde las ciencias y las artes, expresa lo que Enrique Leff ha llamado el “nuevo pensamiento ambiental” de la región.[xiv] Formada en lo mejor de la tradición académica Occidental, y en estrecho contacto con los nuevos movimientos sociales de la región, esa intelectualidad ha conseguido articular el ambientalismo latinoamericano con el ambientalismo global, por un lado, mientras por el otro lo ha hecho con los procesos de transformación política, social, cultural, ambiental y económico que están en curso en toda la región.[xv] Esta intelectualidad participa hoy, junto a colegas de todo el mundo, en el desarrollo de campos nuevos del conocimiento – como la historia ambiental, la ecología política y la economía ecológica -, y su producción en todos ellos constituye, ya, parte integrante de la cultura ambiental que surge de la crisis global.

Crecer con el mundo, para ayudarlo a cambiar

La crisis ambiental hace parte de una circunstancia histórica inédita en el desarrollo del moderno sistema mundial, que expresa un cambio de época antes que una época de cambios. En el caso de nuestra América, esta crisis hace parte de un período de transición en el que emergen nuevamente viejos conflictos no resueltos, en el marco de situaciones enteramente nuevas, y va tomando forma una cultura de la naturaleza que combina reivindicaciones democráticas de orden general con valores y visiones provenientes de las culturas indígenas, afroamericanas y mestizas, y de una intelectualidad de capas medias cada vez más estrechamente vinculada al ambientalismo global.

Esa cultura toma forma tanto desde el diálogo y la confrontación entre sus propios componentes, como en su enfrentamiento con políticas estatales a menudo estrechamente asociadas a los intereses de organismos financieros internacionales, y de complejos procesos de búsqueda de acuerdos sobre temas ambientales en el sistema interestatal. En este doble proceso de transición, todo el pasado actúa en todos los momentos del presente. La legitimidad técnica que alegan las políticas estatales se enfrenta a la legitimidad histórica y cultural de los movimientos que las confrontan, dando lugar a un proceso de creación de opciones de desarrollo de extraordinario vigor y diversidad.

En esta perspectiva, la dimensión cultural de la crisis – esto es, aquélla en que se formulan las preguntas nuevas que estimulan el desarrollo de respuestas innovadoras – no es un mero añadido a sus dimensiones ecológica, económica, tecnológica, social y política, sino la expresión más acabada de las interacciones entre todas ellas. [xvi] De esa síntesis emerge ya en la cultura latinoamericana de la naturaleza – como un factor de importancia política decisiva -, una conclusión que puede ser tan estimulante para unos como inquietante para otros, pero es ineludible para todos. En efecto, en la medida en que el ambiente es el resultado de las interacciones entre la sociedad y su entorno natural a lo largo del tiempo, si se desea un ambiente distinto es necesario crear sociedades diferentes.

Este es el desafío fundamental que nos plantea la crisis ambiental, en América Latina como en cada una de las sociedades del planeta. Precisamente por eso, las transformaciones, conflictos, rupturas y opciones de salida que ocurren en el ordenamiento socio-ambiental latinoamericano en la transición del siglo XX al XXI definen también los términos de la participación de América Latina en la crisis ambiental global, y plantean problemas que deben ser resueltos desde la región, en diálogo y concertación con el resto de las sociedades del Planeta. Crecemos con el mundo, para ayudarlo a cambiar.

Referencias:

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  • Castro Herrera, Guillermo, 1995: Naturaleza y Sociedad en la Historia de América Latina. Centro de Estudios Latinoamericanos Justo Arosemena, Panamá.
  • Comisión Económica para América Latina y el Caribe. Unión de Naciones del Sur, 2013: Recursos Naturales en UNASUR. Situación y tendencias para una agenda de desarrollo regional.
  • Cunill, Pedro, 1995: Las Transformaciones del Espacio Geohistórico Latinoamericano, 1930 – 1990. El Colegio de México / Fondo de Cultura Económica, México.
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  • Gallopín, G.C., 1995: “Medio ambiente, desarrollo y cambio tecnológico en la América Latina”, en Gallopín, G.C.(compilador); Gómez, I.A.; Pérez, A.A. y Winograd, M. (colaboradores), 1995: El Futuro Ecológico de un Continente. Una visión prospectiva de la América Latina. Editorial de la Universidad de las Naciones Unidas. Fondo de Cultura Económica, México.
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[i] Panamá, 1950. Doctor en Estudios Latinoamericanos, Universidad Nacional Autónoma de México, 1995. Director de Investigación y Formación de la Fundación Ciudad del Saber, Panamá.

[ii] Al respecto, por ejemplo, el geógrafo chileno Pedro Cunill podía afirmar a mediados de aquella década que, “por las modalidades de espontaneidad en el establecimiento de formas de hábitat subintegrado, por la intensidad degradante de los diversos usos del suelo agropecuario y la expoliación de recursos forestales, mineros y energéticos, donde todo está dominado por el afán de lucro inmediato, se está iniciando una crisis prospectiva del patrimonio paisajístico latinoamericano, empobreciendo irreversiblemente sus opciones de movilización de paisajes y recursos naturales a corto plazo. De esta manera, las transformaciones del espacio geohistórico latinoamericano en el lapso 1930 – 1990 aparentemente modernizaron ciudades, minas y campos, e industrializaron parte significativa de sus territorios, aunque dañaron, al futuro inmediato del siglo XXI, gran parte de las posibilidades de un desarrollo sostenido y sustentable.” (1995: 188)

[iii] Al respecto, por ejemplo: Burkart, R; Marchetti, B., y Morello, J., 1995: “Grandes ecosistemas  de México y Centroamérica”, y Morello, Jorge, 1995: “Grandes ecosistemas de Suramérica”

[iv] En este caso, por ejemplo: GEO 5, 2012; GEO LAC 3, 2010; FNUAP sobre Población y Desarrollo en América Latina y el Caribe; CEPAL / UNASUR 2013.

[v] Litio: 65%; plata, 42%; cobre, 38%; estaño, 33%; hierro, 21%; bauxita, 18%; níquel, 14%, y petróleo, 20%. CEPAL / UNASUR, 2013: 7; 36.

[vi] Existen múltiples descripciones y evaluaciones de estos procesos de deterioro ambiental, usualmente convergentes entre sí. Al respecto, se ha optado por utilizar primordialmente para este artículo aquellas provenientes de los informes GEO LAC 3 (2010) y GEO 5 (2012), elaborados por el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente, por su evidente carácter ecuménico.

[vii] Ese proceso de descomposición coincide, en la escala global, con el despliegue de aquella tendencia en el desarrollo del mercado mundial que Carlos Marx describe en los Grundrisse  de 1857 – 1858 en los siguientes términos: “Así como el capital, pues, tiene por un lado la tendencia a crear siempre más plustrabajo, tiene también la tendencia integradora a crear más puntos de intercambio; vale decir, y desde el punto de vista de la plusvalía o plustrabajo absolutos, la tendencia a suscitar más plustrabajo como integración de sí misma; au fond, la de propagar la producción basada sobre el capital, o el modo de producción a él correspondiente. La tendencia a crear el mercado mundial está dada directamente en la idea misma del capital. Todo límite se le presenta como una barrera a salvar. […] El comercio ya no aparece aquí como función que posibilita a las producciones autónomas el intercambio de su excedente, sino como supuesto y momento esencialmente universales de la producción misma.”  Y  añade:“Por lo demás, la producción de plusvalor relativo – o sea la producción de plusvalor fundada en el incremento y desarrollo de las fuerzas productivas – requiere la producción de nuevo consumo; que el círculo consumidor dentro de la circulación se amplíe así como antes se amplió el círculo productivo. Primeramente: ampliación cuantitativa del consumo existente; segundo: creación de nuevas necesidades, difundiendo las existentes en un círculo más amplio; tercero: producción de nuevas necesidades y descubrimiento y creación de nuevos valores de uso. […] De ahí la exploración de la naturaleza entera, para descubrir nuevas propiedades útiles de las cosas; intercambio universal de los productos de todos los climas y países extranjeros; nuevas elaboraciones (artificiales) de los objetos naturales.” (Marx, 2007: I, 360 – 361)

[viii] “Y como da el Gobierno cuanto le piden, y por acá cede tierras, y por allá quita derechos, y al uno llama con halagos, y al otro protege con subvenciones, Salamá y Cobán están de fiesta, y ven día a día más crecida su ya considerable suma de huéspedes. […] Y es cosa de hacerse pronto dueño de más tierras que la casa de Zichy tuvo en Hungría, y tiene Osuna en España, y gozó en México Hernán Cortés. ¿Quién no compra aquellas inexploradas soledades, frondosas y repletas de promesas, si se venden a cincuenta pesos la caballería?  Y como tienen por aquel departamento tan justa creencia en que, criando cabezas de ganado, se irá pronto a la cabeza de la fortuna, ¿quién no empaqueta libros y papeles – ¡aunque ellos no, que son los amigos del alma! – y se va, con sus arados y su cerca de alambre, camino de la Alta Verapaz?”

(1975, VII, 133)

[ix] Al respecto, por ejemplo, Juan Carlos Solórzano nos recuerda que desde “el final de las glaciaciones, hace más de diez mil años y hasta el arribo de los europeos a fines del siglo XV, el continente americano había quedado prácticamente aislado del resto del mundo. Durante estos milenios de separación, los pueblos de América evolucionaron en forma autónoma respecto de las civilizaciones surgidas en Europa, Asia y África.” Y agrega: “Las culturas complejas en América despegaron tardíamente, en comparación con las del Viejo Mundo, en gran medida a consecuencia de la relativa escasez de granos y de lo que estos tardaron en evolucionar hasta convertirse en plantas de alto rendimiento por área sembrada. Las culturas americanas tuvieron que enfrentarse con la tarea de desarrollar el cultivo de plantas difíciles de domesticar durante un período mucho más largo que aquellas del Viejo Mundo, por lo que un soporte económico para el desarrollo de una compleja civilización agrícola no fue viable, sino hasta alrededor del 2000 a.C., en América del Sur, y 1500 a.C., en Mesoamérica, en tanto que en Oriente Próximo este proceso dio inicio hacia el 6500 a.C.” (2009: 591, 592)

[x] Diversas fuentes calculan, en términos generales, que fueron importados a las Américas cerca de 10 millones de esclavos africanos entre los siglos XVI y XIX. El mayor contingente, del orden de 2 millones de personas, fue importado entre fines del siglo XVIII y la década de 1870, en coincidencia con el auge de la economía de plantación en el Caribe y sus costas, y en el Sureste de los Estados Unidos. De allí cabe afirmar que el Caribe está donde la esclavitud estuvo y constituye, por lo mismo, el núcleo fundamental del espacio afroamericano.

[xi] Así, por ejemplo, aquella observación de mediados de 1885 que, para fines del siglo XX, serviría como uno de los puntos de partida para el desarrollo de una historia ambiental latinoamericana: “Cuando se estudia un acto histórico, o un acto individual, cuando se los descomponen en antecedentes, agrupaciones, accesiones, incidentes coadyuvantes e incidentes decisivos, cuando se observa como la idea más simple, o el acto más elemental, se componen de número no menor de elementos, y con no menor lentitud se forman, que una montaña, hecha de partículas de piedra, o un músculo hecho de tejidos menudísimos: cuando se ve que la intervención humana en la Naturaleza acelera, cambia o detiene la obra de ésta, y que toda la Historia es solamente la narración del trabajo de ajuste, y los combates, entre la Naturaleza extrahumana y la Naturaleza humana, parecen pueriles esas generalizaciones pretenciosas, derivadas de leyes absolutas naturales, cuya aplicación soporta constantemente la influencia de agentes inesperados y relativos.”(1975: XXIII, 44).

[xii] Dos antologías características de este período son: Sunkel, Osvaldo y Gligo, Nicolo (editores), 1980: Estilos de Desarrollo y Medio Ambiente en América Latina, que reúne a 45 autores y presenta 37 artículos además de la Introducción del propio Sunkel, y Gallopín, G.C.(compilador); Gómez, I.A.; Pérez, A.A. y Winograd, M. (colaboradores), 1995: El Futuro Ecológico de un Continente. Una visión prospectiva de la América Latina, que ofrece 19 artículos de otros tantos autores, además de la Introducción del propio Gallopín. Son de resaltar tanto la madurez y la riqueza intelectual del contenido de los textos como el compromiso de los autores con los mejores intereses de la región tal como eran percibidos en aquel momento, y la correspondencia de sus visiones con las preocupaciones crecientes sobre los problemas ambientales en el sistema internacional. La antología de 1980, en efecto, adelanta en muchos de sus planteamientos lo que vendría a ser planteado en 1987 por el informe Nuestro Futuro Común – más conocido como Informe Brundlandt – en relación a la necesidad de un desarrollo sostenible, mientras la de Gallopín ofrece una base de información de enorme riqueza para abordar desde la región los grandes acuerdos adoptados en la Cumbre de la Tierra organizada por las Naciones Unidas en Rio de Janeiro en 1992, mejor conocida como Rio 92 en el argot ambientalista.

[xiii] Como lo señala Juan Carlos Solórzano, “Las filiaciones entre las actuales sociedades latinoamericanas y sus antecesoras precolombinas, en gran medida se explican por las características de estas al momento del arribo de los europeos. Por esta razón, en las áreas nucleares de Mesoamérica y los Andes, la herencia cultural indígena es notoria y en la actualidad muchos de estos países reivindican el rico legado de sus antepasados.” (2009: 595). Esa reivindicación, utilizada en su momento por los grupos dominantes para justificar su derecho a la independencia y el gobierno, es ejercida ahora por los sectores populares para demandar una democracia participativa y una economía mucho más inclusiva y vinculada al bienestar de las mayorías sociales.

[xiv] Una de las expresiones más características de los puntos de partida de este nuevo ambientalismo puede ser hallada en el Manifiesto por la Vida. Por una ética de la sustentabilidad, publicado en 2002 como parte del libro Ética, Vidad, Sustentabilidad (Leff, 2002) y suscrito por una veintena de intelectuales de toda la región, que concluye afirmando que la ética para la sustentabilidad “es una ética del bien común” (Leff, 2002: 331).

[xv] Uno de los voceros más característicos de esta vinculación entre el ambientalismo y los nuevos movimientos sociales, el teólogo brasileño Leonardo Boff, expresa en los siguientes términos la sustancia fundamental de esa relación: “Hasta el momento presente, el sueño del hombre occidental y blanco, universalizado por la globalización, era dominar la Tierra y someter a todos los demás seres para así obtener beneficios de forma ilimitada. Ese sueño, cuatro siglos después, se ha transformado en una pesadilla. Como nunca antes, el apocalipsis puede ser provocado por nosotros mismos, escribió antes de morir el gran historiador Arnold Toynbee. Por eso, se impone reconstruir nuestra humanidad y nuestra civilización mediante otro tipo de relación con la Tierra para que sea sostenible. Es decir, para conseguir que perduren las condiciones de mantenimiento y de reproducción que sustentan la vida en el planeta. Eso solo ocurrirá si rehacemos el pacto natural con la Tierra y si consideramos que todos los seres vivos, portadores del mismo código genético de base, forman la gran comunidad de vida. Todos ellos tienen valor intrínseco y son por eso sujetos de derechos.” Y añade: “El Presidente de Bolivia, el indígena aymara Evo Morales Ayma, no cesa de repetir que el siglo XXI será el siglo de los derechos de la Madre Tierra, de la naturaleza y de todos los seres vivos. En su intervención en la ONU el día 22 de abril de 2009 […] enumeró resumidamente algunos los derechos de la Madre Tierra: el derecho de regeneración de la biocapacidad de la Madre Tierra; el derecho a la vida de todos los seres vivos, especialmente de aquellos amenazados de extinción; el derecho a una vida pura, porque la Madre Tierra tiene el derecho de vivir libre de contaminación y de polución; el derecho al vivir bien de todos los ciudadanos; el derecho a la armonía y al equilibrio con todas las cosas; el derecho a la conexión con el Todo del que somos parte.” (Boff: 2014)

[xvi] En este sentido, el aporte cultural de América Latina al desarrollo del ambientalismo global incide sobre todo en lo que hace al papel de las Humanidades en la comprensión de nuestras relaciones con la naturaleza, según lo planteara Donald Worster al señalar que “en el centro mismo de la historia ambiental debe plantearse el estudio de la evolución de las visiones de mundo, un estudio tan importante – al menos – como el de la reorganización ocurrida en el paisaje. Para ese estudio de la historia de las ideas necesitamos enfáticamente a las humanidades, con toda su experiencia, sus métodos, y sus tradiciones. Por esta vía, estamos abriendo una puerta en la muralla que separa a la naturaleza de la cultura, a la ciencia de la historia, a la materia de la idea. Con ello, sin embargo, no llegamos a un punto en el que desaparezcan todas las diferencias y todos los límites académicos, donde las categorías de naturaleza y cultura se vean completamente abolidas o subsumidas, sino a uno en el que estas distinciones son más permeables que antes. Ahora resulta más difícil de lo que pensábamos aislar a la naturaleza de la cultura, y viceversa. Los dos campos se encuentran vinculados por lazos inagotables de intercambios, interacciones y significados, de modo que constantemente colapsan el uno sobre el otro. Intentamos hacerlos claramente distintos entre sí, y con buenas razones: necesitamos intentar situarnos fuera de la cultura con frecuencia, y reconocer – como lo señalar una vez Henry Thoreau – “nuestros propios límites transgredidos”. Por otra parte, debemos tomar consciencia de que aquello que entendemos como naturaleza es un espejo ineludible que la cultura sostiene ante su medio ambiente, y en el que se refleja ella misma. La puerta que abrimos entre las dos culturas resulta ser así, finalmente, la de un pasaje que conduce a esta paradoja insoluble, que los humanos no podemos evadir.” (1996: 13)

Alto Boquete, Panamá, 2 de octubre de 2020

América Latina: una crisis en tres tiempos

Guillermo Castro H.[i]

Introducción

A primera vista, la crisis ambiental que encara hoy América Latina recuerda a la que conoció la Europa Noratlántica a comienzos del siglo XIX, como consecuencia de la primera Revolución Industrial: una combinación de crecimiento económico con deterioro social y degradación ambiental, expresada en la sobrexplotación de recursos naturales, la expansión urbana desordenada, y la contaminación masiva del aire, el agua y los suelos. Hay, sin embargo, diferencias de escala, tiempo, cultura y función en el desarrollo del moderno sistema mundial que desbordan esta comparación.

Aquella Europa, en efecto, tenía en su núcleo fundamental – conformado por Inglaterra, Francia y Alemania – una población de unos 60 millones de personas, que habitaban un territorio de algo más de un millón y cuarto de kilómetros cuadrados. La Revolución Industrial allí concentrada, además, contribuía a acelerar el proceso de organización del primer mercado de escala mundial en la historia de la especie humana, estructurado en una relación de centro – periferia, que incluiría a la América Noratlántica en el primero, y a la América Latina, África y Asia en la segunda.

Nuestra región contaba entonces con unos 15 millones de habitantes, de los cuales más del 90% residía en áreas rurales, distribuidos en una superficie de algo más de 21 millones de kilómetros cuadrados, e iniciaba apenas la ruta que la llevaría a convertirse en un importante proveedor de minerales, alimentos y materias primas para las economías Noratlánticas, encaminadas a convertirse en el taller industrial del mundo. Sin duda alguna, la huella ecológica de aquel proceso europeo – que en su desarrollo terminaría por generar la crisis ambiental global que hoy debe encarar nuestra especie – se hizo sentir en América Latina desde el propio siglo XVI, para iniciar un proceso de acentuación aún en curso desde mediados del XIX, en la medida en que la región se fue convirtiendo en un abastecedor de alimentos, minerales y otras materias primas que demandaba entonces aquel taller industrial, y demandan hoy los que lo han sucedido, en particular en la región de Asia Pacífico.

La situación actual, en efecto, es enteramente nueva. América Latina tiene ya unos 600 millones de habitantes, de los cuales cerca del 80% reside en áreas urbanas, entre las que se cuentan cuatro megaciudades – México, Sao Paulo, Buenos Aires y Rio de Janeiro – en las que residen más de 55 millones de personas. Desde mediados de la década de 1990, además, la región se ha constituido en la más importante frontera de recursos en la economía global, a través de un proceso masivo de transformación del patrimonio natural de sus poblaciones indígenas y campesinas en capital natural al servicio de la economía global.[ii]

En el mismo proceso, América Latina ha venido a constituirse también en uno de los centros más importantes de desarrollo del nuevo pensamiento ambiental, vinculado a tres fuentes principales: la tradición de pensamiento e investigación sobre los problemas económicos y sociales de la región, en desarrollo desde fines del siglo XVIII y que anima a importantes entidades como la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) de 1948 a nuestros días; la presencia de una intelectualidad de capas medias estrechamente vinculada a la trama cada vez más densa del ambientalismo global, y los nuevos movimientos sociales del campo y de las periferias urbanas, que han conocido un notable desarrollo, sobre todo en la defensa de sus derechos de acceso a recursos naturales y a un ambiente sano. Comprender la crisis ambiental de América Latina implica, así, dos tareas: explicarla desde sí misma y, al propio tiempo, entenderla en su relación con la crisis global. A ese doble propósito apunta este ejercicio de síntesis.

Los tiempos del tiempo

En su ya clásico ensayo de 1990 “Transformaciones de la Tierra”, Donald Worster plantea la necesidad de que el abordaje en perspectiva histórica de los problemas ambientales combine tres niveles de análisis interdependientes entre sí. El primero se refiere a “la estructura y distribución de los ambientes naturales en el pasado”; el segundo, a la tecnología productiva en cuanto interactúa con esos ambientes – a partir del concepto de modo de producción, en cuanto hace referencia “no sólo a la organización del trabajo humano y la maquinaria, sino también a la transformación de la naturaleza”, en un proceso que a su vez conduce a la reestructuración de la propia sociedad -, y en tercer lugar a “las ideologías, éticas, leyes y mitos [que] se hacen parte del diálogo de un individuo o un grupo con la naturaleza”.(Worster, 1993: 48, 49) Este abordaje tiene una gran utilidad en el tema que nos ocupa.

El espacio y sus recursos

La crisis ambiental en América Latina se despliega, como hemos dicho, sobre una superficie de 22 millones de kilómetros cuadrados, y afecta directamente a unos 600 millones de seres humanos. La historia de sus ecosistemas se remonta a la conformación del espacio terrestre que hoy conocemos que – tras la desintegración de Pangea hace unos 200 millones de años– vino a culminar, unos cuatro millones de años atrás, con la formación del Istmo de Panamá, que vinculó físicamente a las grandes masas que hoy conocemos como Norte y Suramérica. En ese espacio se ubica una vasta y compleja diversidad de ecosistemas, que van desde desiertos extremadamente secos hasta bosques tropicales muy húmedos, y desde humedales marino – costeros hasta altiplanos de cuatro mil metros de altura.[iii]

La descripción de esos ecosistemas en su relación con el panorama global del ambiente no es sencilla, y demanda la referencia a fuentes muy diversas.[iv] Así, por ejemplo, el Fondo de Población de las Naciones Unidas destaca que la región cuenta con “1995 millones de hectáreas de las cuales 576 millones son reservas cultivables.” En el año 2000, agrega, la región poseía “25% de las áreas boscosas del mundo, el 92% localizadas en Brasil y Perú”, al tiempo que Brasil, Colombia, Ecuador, México, Perú y Venezuela se cuentan “entre las naciones consideradas de megadiversidad biológica y albergan entre 60 y 70% de todas las formas de vida del planeta.” Y a esto se añade que la América Latina “recibe el 29% de la precipitación mundial y posee una tercera parte de los recursos hídricos renovables del mundo.” Para el informe GEO 5, esto representa aproximadamente “el 23% de los bosques del mundo; el 31% de sus recursos de agua dulce y seis de los 17 países megadiversos del mundo.”(PNUMA, 2012: 319). Por su parte, un informe elaborado por la CEPAL y UNASUR indica que América Latina cuenta con importantes reservas de minerales e hidrocarburos, y sus reservas de agua equivalen al 70% de las del continente americano.[v]

Al propio tiempo, los problemas ambientales más visibles de la región en el siglo XXI incluyen vastos y complejos procesos de degradación de suelos por erosión y contaminación; pérdida de bosques por deforestación; deterioro de la biodiversidad debido a la fragmentación y pérdida de hábitats; deterioro de cuencas y cursos de agua en una circunstancia de incremento de la demanda de ese recurso; deterioro y sobrexplotación de recursos marino costeros, y deterioro acelerado de las áreas urbanas, que se expresa en un incremento de la demanda de servicios básicos – agua, drenaje, energía, recolección de desechos -, lo cual se traduce en una huella ecológica de alcance cada vez mayor.[vi] Esto, a su vez, se combina con – y se ve agravado por – una persistente combinación de crecimiento económico con desigualdad social, que tiende a mantener en condiciones de pobreza a cerca del 30% de la población, mientras concentra el 30% de la riqueza en el 10% de población con más altos ingresos.

La especie y su desarrollo

La circunstancia antes descrita expresa los términos en que América Latina participa en una crisis global que, al decir de organizaciones como la Alianza del Milenio por la Humanidad y la Biosfera – una coalición internacional de científicos con centro en la Universidad de Stanford, California -, plantea cinco amenazas principales a nuestra especie: las alteraciones del clima; las extinciones; la pérdida de la diversidad de los ecosistemas; la contaminación, y el incremento de la población humana y del consumo de recursos. El carácter global de esa crisis, y el alcance y significado de la participación en ella de la región latinoamericana, demandan un abordaje en perspectiva histórica que combina al menos tres tiempos distintos, que se subsumen el uno en el otro hasta conformar el proceso mayor que nos ocupa.

El primero de esos tiempos corresponde a la larga duración de la presencia humana en el espacio americano. Esa presencia, en efecto, operó a través de una gama muy amplia de modalidades de interacción con el medio natural americano a lo largo de entre 30 y 15,500 años de desarrollo anterior a la Conquista europea de 1500 – 1550, que dieron lugar a importantes procesos civilizatorios, en particular en Mesoamérica y el Altiplano andino. El segundo tiempo, de mediana duración, corresponde al período de control europeo del espacio latinoamericano. Ese control operó hasta mediados del siglo XVIII a partir de la creación de sociedades tributarias sustentadas en formas de organización económica no capitalistas – como la comuna indígena, el mayorazgo feudal y la gran propiedad eclesiástica -, para descomponerse a lo largo del período 1750 – 1850 a partir del interés de las Monarquías española y portuguesa por incrementar la renta colonial de sus posesiones americanas, primero, y después por el de los grupos dominantes en esas posesiones por asumir esa tarea en su propio beneficio. Por lo mismo, también, ese control operó allí donde existían las condiciones – mano de obra, recursos y acceso a vías de comunicación con Europa -que lo hacían posible y necesario, pero no lo hizo sino nominalmente allí donde esas condiciones no existían.[vii]

El tercer tiempo aludido, finalmente – de duración menor pero intensidad mucho mayor en lo que hace a sus consecuencias ambientales-, se extiende a lo largo del período 1870 – 1970, y corresponde al desarrollo de formas capitalistas de relación entre los sistemas sociales y los sistemas naturales de la región, hasta ingresar de 1980 en adelante en un proceso de crisis y transición aún en curso. En el punto de partida de este período se encuentra la Reforma Liberal que siguió a las revoluciones de independencia de 1810, y que para 1875 había conseguido crear los mercados de tierra y de trabajo necesarios para abrir paso a formas capitalistas de organización de las relaciones de las nuevas sociedades nacionales y su entorno natural. Así, la creciente demanda Noratlántica de materias primas pasó a ser satisfecha mediante emprendimientos mineros y agropecuarios de un tipo enteramente nuevo, sobre todo en terrenos que a menudo habían tenido hasta entonces una importancia marginal, como ocurrió por ejemplo en el caso de Guatemala, con la transformación de grandes áreas de bosque nuboso en cafetales, según lo describe José Martí en el conocido escrito que dedicó a ese país en 1878.[viii]

Este proceso, así iniciado, tuvo una expansión sostenida a lo largo de la mayor parte del siglo XX, bajo formas políticas, económicas y tecnológicas de organización muy diversas, desde el peonaje semi servil de las explotaciones oligárquicas hasta la creación de enclaves de capital extranjero y de mercados protegidos para empresas estatales. Las consecuencias de todo ello fueron sintetizadas en los siguientes términos por el geógrafo chileno Pedro Cunill:

Durante el período histórico que va de 1930 a 1990 se hizo evidente un sostenido avance en el poblamiento del espacio geográfico latinoamericano que cubre 20 446 082 de km2 de tierras continentales e insulares. Se nota tanto una persistente tendencia a concentrar paisajes urbanos consolidados y subintegrados como una importante ocupación espontánea de zonas tradicionalmente despobladas, en particular en el interior y el sur de América meridional, transformaciones geohistóricas que han ocasionado como secuela ambiental el fin de la ilusión colectiva de preservar a Latinoamérica como un conjunto territorial con extensos paisajes virtualmente vírgenes y recursos naturales ilimitados.(1995: 9)

Con ello, añadía Cunill, llegó el fin “de los espacios latinoamericanos ilimitados e inextinguibles”, que incluso dejaron de operar como barreras al desarrollo económico. “Las sociedades nacionales”, dice, “al configurar sus lindes con su devenir histórico, con avances y contradicciones, han traspasado incluso las aparentes fronteras naturales, que hasta fines de los cuarenta aparecían como insalvables, especialmente en el interior sudamericano.” (1995:15) De entonces data, en efecto, el inicio del doble proceso de crecimiento urbano y transformación de las regiones interiores en fronteras de recursos que – en íntima asociación con las estructuras de poder que hacen persistente la inequidad en el acceso a los frutos del crecimiento económico -, se encuentran en el núcleo mismo de la crisis ambiental en América Latina.

            La mayor dificultad que nos presenta la comprensión de esta crisis radica en el modo en que en ella operan todos los tiempos del proceso histórico que ha conducido al período de transición que esa crisis expresa. Ninguno de los procesos anteriores, en efecto, se agota en sí mismo. Por el contrario, cada uno aporta premisas y consecuencias que contribuyen a definir el desarrollo del siguiente.  Así, por ejemplo, el hecho de que el espacio americano fuese el último en ser ocupado por los humanos en su expansión por el planeta, y que eso hubiera ocurrido cuando nuestra especie aún tenía por delante un camino de 10 mil años antes de transitar hacia el desarrollo de la agricultura, y de 16,000 para ingresar a la edad de los metales es un factor contribuyente a la función de reserva de recursos naturales que América Latina desempeña en la crisis ambiental global .

Ese factor se vio potenciado, a su vez, por el hecho de que cuando esos cambios ocurrieron en el mundo eurasiático y africano, los humanos de América se encontraban ya aislados del resto de su especie, y debieron encarar su propio desarrollo sin el beneficio de los intercambios tecnológicos y culturales que tanto favorecieron a sus semejantes de esas otras regiones.[ix]  Así, al ocurrir la Conquista europea, las sociedades aborígenes más avanzadas estaban apenas en los inicios de la transición a la edad de los metales, y los yacimientos minerales del espacio americano estaban virtualmente intactos. Tampoco había ocurrido la domesticación de especies animales mayores, aunque estaba muy avanzada la modificación de los ecosistemas naturales por una agricultura relativamente tardía pero ya muy sofisticada, sobre todo en los núcleos civilizatorios mesoamericano y andino. Por otra parte, todas las modalidades de relación con la naturaleza anteriores a la edad de los metales – salvo el nomadismo pastoril – estaban presentes en el espacio americano, que por lo mismo albergaba una asombrosa diversidad de culturas y regímenes de organización social y política, desde las bandas nómadas dedicadas a la caza y la recolección hasta formaciones estatales que algunos han llamado de tipo “mesopotámico”, sustentadas en el trabajo de comunidades agrarias.

La Conquista, como sabemos, tuvo un vasto impacto demográfico, social, político – cultural y ambiental, que se expresó en una radical transformación del ordenamiento territorial y los paisajes de la región.  Al respecto, existen diversas estimaciones sobre la población aborigen de América al momento del contacto con los europeos, que oscilan entre un máximo de entre 90 y 150 millones y un mínimo de entre 40 y 60 millones de personas. Hay acuerdo, en todo caso, acerca de la magnitud del colapso en términos generales. Así, la población indígena se vio reducida en un orden del 75 al 95 por ciento a lo largo del siglo que inaugura la conquista, con respecto a la existente hacia 1500. Otras estimaciones consideran que en el momento del contacto la población americana podía representar cerca del 20% del total de la humanidad, que se había reducido al 3% un siglo, para iniciar su recuperación a mediados del siglo XVIII. (Castro, 1995: 125)  Aun así, esa reducción general tuvo un impacto menor en las áreas de mayor desarrollo cultural, y mayor en las de menor desarrollo, como se indica enseguida, con consecuencias que se extienden hasta  nuestros días.

En todo caso, tras un complejo proceso de transición que para las sociedades aborígenes revisitó un carácter apocalíptico, la nueva Iberoamérica pasó a ser organizada “desde fuera y desde arriba”, en una red de asentamientos humanos organizados en torno a centros de actividad económica – minera, primero, y luego también agropecuaria – dependientes de mano de obra servil en casos como el de Mesoamérica y el altiplano andino, o esclava, sobre todo en el espacio caribeño y el litoral Atlántico. Las nuevas sociedades que emergieron de aquel proceso pueden ser agrupadas en cuatros grandes áreas territoriales.

Una de ellas tuvo y tiene, sin duda, un claro carácter indoamericano, al que contribuyeron tanto la feudalidad de la cultura de los conquistadores como ciertos rasgos “de la organización política prehispánica en las áreas nucleares, así como la estratificación de sus sociedades con marcadas diferencias entre la élite y los gobernados”, que “facilitaron la dominación colonial.” Las masas campesinas de Mesoamérica y el altiplano Andino, además de constituir las mayores concentraciones de población al momento de la Conquista,

estaban acostumbradas a obedecer y pagar tributo a los varios organismos administrativos de dominación. Las guerras de saqueo y conquista eran corrientes entre los señoríos prehispánicos. Con frecuencia, caían bajo el dominio extranjero y se veían obligados a pagar tributos, aceptar colonos y nuevas dinastías reinantes, así como adoptar distintos cultos religiosos. (Solórzano, 2009: 593)

A esa incorporación también contribuyó el hecho de que “gracias a la alta densidad de población en las áreas nucleares (Mesoamérica y el Área Andina),” se mantuvo allí “un importante remanente demográfico, a partir del cual se inició posteriormente un nuevo incremento poblacional”, mientras “en las regiones habitadas por grupos tribales y cacicazgos,” la combinación de la explotación excesiva, las epidemias y la desorganización de los modos de vida anteriores, condujo a “la casi extinción de la población indígena de la que solo sobrevivieron grupos aislados.”(Solórzano, 2009: 595)

            La importación de esclavos africanos para compensar la pérdida de la mano de obra indígena – en particular en el espacio caribeño y el Nordeste brasileño -, que se aceleró entre fines del XVIII y mediados del XIX para atender la demanda europea y norteamericana de bienes como el azúcar, el café y el cacao, dio lugar a la formación de un espacio afroamericano con rasgos socioculturales y productivos característicos.[x] Y a este se agregaron otros dos: un espacio mestizo de fuerte presencia europea, presente en las zonas agroganaderas de la cuenca baja del Plata y del centro de Chile, y un vasto conjunto de regiones interiores, transformadas en zonas de refugio de población indígena, mestiza y afroamericana que se desligaba del control colonial, que retornaba a formas de producción y consumo no mercantiles.

En esas regiones interiores vino a formarse, así, una vasta frontera de recursos – inexplotados unos, restaurados otros, como las selvas que pasaron a ocupar áreas antes cultivadas en casos como los de Darién panameño, el litoral Atlántico mesoamericano y la Amazonía, y el extremo Sur de Argentina y Chile. Salvo este último caso, anexadas de hecho por sus respectivos Estados nacionales entre fines del siglo XIX y las primeras décadas del XX, la mayor parte de estas regiones interiores permanecerían al margen de la producción para el mercado hasta mediados o fines del siglo XX, como lo señala Pedro Cunill.

La cultura

La crisis que hoy enfrentan las sociedades latinoamericanas en sus relaciones con el mundo natural incluye, también, la de sus visiones acerca de ese mundo y esas relaciones. En esa crisis afloran las viejas contradicciones y conflictos entre las culturas de los conquistados y los conquistadores del siglo XVI que, tras la Reforma Liberal de 1825 – 1875, reemergerían en el conflicto entre los expropiadores y los expropiados, con el añadido de la creciente importancia que vendrían a tener, y tienen, las grandes corporaciones Noratlánticas – y asiáticas también, hoy – que pasaron a ser las principales organizadoras de la explotación de los recursos naturales de la región.

            En esta perspectiva, el rasgo dominante en la cultura latinoamericana de la naturaleza ha sido, y en gran medida sigue siendo, el de la fractura evidente entre las visiones de quienes dominan y quienes padecen las formas de organización de las relaciones entre las sociedades de la región y su entorno natural. Esta contradicción se expresa en la coexistencia usualmente pasiva, a veces antagónica, entre una cultura dominante que ha evolucionado en torno a ideales de lucha de evidente filiación Noratlántica – como la civilización contra la barbarie, primero; del progreso contra el atraso, después, y finalmente del desarrollo contra el subdesarrollo-, y un conjunto de culturas subordinadas – sobre todo de raíz indo y afroamericana – que se han desarrollado desde otras raíces y en lucha constante contra esas visiones dominantes.

            Al respecto, además, ha desempeñado un importante papel el hecho, señalado por Antonio Gramsci a comienzos de la década de 1930, de que las estructuras fundamentales de organización cultural en las sociedades latinoamericanas hasta comienzos del siglo XX fueron las correspondientes a “la civilización española y portuguesa de los siglos XVI y XVII caracterizada por la Contrarreforma y el militarismo.” En dichas estructuras, agrega, las categorías de intelectuales dominantes fueron “el clero y el ejército”, a las que cabría agregar la de los letrados al servicio de la administración estatal. En esa circunstancia, en sociedades organizadas en torno a la gran propiedad terrateniente, de base industrial muy restrigidase y carentes de superestructuras complejas, “la mayor cantidad de intelectuales es de tipo rural (…) ligados al clero y a los grandes propietarios.” (1999: 194)

Por contraste con el mundo Noratlántico, a lo largo de los siglos XVIII y XIX resalta en América Latina la ausencia de una intelectualidad de capas medias vigorosa y bien educada, capaz de expresar en el interés general de sus sociedades, del tipo de la que conocieran las sociedades Noratlánticas desde fines del siglo XVIII, y que diera de sí a científicos de extracción modesta como Alfred Russell Wallace que actuaran por derecho propio como interlocutores con sus pares de origen social más elevado, como Charles Darwin. En efecto, la concentración de la propiedad agraria en manos de una casta oligárquica bloqueó en América Latina el desarrollo de aquel tipo de clase media rural “que produjo a intelectuales como Gilbert White en Gran Bretaña y Henry David Thoreau en los Estados Unidos,” en el período que nos interesa.

De este modo, la cultura de la naturaleza en América Latina nace escindida entre una visión dominante oligárquica, centrada en una visión de lucha de la civilización contra la barbarie, y una multiplicidad de visiones populares cercanas al animismo y de fuerte carácter comunitario. Así, en las grandes obras de la narrativa culta que expresan el proceso de formación de las modernas identidades nacionales – desde La Vorágine, de José Eustacio Rivera y Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos, hasta Cien Años de Soledad, de Gabriel García Márquez y La Casa Verde de Mario Vargas Llosa -, la naturaleza figura como un elemento amenazante, que finalmente escapa a todo control racional. Por contraste, la cultura popular tiende a un tono de celebración, que llega a alcanzar gran delicadeza en la música de autores como el dominicano Juan Luis Guerra, ya a fnes del siglo XX.

La gran excepción en este panorama escindido se encuentra, sin duda alguna, en la obra de José Martí, en cuyas expresiones más acabadas – sobre todo en el ensayo Nuestra América, de 1891, verdadera acta de nacimiento de nuestra contemporaneidad – la naturaleza adquiere un claro carácter de categoría cultural y política, a ser construida desde la realidad que expresa. Aun así, la obra de Martí en campos como éste está estrechamente asociada a una situación excepcional, su su exilio en Nueva York entre 1881 y 1895, a lo largo del cual mantuvo un constante diálogo – “desde la crisis del liberalismo latinoamericano de su tiempo” ”(Castro, 1995:276) – con la cultura de la naturaleza que se expresaba en autores como Ralph Waldo Emerson y Walt Whitman, de clara vinculación con las mejores tradiciones democráticas de la sociedad norteamericana.[xi]

En América Latina esa intelectualidad moderna sólo viene a conformarse con la expansión industrial y el desarrollo urbano característicos de la segunda mitad del siglo XX. De la década de 1980 en adelante, esa intelectualidad estaba ya formada y activa, y su visión del mundo no reconocía ya el mero crecimiento económico como evidencia de los frutos del progreso y del avance hacia la civilización a través del desarrollo. Por el contrario, expresaban una creciente inquietud por el carácter a todas luces insostenible de ese desarrollo basado en la ampliación constante de la exportación de materias primas para otras economías.[xii]

            Este proceso de maduración cultural ha experimentado un creciente impulso en el siglo XXI. Desde arriba, por así decirlo, la región ha conocido un notorio crecimiento de la institucionalidad ambiental, que ha trasladado al interior de los Estados – sin resolverlo – el conflicto entre crecimiento económico extractivista y sostenibilidad del desarrollo humano. Desde abajo, la resistencia indígena y campesina a la expropiación de su patrimonio natural y la lucha por sus derechos políticos se combina con la lucha de los sectores urbanos medios y pobres por sus derechos ambientales básicos. Esto anima el desarrollo de un ambientalismo contestatario, que – sobre todo en las sociedades que hoy se ubican en el espacio indoamericano – reivindica un pasado mítico anterior a la Conquista europea en el que habrían predominado relaciones armónicas con la naturaleza, el cual confronta con el hecho ya descrito de procesos de crecimiento económico con deterioro social y degradación ambiental.[xiii]

            En ese marco, ha ido tomando cuerpo en América Latina una corriente de actividad intelectual que, desde las Humanidades como desde las ciencias y las artes, expresa lo que Enrique Leff ha llamado el “nuevo pensamiento ambiental” de la región.[xiv] Formada en lo mejor de la tradición académica Occidental, y en estrecho contacto con los nuevos movimientos sociales de la región, esa intelectualidad ha conseguido articular el ambientalismo latinoamericano con el ambientalismo global, por un lado, mientras por el otro lo ha hecho con los procesos de transformación política, social, cultural, ambiental y económico que están en curso en toda la región.[xv] Esta intelectualidad participa hoy, junto a colegas de todo el mundo, en el desarrollo de campos nuevos del conocimiento – como la historia ambiental, la ecología política y la economía ecológica -, y su producción en todos ellos constituye, ya, parte integrante de la cultura ambiental que surge de la crisis global.

Crecer con el mundo, para ayudarlo a cambiar

La crisis ambiental hace parte de una circunstancia histórica inédita en el desarrollo del moderno sistema mundial, que expresa un cambio de época antes que una época de cambios. En el caso de América Latina, la crisis ambiental hace parte de un período de transición en el que emergen nuevamente viejos conflictos no resueltos, en el marco de situaciones enteramente nuevas, y va tomando forma una cultura de la naturaleza que combina reivindicaciones democráticas de orden general con valores y visiones provenientes de las culturas indígenas, afroamericanas y mestizas, y de una intelectualidad de capas medias cada vez más estrechamente vinculada al ambientalismo global.

Esa cultura toma forma tanto desde el diálogo y la confrontación entre sus propios componentes, como en su enfrentamiento con políticas estatales a menudo estrechamente asociadas a los intereses de organismos financieros internacionales, y de complejos procesos de búsqueda de acuerdos sobre temas ambientales en el sistema interestatal. En este doble proceso de transición, todo el pasado actúa en todos los momentos del presente. La legitimidad técnica que alegan las políticas estatales se enfrenta a la legitimidad histórica y cultural de los movimientos que las confrontan, dando lugar a un proceso de creación de opciones de desarrollo de extraordinario vigor y diversidad.

En esta perspectiva, la dimensión cultural de la crisis – esto es, aquélla en que se formulan las preguntas nuevas que estimulan el desarrollo de respuestas innovadoras – no es un mero añadido a sus dimensiones ecológica, económica, tecnológica, social y política, sino la expresión más acabada de las interacciones entre todas ellas. [xvi] De esa síntesis emerge ya en la cultura latinoamericana de la naturaleza – como un factor de importancia política decisiva -, una conclusión que puede ser tan estimulante para unos como inquietante para otros, pero es ineludible para todos. En efecto, en la medida en que el ambiente es el resultado de las interacciones entre la sociedad y su entorno natural a lo largo del tiempo, si se desea un ambiente distinto es necesario crear sociedades diferentes.

Este es el desafío fundamental que nos plantea la crisis ambiental, en América Latina como en cada una de las sociedades del planeta. Precisamente por eso, las transformaciones, conflictos, rupturas y opciones de salida que ocurren en el ordenamiento socio-ambiental latinoamericano en la transición del siglo XX al XXI definen también los términos de la participación de América Latina en la crisis ambiental global, y plantean problemas que deben ser resueltos desde la región, en diálogo y concertación con el resto de las sociedades del Planeta. Crecemos con el mundo, para ayudarlo a cambiar.

Referencias:

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[i] Panamá, 1950. Doctor en Estudios Latinoamericanos, Universidad Nacional Autónoma de México, 1995. Director de Investigación y Formación de la Fundación Ciudad del Saber, Panamá.

[ii] Al respecto, por ejemplo, el geógrafo chileno Pedro Cunill podía afirmar a mediados de aquella década que, “por las modalidades de espontaneidad en el establecimiento de formas de hábitat subintegrado, por la intensidad degradante de los diversos usos del suelo agropecuario y la expoliación de recursos forestales, mineros y energéticos, donde todo está dominado por el afán de lucro inmediato, se está iniciando una crisis prospectiva del patrimonio paisajístico latinoamericano, empobreciendo irreversiblemente sus opciones de movilización de paisajes y recursos naturales a corto plazo. De esta manera, las transformaciones del espacio geohistórico latinoamericano en el lapso 1930 – 1990 aparentemente modernizaron ciudades, minas y campos, e industrializaron parte significativa de sus territorios, aunque dañaron, al futuro inmediato del siglo XXI, gran parte de las posibilidades de un desarrollo sostenido y sustentable.” (1995: 188)

[iii] Al respecto, por ejemplo: Burkart, R; Marchetti, B., y Morello, J., 1995: “Grandes ecosistemas  de México y Centroamérica”, y Morello, Jorge, 1995: “Grandes ecosistemas de Suramérica”

[iv] En este caso, por ejemplo: GEO 5, 2012; GEO LAC 3, 2010; FNUAP sobre Población y Desarrollo en América Latina y el Caribe; CEPAL / UNASUR 2013.

[v] Litio: 65%; plata, 42%; cobre, 38%; estaño, 33%; hierro, 21%; bauxita, 18%; níquel, 14%, y petróleo, 20%. CEPAL / UNASUR, 2013: 7; 36.

[vi] Existen múltiples descripciones y evaluaciones de estos procesos de deterioro ambiental, usualmente convergentes entre sí. Al respecto, se ha optado por utilizar primordialmente para este artículo aquellas provenientes de los informes GEO LAC 3 (2010) y GEO 5 (2012), elaborados por el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente, por su evidente carácter ecuménico.

[vii] Ese proceso de descomposición coincide, en la escala global, con el despliegue de aquella tendencia en el desarrollo del mercado mundial que Carlos Marx describe en los Grundrisse  de 1857 – 1858 en los siguientes términos: “Así como el capital, pues, tiene por un lado la tendencia a crear siempre más plustrabajo, tiene también la tendencia integradora a crear más puntos de intercambio; vale decir, y desde el punto de vista de la plusvalía o plustrabajo absolutos, la tendencia a suscitar más plustrabajo como integración de sí misma; au fond, la de propagar la producción basada sobre el capital, o el modo de producción a él correspondiente. La tendencia a crear el mercado mundial está dada directamente en la idea misma del capital. Todo límite se le presenta como una barrera a salvar. […] El comercio ya no aparece aquí como función que posibilita a las producciones autónomas el intercambio de su excedente, sino como supuesto y momento esencialmente universales de la producción misma.”  Y  añade:“Por lo demás, la producción de plusvalor relativo – o sea la producción de plusvalor fundada en el incremento y desarrollo de las fuerzas productivas – requiere la producción de nuevo consumo; que el círculo consumidor dentro de la circulación se amplíe así como antes se amplió el círculo productivo. Primeramente: ampliación cuantitativa del consumo existente; segundo: creación de nuevas necesidades, difundiendo las existentes en un círculo más amplio; tercero: producción de nuevas necesidades y descubrimiento y creación de nuevos valores de uso. […] De ahí la exploración de la naturaleza entera, para descubrir nuevas propiedades útiles de las cosas; intercambio universal de los productos de todos los climas y países extranjeros; nuevas elaboraciones (artificiales) de los objetos naturales.” (Marx, 2007: I, 360 – 361)

[viii] “Y como da el Gobierno cuanto le piden, y por acá cede tierras, y por allá quita derechos, y al uno llama con halagos, y al otro protege con subvenciones, Salamá y Cobán están de fiesta, y ven día a día más crecida su ya considerable suma de huéspedes. […] Y es cosa de hacerse pronto dueño de más tierras que la casa de Zichy tuvo en Hungría, y tiene Osuna en España, y gozó en México Hernán Cortés. ¿Quién no compra aquellas inexploradas soledades, frondosas y repletas de promesas, si se venden a cincuenta pesos la caballería?  Y como tienen por aquel departamento tan justa creencia en que, criando cabezas de ganado, se irá pronto a la cabeza de la fortuna, ¿quién no empaqueta libros y papeles – ¡aunque ellos no, que son los amigos del alma! – y se va, con sus arados y su cerca de alambre, camino de la Alta Verapaz?”

(1975, VII, 133)

[ix] Al respecto, por ejemplo, Juan Carlos Solórzano nos recuerda que desde “el final de las glaciaciones, hace más de diez mil años y hasta el arribo de los europeos a fines del siglo XV, el continente americano había quedado prácticamente aislado del resto del mundo. Durante estos milenios de separación, los pueblos de América evolucionaron en forma autónoma respecto de las civilizaciones surgidas en Europa, Asia y África.” Y agrega: “Las culturas complejas en América despegaron tardíamente, en comparación con las del Viejo Mundo, en gran medida a consecuencia de la relativa escasez de granos y de lo que estos tardaron en evolucionar hasta convertirse en plantas de alto rendimiento por área sembrada. Las culturas americanas tuvieron que enfrentarse con la tarea de desarrollar el cultivo de plantas difíciles de domesticar durante un período mucho más largo que aquellas del Viejo Mundo, por lo que un soporte económico para el desarrollo de una compleja civilización agrícola no fue viable, sino hasta alrededor del 2000 a.C., en América del Sur, y 1500 a.C., en Mesoamérica, en tanto que en Oriente Próximo este proceso dio inicio hacia el 6500 a.C.” (2009: 591, 592)

[x] Diversas fuentes calculan, en términos generales, que fueron importados a las Américas cerca de 10 millones de esclavos africanos entre los siglos XVI y XIX. El mayor contingente, del orden de 2 millones de personas, fue importado entre fines del siglo XVIII y la década de 1870, en coincidencia con el auge de la economía de plantación en el Caribe y sus costas, y en el Sureste de los Estados Unidos. De allí cabe afirmar que el Caribe está donde la esclavitud estuvo y constituye, por lo mismo, el núcleo fundamental del espacio afroamericano.

[xi] Así, por ejemplo, aquella observación de mediados de 1885 que, para fines del siglo XX, serviría como uno de los puntos de partida para el desarrollo de una historia ambiental latinoamericana: “Cuando se estudia un acto histórico, o un acto individual, cuando se los descomponen en antecedentes, agrupaciones, accesiones, incidentes coadyuvantes e incidentes decisivos, cuando se observa como la idea más simple, o el acto más elemental, se componen de número no menor de elementos, y con no menor lentitud se forman, que una montaña, hecha de partículas de piedra, o un músculo hecho de tejidos menudísimos: cuando se ve que la intervención humana en la Naturaleza acelera, cambia o detiene la obra de ésta, y que toda la Historia es solamente la narración del trabajo de ajuste, y los combates, entre la Naturaleza extrahumana y la Naturaleza humana, parecen pueriles esas generalizaciones pretenciosas, derivadas de leyes absolutas naturales, cuya aplicación soporta constantemente la influencia de agentes inesperados y relativos.”(1975: XXIII, 44).

[xii] Dos antologías características de este período son: Sunkel, Osvaldo y Gligo, Nicolo (editores), 1980: Estilos de Desarrollo y Medio Ambiente en América Latina, que reúne a 45 autores y presenta 37 artículos además de la Introducción del propio Sunkel, y Gallopín, G.C.(compilador); Gómez, I.A.; Pérez, A.A. y Winograd, M. (colaboradores), 1995: El Futuro Ecológico de un Continente. Una visión prospectiva de la América Latina, que ofrece 19 artículos de otros tantos autores, además de la Introducción del propio Gallopín. Son de resaltar tanto la madurez y la riqueza intelectual del contenido de los textos como el compromiso de los autores con los mejores intereses de la región tal como eran percibidos en aquel momento, y la correspondencia de sus visiones con las preocupaciones crecientes sobre los problemas ambientales en el sistema internacional. La antología de 1980, en efecto, adelanta en muchos de sus planteamientos lo que vendría a ser planteado en 1987 por el informe Nuestro Futuro Común – más conocido como Informe Brundlandt – en relación a la necesidad de un desarrollo sostenible, mientras la de Gallopín ofrece una base de información de enorme riqueza para abordar desde la región los grandes acuerdos adoptados en la Cumbre de la Tierra organizada por las Naciones Unidas en Rio de Janeiro en 1992, mejor conocida como Rio 92 en el argot ambientalista.

[xiii] Como lo señala Juan Carlos Solórzano, “Las filiaciones entre las actuales sociedades latinoamericanas y sus antecesoras precolombinas, en gran medida se explican por las características de estas al momento del arribo de los europeos. Por esta razón, en las áreas nucleares de Mesoamérica y los Andes, la herencia cultural indígena es notoria y en la actualidad muchos de estos países reivindican el rico legado de sus antepasados.” (2009: 595). Esa reivindicación, utilizada en su momento por los grupos dominantes para justificar su derecho a la independencia y el gobierno, es ejercida ahora por los sectores populares para demandar una democracia participativa y una economía mucho más inclusiva y vinculada al bienestar de las mayorías sociales.

[xiv] Una de las expresiones más características de los puntos de partida de este nuevo ambientalismo puede ser hallada en el Manifiesto por la Vida. Por una ética de la sustentabilidad, publicado en 2002 como parte del libro Ética, Vidad, Sustentabilidad (Leff, 2002) y suscrito por una veintena de intelectuales de toda la región, que concluye afirmando que la ética para la sustentabilidad “es una ética del bien común” (Leff, 2002: 331).

[xv] Uno de los voceros más característicos de esta vinculación entre el ambientalismo y los nuevos movimientos sociales, el teólogo brasileño Leonardo Boff, expresa en los siguientes términos la sustancia fundamental de esa relación: “Hasta el momento presente, el sueño del hombre occidental y blanco, universalizado por la globalización, era dominar la Tierra y someter a todos los demás seres para así obtener beneficios de forma ilimitada. Ese sueño, cuatro siglos después, se ha transformado en una pesadilla. Como nunca antes, el apocalipsis puede ser provocado por nosotros mismos, escribió antes de morir el gran historiador Arnold Toynbee. Por eso, se impone reconstruir nuestra humanidad y nuestra civilización mediante otro tipo de relación con la Tierra para que sea sostenible. Es decir, para conseguir que perduren las condiciones de mantenimiento y de reproducción que sustentan la vida en el planeta. Eso solo ocurrirá si rehacemos el pacto natural con la Tierra y si consideramos que todos los seres vivos, portadores del mismo código genético de base, forman la gran comunidad de vida. Todos ellos tienen valor intrínseco y son por eso sujetos de derechos.” Y añade: “El Presidente de Bolivia, el indígena aymara Evo Morales Ayma, no cesa de repetir que el siglo XXI será el siglo de los derechos de la Madre Tierra, de la naturaleza y de todos los seres vivos. En su intervención en la ONU el día 22 de abril de 2009 […] enumeró resumidamente algunos los derechos de la Madre Tierra: el derecho de regeneración de la biocapacidad de la Madre Tierra; el derecho a la vida de todos los seres vivos, especialmente de aquellos amenazados de extinción; el derecho a una vida pura, porque la Madre Tierra tiene el derecho de vivir libre de contaminación y de polución; el derecho al vivir bien de todos los ciudadanos; el derecho a la armonía y al equilibrio con todas las cosas; el derecho a la conexión con el Todo del que somos parte.” (Boff: 2014)

[xvi] En este sentido, el aporte cultural de América Latina al desarrollo del ambientalismo global incide sobre todo en lo que hace al papel de las Humanidades en la comprensión de nuestras relaciones con la naturaleza, según lo planteara Donald Worster al señalar que “en el centro mismo de la historia ambiental debe plantearse el estudio de la evolución de las visiones de mundo, un estudio tan importante – al menos – como el de la reorganización ocurrida en el paisaje. Para ese estudio de la historia de las ideas necesitamos enfáticamente a las humanidades, con toda su experiencia, sus métodos, y sus tradiciones. Por esta vía, estamos abriendo una puerta en la muralla que separa a la naturaleza de la cultura, a la ciencia de la historia, a la materia de la idea. Con ello, sin embargo, no llegamos a un punto en el que desaparezcan todas las diferencias y todos los límites académicos, donde las categorías de naturaleza y cultura se vean completamente abolidas o subsumidas, sino a uno en el que estas distinciones son más permeables que antes. Ahora resulta más difícil de lo que pensábamos aislar a la naturaleza de la cultura, y viceversa. Los dos campos se encuentran vinculados por lazos inagotables de intercambios, interacciones y significados, de modo que constantemente colapsan el uno sobre el otro. Intentamos hacerlos claramente distintos entre sí, y con buenas razones: necesitamos intentar situarnos fuera de la cultura con frecuencia, y reconocer – como lo señalar una vez Henry Thoreau – “nuestros propios límites transgredidos”. Por otra parte, debemos tomar consciencia de que aquello que entendemos como naturaleza es un espejo ineludible que la cultura sostiene ante su medio ambiente, y en el que se refleja ella misma. La puerta que abrimos entre las dos culturas resulta ser así, finalmente, la de un pasaje que conduce a esta paradoja insoluble, que los humanos no podemos evadir.” (1996: 13)

Panamá: mucho, poco, nada, y pendiente.

Guillermo Castro Herrera
La disputa electoral acerca de lo hecho o dejado de hacer por el Estado en materia de inversión pública en los últimos 45 años en Panamá elude lo realmente esencial del problema que la genera. Sin duda, la inversión bruta en infraestructura iniciada en 2006 por el Gobierno que presidiera Martín Torrijos con la ampliación del Canal, y continuada por el que preside Ricardo Martinelli – sobre todo en los sistemas vial, aeroportuario y de transporte público -, carece de precedentes en la historia nacional. Aun así, en ese panorama destacan tres elementos de contraste.
El primero de ellos consiste en lo limitado de la inversión pública en el desarrollo del capital humano y social, reducida a una política de subsidios que elude mucho, y palia muy poco, las causas de origen de la inequidad en nuestra sociedad. Otro, en la desmesura de la inversión en el corredor interoceánico, que incrementa a su vez el subsidio del resto del país al crecimiento económico de las área aledañas al Canal – donde ya reside más de la mitad de la población del país, en menos del 10% de su territorio -, incrementando con ello las amenazas a la sustentabilidad del desarrollo futuro en Panamá. Y el otro, finalmente, en la pobreza del análisis relativo al origen, la naturaleza y la sustentabilidad del crecimiento económico en los años por venir, en el seno de las principales agrupaciones políticas y sociales del país.
El factor fundamental, aquí, ha sido la integración del Canal a la economía interna. Todo lo demás – desde la necesidad de las inversiones realizadas, hasta la posibilidad de disponer de los fondos necesarios – ha dependido de ello. La trascendencia y complejidad de ese factor se hace evidente en el hecho de que la creación de las condiciones necesarias para su despliegue en profundidad generara una crisis que en la práctica paralizó políticamente al país entre 1981 y 1994, para iniciar a partir de allí – con idas y venidas bien conocidas – el proceso de transformaciones que ha venido a alcanzar su impulso mayor en los últimos cuatro años.
Ese impulso mayor, por otra parte, también empieza a definir con claridad creciente los límites del proceso de transformaciones en curso. Ese proceso surge de la solución de la parálisis de la voluntad política de los grupos sociales y económicos dominantes en el país entre 1999 y 2009 mediante el uso – en grado de paroxismo – de los valores y procedimientos inherentes a una cultura política tradicional, para la construcción de una economía y una sociedad renovadas.
La solución así encontrada al problema de la parálisis política ha generado, como era de prever, problemas nuevos y más complejos. En efecto, los medios utilizados han determinado los fines que podían ser alcanzados, y uno de los resultados del proceso ha sido el oscurecimiento de las contradicciones asociadas a esos fines.  Así, por ejemplo, aquí se sigue discutiendo como si los problemas del país tuvieran su origen en incapacidades e irregularidades administrativas, y bastara con encontrar mejores gerentes y disponer de mejores manuales de procedimiento para resolverlos.
En realidad, no podremos resolver los problemas del siglo XXI sin entenderlos en sus riesgos como en sus oportunidades. Pero no podremos entender esos problemas ni desde la cultura política del siglo XX – correspondiente al anhelo de llegar a tener un Estado nacional, que ya tenemos -, ni desde el llamado “criterio empresarial” que se limita a imitar aquella consigna de los años 50 que tanto contribuyó finalmente a los problemas que hoy enfrentan la economía y la sociedad norteamericana: “Lo que es bueno para la General Motors es bueno para los Estados Unidos.” Dígalo, si no, la ciudad de Detroit, capital del automóvil, cuyo gobierno municipal acaba de declararse en quiebra.
Para encarar los problemas del país, hará falta aún identificar aquellos que definen, hoy, el interés general de nuestra sociedad. Esto, en breve, demanda la creación de una agenda que sintetice los obstáculos fundamentales que el proceso de crecimiento económico sin cambio social y con deterioro ambiental le plantea a los grupos sociales fundamentales en su desarrollo como tales grupos. Ese fue el punto de partida en la etapa final de la lucha por la recuperación del Canal en la década de 1970, en relación a los problemas de aquella etapa de nuestra historia. En ese terreno, nadie en su sano juicio podría decir que se ha hecho más de 1980 a nuestros días de lo que se hizo entre 1972 y 1977.
También habría que aprender mucho, por supuesto, del hecho de que una vez resueltos aquellos problemas comunes quedó superada la agenda que los expresaba, en la medida en que florecieron y se desplegaron en otro nivel de complejidad las contradicciones entre los grupos que habían concurrido a forjarla. El resultado neto, entonces, fue que el Estado que negoció el Tratado del Canal vino a ser muy distinto del que asumió la responsabilidad de implementarlos. Así, por ejemplo, el propósito de hacer “el uso más colectivo posible” de la Zona del Canal, propuesto por el Estado que negoció el Tratado, cedió su lugar a a la más completa privatización posible de las tierras e infraestructuras de esa Zona, por parte del que lo implementó.
La forja de una nueva agenda nacional deberá encarar el problema mayor de pasar del crecimiento sostenido de la economía entre 2004 y 2014 a un desarrollo que sea sustentable por la equidad en las relaciones sociales, y en las que lleguen a existir entre la sociedad y su entorno natural. Esta es la clase de problemas que podemos plantearnos hoy, desde la nación que hemos venido a ser como resultado de la conquista de nuestra soberanía y de las transformaciones desatadas por ese logro decisivo en nuestra historia. Queda pendiente, ahora, la tarea de definir estos problemas de nuevo tipo con la claridad necesaria para encararlos y resolverlos del modo que demande la nación que queremos llegar a ser.

 

Panamá, 25 de julio de 2013

Un Canal de Panamá

Guillermo Castro H.
Para Ascanio Arosemena, frente a la llama que lo ilumina
El Canal de Panamá está destinado a cambiar el país, pero el país aún debe llegar a entender lo que ese cambio implica. La primera manera de verlo consiste en imaginar que se dispondrá de más dinero para consumir más, sin salir de los hábitos y formas de producir que ya existían. Es la visión del nuevo rico que todos quisiéramos ser: fuimos pobres hasta que alguien descubrió petróleo en el patio de nuestra casa, y ahora somos sultanes tropicales. Sin embargo, sería mejor contraponer a esa visión de nuevo rico la de una prosperidad que siempre será precaria mientras que no sepamos entender que la inserción del Canal en nuestra economía interna nos ofrece – por primera vez en nuestra historia – los medios para encarar el vínculo entre la aspiración a una sociedad distinta, y las tareas que demanda crear una economía diferente, capaz de sostener esa sociedad, y desarrollarse con ella.
La relación entre ambas visiones es de tensión, no de armonía. La primera puede llevarnos matar la gallina de los huevos de oro, rebasando en corto plazo la capacidad de la Cuenca del Canal para proveer los múltiples servicios que se requieren de ella, aplastándola con el impacto ambiental del desarrollo predatorio de su entorno, e incrementando la huella ecológica de la región interoecéanica sobre todos los ecosistemas del Istmo. La segunda nos obliga a entender que sólo podrá haber un uso sostenido de la Cuenca del Canal si hay un desarrollo sostenible del país, esto es, uno que combine la equidad en el acceso a sus frutos con el trabajo con la naturaleza, y no contra ella.
La tensión entre esas opciones se expresa, por ejemplo, en las críticas a la ACP por haberse constituido en un “Estado dentro del Estado”, dirigido por un “Emperador del Canal”. Y, sin embargo, lo que esas críticas expresan es, en realidad, la contradicción evidente entre el Canal como empresa de Estado, y el estado general de la economía, la sociedad y la administración pública en el país. En ese sentido, el distanciamiento entre la población general y la administración del Canal no es sino otra faceta del que se viene acentuando en la relación entre el Estado y sus  ciudadanos. En ese marco, es inevitable preguntarse – ante el hecho de que el Estado controla el Canal -, quién (y para qué) controla el Estado.
Enmascarar esta contradicción con programas comunales de micro inversión financiados con una micro fracción de los ingresos generados por el Canal, o con fondos de ahorro de recursos para los que no se encuentra de momento empleo adecuado, no sólo no la resuelve, sino que termina por agravarla. Lo sensato sería utilizar esos ingresos para financiar el desarrollo del país en su conjunto, mediante inversiones estratégicas destinadas a producir las condiciones de producción – fuerza de trabajo, infraestructura, organización de la base territorial de la economía – necesarias para un desarrollo mucho más armónico de las relaciones de nuestros distintos grupos sociales entre sí, y con nuestro medio natural.
El camino hacia este tipo de decisiones es largo, todavía. Precisamente por eso, es necesario empezar a reconocerlo y recorrerlo lo antes posible, y en primer término desde las organizaciones sociales, culturales y científicas de nuestra sociedad. Anteayer nos preguntábamos si seríamos capaces de administrar el Canal. Algo hemos avanzado en eso, exitosamente: lo bastante para darnos cuenta de que aquello era apenas el primer paso hacia la tarea verdadera, que es la de administrar mucho, muchísimo mejor nuestro propio país, con todos y para el bien de todos.

Panamá: un puente al futuro

Pma topografico
La noticia de que la Autoridad del Canal de Panamá (ACP) entregó el 8 de enero a la empresa francesa Vinci Construction Grands Projets la orden de construir el primer puente sobre la vía acuática en el sector Atlántico pasó casi desapercibida en nuestro país. Sin embargo, tiene tanta importancia histórica como valor simbólico, si se considera que el 9 de enero se conmemoraba el Día de los Mártires de la lucha por nuestra soberanía.
La construcción del puente sobre el Canal en el Atlántico facilitará, en efecto, plantear en nuevos términos la solución a una de las contradicciones ocultas que se opone a un desarrollo sostenible de Panamá: aquella que enfrenta la organización natural de nuestro territorio con la organización territorial del Estado nacional. El territorio, en efecto, está organizado en múltiples corredores interoceánicos, a lo largo de los principales ríos que corren hacia el Atlántico y hacia el Pacífico desde nuestra Cordillera Central. Los primeros habitantes del Istmo hicieron un uso constante de esos corredores, sobre los cuales se asentaban sus sociedades más avanzadas en el momento de la Conquista europea.
El Estado, en cambio, fue siendo organizado desde el siglo XVI a partir de la decisión de concentrar el tránsito interoceánico únicamente por el valle del Chagres, relegando al litoral Atlántico y el Darién a la condición de fronteras interiores. Esto se combinó con la creación de un corredor agroganadero a lo largo de la vertiente Pacífica, entre Chepo y Chiriquí, con el fin de ofrecer soporte a la actividad de tránsito, dando lugar a un eje de organización Este – Oeste. Ese eje segmentó todas las cuencas de la subregión, privilegiando el uso de su sector medio para actividades agropecuarias, y aislando entre sí sus segmentos bajo y alto, en condición de áreas marginales.
Esta decisión limitó nuestras posibilidades de desarrollo, y contribuyó al empobrecimiento del interior rural en ambas vertientes del Istmo. La situación así creada se vio agravada y perpetuada, después, por el Tratado Hay – Buneau Varilla de 1903, que vedaba a Panamá crear vías de comunicación interoceánica alternas al Canal, y establecía una Zona del Canal bajo control extranjero, que dividía en dos al territorio panameño y acentuaba su desarticulación funcional.
Todo ello empezó a revertirse a partir de la ejecución de los Tratados Torrijos – Carter, entre 1979 y 1999, que liquidaron la Zona del Canal y transfirieron la administración del Canal del Estado norteamericano al panameño. La construcción del puente sobre el Canal en el lado Atlántico hace parte de ese proceso de reordenamiento territorial y tendrá consecuencias de gran importancia para nuestro futuro. Esas consecuencias incluyen, por ejemplo:
  1. Re – establecer las vías de comunicación indígenas entre la cuenca del río Coclé del Norte en el Atlántico, y las del Zaratí y el Coclé, en el Pacífico. Esto hará de Colón el principal puerto de Penonomé en el Atlántico, facilitará el desarrollo minero del distrito de Donoso, y el desarrollo turístico y agropecuario de la vertiente Nor – Atlántica de la región del Valle de Antón.
  2. Re – establecer las vías de comunicación indígenas entre las cuencas del río Chagres y la del río Indio, vinculando a Colón con La Chorrera a lo largo de la ribera Occidental del lago Gatún.
  3. Abrir al desarrollo turístico de alto costo la Costa Abajo de Colón, desde Sherman hasta la boca del río Belén.
  4. Facilitar la construcción de una carretera Colón – Bocas del Toro, con un empalme hacia Veraguas por la vía Calovébora – Cañazas, y otro a Chiriquí por la vía Rambala – Gualaca.
  5. Facilitar el movimiento de mercancías desde y hacia Centro América por vía de Guabito y, eventualmente,
  6. Facilitar la vinculación física entre Colón y la región Atlántica de Colombia.
La ACP, añade el despacho de EFE, “adjudicó la licitación del nuevo puente de acuerdo con la Ley que aprueba la ampliación de la vía interoceánica mediante la construcción de un tercer juego de esclusas y que dispone la edificación de este cruce de vehículos en el sector Atlántico que comunique ambas riberas del Canal. Este cruce contribuirá al desarrollo de la provincia de Colón, señala el comunicado.” En realidad, como vemos, se trata de mucho más que eso, aunque ninguna autoridad estatal ha presentado una visión de conjunto sobre las implicaciones de esta decisión para el futuro del país.
El abordaje de esas implicaciones, si llega a ocurrir, será el producto de la iniciativa de las organizaciones sociales, culturales y políticas de Panamá, y pondrá a prueba lo mucho que ignoramos los panameños sobre la historia, la geografía y las opciones de futuro de nuestro país. No hay certeza de que esto ocurra. Debe haber certeza, en cambio, de que una inversión de ese monto y trascendencia haya sido ya objeto de consideración y decisiones por parte de los sectores económicos dominantes en Panamá. Las consecuencias que se deriven de la inacción de unos y la iniciativa de los otros se verán con toda claridad en el curso de los años por venir.
Panamá, 10 de enero de 2013.

Nosotros los de ahora y los de entonces

Guillermo Castro H.
Conferencia inaugural en el XIV Congreso Nacional de Sociología
Universidad de Panamá, 16 de agosto de 2012
Para Lourdes, siempre
1929 – 2009
La crisis de 1929 tiene especial importancia para el análisis de la que enfrentamos hoy, al menos en dos sentidos. El primero y más general corresponde a su alcance y su importancia histórica. Con ella, el ciclo de desarrollo liberal clásico, que a partir de 1914 había ingresado en plenitud a su fase imperialista, recibió el impulso final que lo llevaría a desembocar – a través de la II Guerra Mundial, y las que la precedieron en España y China – en la fase de desarrollo del moderno sistema mundial que hoy designamos con el término “globalización”. El segundo tiene un carácter más específico. La gestión de la crisis de 1929 proporcionó un importante modelo de referencia en la formación de varias generaciones de científicos sociales latinoamericanos, en lo relativo a la comprensión del lugar y el papel de la región en los procesos de formación y transformación del sistema mundial.
            Así, para las ciencias sociales latinoamericanas en las décadas de 1950 y 1960, el manejo de la crisis de 1929 fue percibido como exitoso en cuanto había logrado dos importantes objetivos. Uno, contener y revertir su terrible impacto inicial y, otro, conducir al sistema mundial a un escalón superior de desarrollo civilizatorio. En el proceso, la ideología del progreso – sucesora a su vez de la de la civilización, tan cercana a las oligarquías de nuestra América – cedió su lugar a la del desarrollo, más adecuada a un mundo que dejaba de estar organizado en metrópolis y colonias para constituirse en una comunidad de Estados independientes vinculados entre sí por un único mercado mundial. Y, de una manera en nada casual, fue entre nosotros donde el desarrollo vino a convertirse en un cuerpo teórico y un imaginario colectivo determinante en la conducta de nuestras sociedades y sus Estados hasta la década de 1980.
Como todo modelo explicativo, éste contiene imprecisiones. Lo descrito en el párrafo anterior, por ejemplo, corresponde a las formas más visibles de gestión de aquella crisis, tales como la intervención masiva del Estado en la economía, la ampliación de los derechos democráticos de las capas medias y los trabajadores en los Estados nacionales de la época, y la creación de servicios públicos eficientes de salud pública, educación masiva y seguridad social en esos países. John Maynard Keynes, en lo económico, como Franklin Delano Roosevelt en lo político y lo social constituyen sin duda los héroes más relevantes de aquel momento histórico en este nivel de visibilidad.
            Un segundo nivel, que ha ganado en visibilidad en estos tiempos, hace a las dos grandes reformas que conoció el sistema mundial en el camino hacia la superación de la crisis. La primera se refiere a la creación de un verdadero sistema monetario internacional a partir de los acuerdos de Breton Woods, en julio de 1944. La segunda, y más notoria, a la creación del moderno sistema interestatal, estructurado como una Organización de las Naciones Unidas, que pasó de medio centenar de Estados fundadores en octubre de 1945, a casi doscientos medio siglo después.
            Estos dos niveles de visibilidad en la gestión de aquella crisis fueron el resultado, también, de circunstancias que hoy no tienen equivalente. La primera y más notoria en el plano político fue la claridad de las opciones enfrentadas: el liberalismo al centro, con el fascismo a la derecha y el comunismo estalinista a la izquierda, definieron de manera prístina el escenario de la geopolítica mundial entonces. Y a eso cabría agregar la amplitud de los espacios sociales, ambientales y políticos de maniobra conque contaba entonces el sistema mundial, y de los que carece hoy.
La baja presión demográfica de una población muy inferior a la actual, sometida en su mayor parte a un vasto sistema colonial – al que cabía agregar los que en aquellos años eran considerados como “espacios vacíos” de la América Latina -, permitía contar con reservas de recursos humanos y naturales que ya no están disponibles. En lo político, el espacio de maniobra se desplegaba en dos vertientes. Por un lado, el carácter restrictivo de la vieja democracia liberal imperante en las sociedades de capitalismo más maduro estimulaba la construcción de consensos en torno a la ampliación de los derechos ciudadanos de las capas medias y los trabajadores. Por el otro, se desplegaba la lucha por alcanzar esos derechos a través de la conformación de Estados nacionales en las regiones coloniales de Asia, África y Oceanía.
Allí, además – como en nuestra América -, esa lucha por derechos elementales se combinaba con el carácter primario de las expectativas sociales. Si el analfabetismo supera la mitad de la población adulta, la expectativa de vida al nacer no va más allá de los cincuenta años, la industrialización no se ha iniciado y la organización de los trabajadores es una novedad, concesiones relativamente pequeñas por parte de los grupos dominantes en materia de educación, salud y seguridad social pueden producir transformaciones importantes y de impacto duradero en el desarrollo social.
Y estaba, por supuesto, el enorme espacio de maniobra que ofrecía el sistema colonial para un crecimiento económico renovado. Si éste ya había cumplido su función inicial de subsidio masivo al despegue del capitalismo en los países centrales, su reorganización como sistema de economías nacionales pudo ofrecer – como en efecto lo hizo – un enorme impulso al nuevo ciclo de expansión económica que tuvo lugar entre las décadas de 1950 y 1970, hasta desembocar en la creación de algunas de las condiciones previstas por Gramsci a comienzos de la década de 1930, cuando en sus cuadernos de la cárcel anotaba lo siguiente:
Atlántico – Pacífico. Función del Atlántico en la civilización y en la economía moderna. ¿Se trasladará este eje al Pacífico?  Las masas de población más grandes del mundo están en el Pacífico: si China y la India se convierten en naciones modernas con grandes masas de producción industrial, su alejamiento de la dependencia europea rompería el equilibrio actual: transformación del continente americano, traslado desde la orilla atlántica a la orilla del Pacífico del eje de la vida americana, etcétera. Ver todas estas cuestiones en términos económicos y políticos (tráficos, etcétera).[1]
Otros niveles de visibilidad en la gestión de la crisis de 1929, muy cercanos a este comentario de Gramsci, han sido y son mucho menos percibidos. En lo que hace a la geocultura del sistema mundial, por ejemplo, el énfasis en la formación del concepto de desarrollo puede ocultar la maduración de formas complejas de identidad, pensamiento y organización política en la periferia del sistema, que han venido a tener importantes consecuencias hasta hoy. Así, por ejemplo, los casos del pensamiento radical democrático de José Martí (1853 – 1895) en América Latina, sintetizado en su ensayo Nuestra América, de enero de 1891; del pensamiento nacional democrático de Sun Yat Sen (1886 – 1925), en China, sintetizado en los Tres Principios del Pueblo – democracia, nacionalismo y bienestar -, y los del humanismo patriótico de Mahatma Gandhi (1869 – 1948) y Nelson Mandela.
Tampoco recibe la atención debida el hecho de que la transición al sistema internacional a partir de la gestión de la crisis de 1929 dependió en una constante medida del recurso a la violencia y el autoritarismo en su periferia. Convertida primero en zona caliente de la Guerra Fría, pasó a ser después el escenario de los llamados “Estados fallidos”, cuya viabilidad depende de la presencia de fuerzas de ocupación extranjeras. Así, a la secuencia inicial de violencias en Palestina, Corea, Argelia, el África ecuatorial, el Sudeste asiático y América Latina, ha sucedido la situación de conflicto endémico, abierto o soterrado en los Balcanes, el Asia Central, el Medio Oriente, el África sub sahariana, y México y Colombia, por mencionar sólo casos muy visibles.
Hoy, en todo caso, está en crisis lo que resultó de aquellas transformaciones. La crisis financiera de 2008, en efecto, se vio precedida por crecientes dificultades en el funcionamiento de los mecanismos de gestión del sistema internacional. Esta dificultad se hizo evidente ya a principios de la década de 1990, en el intento de conciliar el imaginario del desarrollo en el sistema internacional – expresado en el papel del organismo creado para promoverlo, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo -, con el reconocimiento de la insostenibilidad de ese objetivo que emerge como problema en la Cumbre de la Tierra de 1992.
A esa dificultad de orden ideológico y cultural se agrega, poco después, la de orden político que resulta del fracaso del intento de transitar hacia un sistema internacional organizado en torno a la Organización Mundial del Comercio, como resultado de la resistencia masiva a la versión neoliberal de la globalización. A partir de allí, el proceso de globalización pasó a tener dos voceros enfrentados entre sí: los Foros de Davos y de Porto Alegre. Y si bien el primero expresa la aspiración a una organización mucho más eficiente del desarrollo desigual y combinado a escala mundial, y el otro la demanda de un mundo en el que la equidad y la sostenibilidad se requieran mutuamente para un desarrollo que mereciera ser llamado humano, el enfrentamiento entre ambos – como lo advirtiera Immanuel Wallerstein en 2004 -, no está referido “a si estamos o no a favor del capitalismo como sistema mundial”, si no al hecho de que la que está en cuestión es
en lo más esencial, si el sistema de reemplazo será jerárquico y polarizante (esto es, igual o peor que el sistema actual) o será en cambio relativamente democrático e igualitario. Estas son opciones morales básicas, y estar de uno u otro lado determina nuestras políticas.[2]
XXI
Esta crisis – nuestra crisis – ha venido a expresar, así, el agotamiento de las premisas políticas, culturales y ambientales que habían sostenido la transformación del moderno sistema mundial a partir de la segunda postguerra, y definido el de las ciencias sociales como discurso explicativo de su desarrollo.[3] Por lo mismo, ella se ubica de lleno en el terreno de la hegemonía, en cuanto expresa la incapacidad de la geocultura del sistema mundial para dar cuenta de su contradicción más profunda: la del carácter desigual y combinado del desarrollo que ese sistema organiza, del cual depende para existir, y en cuyo marco debe encarar sus problemas o enfrentar el riesgo de su propia implosión.
La complejidad de esta circunstancia nos obliga – y seguirá haciéndolo – a reexaminar una y otra vez nuestras conclusiones sobre el carácter y el significado de esta crisis en el desarrollo del mundo que hemos conocido. Nos encontramos, así, en una circunstancia muy semejante a la que encaraba la generación de jóvenes revolucionarios latinoamericanos de la que formaba parte José Martí en 1881:
Nacidos en una época turbulenta, arrastrados al abrir los ojos a la luz por ideas ya hechas y por corrientes ya creadas, obedeciendo a instintos y a impulsos, más que a juicios y determinaciones, los hombres de la generación actual vivimos en un desconocimiento lastimoso y casi total del problema que nos toca resolver. […] Establecer el problema es necesario, con sus datos, procesos y conclusiones.- Así, sinceramente y tenazmente, se llega al bienestar: no de otro modo. Y se adquieren tamaños de hombres libres.[4]
            El proceso de globalización ha creado ya, en efecto, opciones de un nuevo tipo – desde ciudades – Estado como Singapur hasta regiones económicas de creciente integración política y ascendiente global, como las de Asia Pacífico y el Mercosur -, cuyos oportunidades y necesidades de desarrollo desbordan las capacidades de las estructuras políticas de cooperación intergubernamental, y de las economías organizadas a partir de mercados nacionales. En ese marco, también, están en marcha nuevos y complejos procesos de concentración y centralización del capital. Asistimos otra vez a la destrucción masiva de empleos y de organizaciones productivas; a incrementos en la productividad derivados de la innovación tecnológica combinada con la sobrexplotación de los trabajadores; a la formación de sectores de actividad económica nueva, como el mercado de servicios ambientales, y al conflicto entre nuevas fracciones del capital.
En nuestra América, en conjunto con – y más allá de- los procesos de reforma democrática y estabilización económica que ocurren en Estados tan diversos como los de Venezuela, Bolivia, Ecuador, Cuba, Brasil, Chile, Uruguay y Argentina, se acentúa el proceso de reorganización territorial de las economías iniciado en la década de 1990. Nuestra región, cada vez más urbanizada, expande sus fronteras de recursos, organiza como verdaderas biofábricas sus espacios de agroexportación, e intensifica la transformación de la naturaleza en capital natural por los medios más diversos, desde la inversión en megaproyectos de infraestructuras, el desarrollo de nuevas y más eficientes modalidades de inserción en el mercado global de servicios ambiéntales, y la creación de los marcos legales y culturales que esos mercados requieren para operar con eficiencia en el nivel glocal.
Todo esto, naturalmente, se presenta acompañado de una cauda de conflictos entre estructuras de convivencia y modelos de gestión política, social, económica y ambiental viejos y nuevos. Esto abre espacio a la formación de alianzas de estas nuevas fracciones con sectores de capas medias urbanas y de pobres de la ciudad y el campo resocializados para bien o para mal en el curso de estos procesos. Y, frente al carácter esencialmente defensivo de las luchas populares en este terreno, establece un campo fecundo para el desarrollo de opciones alternativas que sean viables en cuanto faciliten la creación colectiva de nuevas formas de expresión del interés general de comunidades territoriales, regionales nacionales complejas.
            Nada de esto implica que las luchas sociales – y sin duda la lucha de clases – hayan dejado de ser el motor de la historia. Supone, simplemente, que ese motor ha pasado a operar en un nivel de complejidad que nos obliga a replantearnos una vez más lo que sabíamos o creíamos saber sobre su funcionamiento. ¿De qué clases se trata, en esta etapa de esta historia?; ¿cuáles son, cómo son, dónde están?; ¿qué tienen de común, qué de distinto con el pasado inmediato y mediato del que proceden?; ¿cómo y dónde se estructuran las relaciones que mantienen entre sí en las distintas regiones y las diversas escalas del sistema mundial en que actúan? Y en estos términos, ¿qué posibilidades existen de identificar y establecer formas nuevas de expresión de intereses colectivos, y las formaciones sociales y políticas capaces de ejercer ese interés en cada región y cada ámbito del sistema?
Para las ciencias sociales en general, y para las nuestras en particular, esto plantea singulares desafíos. El primero y más complejo, sin duda, es dejar de ser lo que han sido y son: ámbitos especializados para el estudio del mercado, la sociedad y el Estado en un mundo en el que la historia sólo puede ocuparse del pasado. Estamos otra vez en aquella situación de 1845, en que cabía afirmar que la tarea de interpretar el mundo debía ceder su lugar a la explicarlo para transformarlo. Nos toca, otra vez, recuperar y ejercer aquella negativa “a separar las diferentes disciplinas académicas” a que se refiere Eric J. Hobsbawn cuando, al analizar el significado contemporáneo de la obra de Carlos Marx, señala que, para éste,
Las relaciones sociales (es decir, la organización social en el sentido más amplio) y las fuerzas materiales de producción, a cuyo nivel corresponden, no pueden ser divididas. “La estructura económica de la sociedad está formada por la totalidad de estas relaciones de producción”.[…] El desarrollo económico no puede quedar reducido a “crecimiento económico”, y mucho menos a la variación de factores aislados como la productividad o el índice de acumulación de capital”.[5]
Esto es tanto más necesario en cuanto que la nuestra es, en lo político, una circunstancia de hechos cumplidos. El programa neoliberal es uno de esos hechos, al menos en su forma de Consenso de Washington, por más que muchas de sus políticas lo hayan sobrevivido. El programa inicial de resistencia a las consecuencias del neoliberalismo está agotado también. Los sectores subordinados carecen de un proyecto alternativo. Los sectores dominantes también. En ambos campos se acentúan las contradicciones internas, con la salvedad de que es más viable la resistencia desde estructuras profundas de encuadramiento y dominación que permanecen esencialmente intactas, que el paso a una ofensiva general de los dominados contra esas estructuras.
Las cosas, en suma, ya no son lo que eran, ni volverán a serlo. Tampoco, sin embargo, han llegado a ser lo que serán. Por lo mismo, cabe recordar que, si bien nunca existe un pasado al cual regresar, la crisis abre ante nosotros múltiples opciones de futuro a construir. A esas opciones es que cabe referir todas las propuestas que afloran por todos los ámbitos de nuestra cultura, desde el bien vivir hasta  la demanda de un mundo en que quepan todos los mundos.
Al propio tiempo, esta circunstancia – en que los conflictos que emergen de la crisis se combinan con los que fueron mediatizados pero no resueltos en el ciclo hegemónico que culmina – ofrece nuevas posibilidades de construcción de entendimientos entre movimientos sociales emergentes que se expresan desde racionalidades y con voces sin cabida en la geocultura que implosiona. El detalle de esos entendimientos en casos particulares será diverso, pero sus lineamientos fundamentales ganan cada día en claridad: gobierno basado en el consenso; autoridad funcional, no jerárquica ni de casta; igualdad sustentada en la equidad; armonía en las relaciones sociales, y en las interacciones entre sistemas sociales y sistemas naturales, y una producción centrada en valores de uso, y en la valoración de los recursos a partir de la función que cumplen en los ecosistemas que los proveen.
Lo esencial, ahora, es que los sectores oprimidos – siempre a la defensiva, siempre empujados a la dispersión por el acoso incesante de los opresores- despliegan capacidades de iniciativa y concertación que habían estado ausentes de la política latinoamericana desde la década de 1980. Una vez más: no hay en nuestra América batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza. Volvemos al camino que va de Martí a Mariátegui, y allí al Che, a la Teología de la Liberación y a los movimientos sociales nuevos. El pequeño género humano que dio de sí a Bolívar ha dicho otra vez ¡basta!, y otra vez ha echado a andar.
Buenos Aires – Panamá, septiembre de 2009 / agosto de 2012


[1] Cuadernos de la Cárcel. Edición crítica del Instituto Gramsci. A cargo de Valentino Gerratana. Ediciones ERA, México, I, 276.
[2] “Después del desarrollismo”. Ponencia presentada en la conferencia “Development Challenges for the 21st Century”, Universidad de Cornell, Octubre 1, 2004.
[3] En estas circunstancias – sobre todo a partir del derrumbe del socialismo en la Unión Soviética y Europa Oriental, que hace recaer todo el peso de la crisis sobre el centro liberal – no es de extrañar que  se multipliquen lo que Gramsci llamó “fenómenos morbosos” que caracterizan la fragmentación de los marcos preexistentes de referencia y control. Tal es el caso de la creciente importancia política que adquiere la difusión de los fundamentalismos de todo tipo, regresiones populistas, fragmentación y disolución de formaciones estatales, migraciones sin control y situaciones de carácter cuasi maltusiano que asolan regiones completas, como el África subsahariana, en un marco de erosión generalizada de las formas tradicionales de autoridad moral y política y de generalización del recurso a la violencia como medio de control social.
[4] José Martí, Cuadernos de apuntes, 1881. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975.
[5] Cómo Cambiar el Mundo. Marx y el marxismo 1840 – 2011. Crítica, Barcelona, pp. 143 – 144.

Panamá: ayer desde mañana

Panamá: ayer desde mañana
Guillermo Castro H.
Para Luis Pulido Ritter, allá entre teutones
Como lo destacara Luis Pulido Ritter en su columna del 23 de diciembre pasado en La Estrella de Panamá, 1989 fue tanto el año de la caída del muro de Berlín como de la invasión norteamericana a Panamá. Si la caída del muro – dice – lo hizo sentir “que el mundo giraba, que se abría una nueva época”, la invasión destruyó aquella “corta ilusión”, para devolverlo a la realidad de una clase política panameña que había fracasado “históricamente … en crear unas instituciones estables, serias, y democráticas, abriendo así el espacio para que se instalaran los militares y floreciera un personaje como Noriega & Co.” [1]
El artículo de Pulido refleja muy bien el carácter contradictorio de los tiempos que vivimos en esta crisis larga, cuyas raíces quizás se remontan a 1968, que fue a su modo el 1848 del siglo XX. Algunos, ante la caída del muro, podían preguntarse en qué podrían creer de allí en adelante. Esa pregunta, sin embargo, no estuvo en la mente siquiera de toda una multitud – grande o pequeña, da igual – de latinoamericanos que siguieron creyendo en lo que ya creían, que era en sí mismos, y en sus pueblos.
Fuera su verdad la de José Martí, la de José Carlos Mariátegui, o la de Gustavo Gutiérrez, la caída del muro lo que hizo fue estimular la reflexión y el debate sobre los términos en que de allí en adelante sería necesario luchar por ella. Y pocos años después, en México, llegaron los mayas zapatistas a plantear un problema sin solución en el capitalismo salvaje – que es, a su modo, la otra cara del socialismo real-: el de la creación de un mundo en el que cupieran todos los mundos, y en el que la forma normal de hacer política consistiera en mandar obedeciendo. De entonces acá, nada les ha quitado la razón que tenían y tienen, y que resaltaron una vez más la semana pasada, con su marcha del silencio por las ciudades de Chiapas.
En lo que hace a la invasión, se le hace un servicio a nuestros grupos dominantes al encararla como un conflicto entre Estados, desconociendo el carácter histórico de éstos, y de las relaciones que habían mantenido entre sí. Una vez vaciado de historia el asunto, toda interpretación es posible, y la más cómoda para el tercio superior de la sociedad es sin duda aquella que nos hace a todos culpables.
Siempre cabe, por supuesto, interrogar al pasado a partir de preguntas diferentes a las usuales en nuestro medio:¿quién tuvo la culpa? ¿Noriega, la Cruzada, la oligarquía o la nación perdedora en pleno? Cabría preguntar en cambio, por ejemplo, por qué todos los Tratados que conducen a la liquidación del enclave militar – industrial del Estado norteamericano en Panamá fueron firmados, por la parte panameña, por mandatarios vinculados a golpes de Estado: Harmodio Arias en 1931, José Remón en 1951, y Omar Torrijos en 1968 – dos de los cuales, además, tuvieron una muerte violenta.
Y a esa pregunta tendría que seguir la del papel de esos Tratados en el desarrollo del capitalismo en Panamá (pues el desarrollo siempre es el desarrollo de algo, y en este caso, con toda evidencia, es el de esa economía y – con ella – el del Estado más adecuado a sus necesidades). La apertura del mercado del enclave militar – industrial a la producción agropecuaria e industrial criolla, a partir de 1936; la captura para el mercado panameño de los salarios de los criollos afortunados que trabajaban en el enclave como empleados federales, a partir de 1955, y finalmente la captura del propio enclave para el mercado interior, y para optimizar la inserción de nuestra economía en el mercado global podría ser una respuesta adecuada.
En esa lógica, la invasión extranjera es la forma que adopta, en nuestra circunstancia, un golpe de Estado ejecutado por las fuerzas armadas de la potencia hegemónica en el Istmo, para establecer el régimen correspondiente a las necesidades de una nueva etapa en el desarrollo del capitalismo en nuestra tierra. Por lo mismo, fue ejecutado no sólo contra el adversario del momento, sino además contra el que pudiera haber surgido de una evolución distinta de los acontecimientos.
El régimen encabezado por Noriega sin duda había corrompido hasta el tuétano a su entorno militar y político, tras utilizar para sus propios propósitos a lo que quedaba de sano y popular en el torrijismo. El poder realmente existente en la sociedad – aquel que algunos han llamado el de “los dueños de Panamá” -, por su parte, había utilizado las aspiraciones democráticas de nuestras capas medias, las había alentado a organizarse y enfrentar al norieguismo, y las había desmovilizado en cuanto se hizo evidente que aquel régimen hubiera podido ser derrocado por esa movilización. Era necesaria una solución militar, con su secuela inevitable de terrorismo de Estado, no por falta de otra alternativa, sino porque era indispensable que el derrocamiento del régimen no condujera a una revolución democrática en Panamá, precisamente en las vísperas del reparto del botín del enclave.
Uno de los problemas de nuestro entender criollo radica en el mal mal hábito de hacer historia mirando al pasado, no al futuro. De eso resulta, siempre, que se termine por pensar que el mañana será por necesidad una réplica a escala ampliada del ayer. Así, para una multitud de algunos, el objetivo de la invasión no fue sentar las bases para una etapa nueva de desarrollo, sino el restablecimiento del ayer en nuestras vidas o, dicho en criollo, para restaurar a la Oligarquía en el poder. Para otra (menor) multitud, la clave de todo misterio está en el Talmud del Documento de Santa Fe.
En esa perspectiva – regida por el principio de que siempre que pasa igual sucede lo mismo – no cabe realmente imaginar que era necesario establecer un Estado capaz de llevar a cabo una reforma neoliberal de nuestra economía en un plazo breve y de manera enérgica. Y sin embargo ese fue el caso, con la creación de un Estado neoliberal en el que – si bien la impronta social retornó a los sectores más tradicionales del poder criollo -, la económica se tradujo en el sometimiento de los sectores agropecuario, comercial e industrial de la economía a la hegemonía del capital financiero.
En todo caso, lo surgido entonces se agota hoy. Vivimos en una crisis global, sin duda. Pero esto sólo quiere decir que esa crisis se expresa en cada Estado de acuerdo a su circunstancia histórica particular. Desde el Bravo a la Patagonia, toda la América Latina ha entrado en una fase de transición, que se expresa de manera distinta en Cuba que en Chile, o en Colombia y Panamá, pero de la cual todos estos países saldrán transformados en algo distinto, que bien puede ser mucho mejor, o mucho peor.
Hoy, como nunca, es importante volver a estudiar el pasado desde las preocupaciones que nos inspira el futuro. Una vez más, acudiendo a todo lo que va del Papel histórico de los grupos humanos en Panamá, de Hernán Porras en 1953, y La concentración del poder económico en Panamá, de Marco Gandásegui en 1964, a – en este siglo –  La filosofía de la nación romántica de Luis Pulido Ritter y el estudio de Patricia Pizzurno sobre el papel del racismo en nuestra historia contemporánea. Y, de nuevo, atendiendo a la advertencia que nos legara  José Martí, en tiempos de otra crisis, con sus propias posibilidades de futuro:
Estudien, los que pretenden opinar. No se opina con la fantasía, ni con el deseo, sino con la realidad conocida, con la realidad hirviente en las manos enérgicas y sinceras que se entran a buscarla por lo difícil y oscuro del mundo. Evitar lo pasado y componernos en lo presente, para un porvenir confuso al principio, y seguro luego por la administración justiciera y total de la libertad culta y trabajadora: ésa es la obligación, y la cumplimos. Ésa es la obligación de la conciencia, y el dictado  científico. […] Amemos la herida que nos viene de los nuestros. Y fundemos, sin la ira del sectario, ni la vanidad del ambicioso.”[2]
Panamá, 26 de diciembre de 2012.


[2] “Crece”.[Patria, 5 de abril de 1894]. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975. III, 121.

Tiempos nuevos, Estado nuevo. Panamá en las vísperas de 2010.

Tiempos nuevos, Estado nuevo.
Panamá en las vísperas de 2010.
Guillermo Castro H.
Se dice desde hace mucho que la política es el arte de lo posible. En esa misma perspectiva, cabría decir que la administración es el arte de crear las condiciones que hagan posible aquello que el desarrollo de la sociedad revela ya como necesario. Comprender de esta manera el vínculo entre administración y política tiene especial importancia en países en los que el desarrollo se manifiesta en formas heterogéneas y contradictorias, que tienden a acentuar los conflictos internos sin llegar a crear realmente las premisas para su pronta solución. Y aunque esto no es privativo de los países más afectados por las asimetrías de la interdependencia global, es en ellos donde esos conflictos suelen manifestarse de manera más aguda y más compleja.
Esta situación se acentúa en casos como el de Panamá, donde está en curso un proceso de transición entre un país que ya no existe, y otro que aún se encuentra en construcción. Aquí, en efecto, la sociedad y su administración pública se encuentran desde hace ya una década en el proceso de pasar de un Estado concebido para promover un estilo de desarrollo protegido al margen de un enclave de capital monopólico estatal extranjero – no fue otra cosa la antigua Zona del Canal – a otro, nuevo, que fomente un estilo de desarrollo abierto, organizado a partir de la Plataforma de Servicios Transnacionales que viene tomando forma en el entorno de la vía interoceánica.
Hoy, los desencuentros y las diferencias de ritmo entre los diversos sectores de la vida nacional en el marco de dicho proceso explican los graves problemas que aquejan a los servicios públicos que el Estado debe ofrecer en materia de educación, salud, seguridad y transporte. Esos servicios, en efecto, se encuentran a cargo de instituciones que fueron diseñadas para cumplir sus funciones en una circunstancia social, económica, cultural y demográfica que ya no existe, y tendrán que ser objeto de una re – creación, de un alcance no menor – y de una complejidad mucho mayor – que el de los esfuerzos equivalentes llevados a cabo en el pasado por las administraciones encabezadas por estadistas como Belisario Porras, Harmodio Arias y Omar Torrijos Herrera.
De lo que se trata hoy, en efecto, no es tanto de administrar con mayor eficiencia una estructura consolidada, sino y sobre todo de fomentar y orientar de manera eficaz la formación de las nuevas estructuras de gestión que el desarrollo del país requiere. Son muchos ya los problemas que el viejo Estado ya no puede resolver, pero el mayor de todos consiste, sin duda alguna, en que las estructuras de gestión pública – y las mentalidades correspondientes a las mismas – perdieron hace mucho la capacidad que alguna vez tuvieron para propiciar la formación de tejido social nuevo, que permita al Estado actuar en acuerdo de conjunto con la ciudadanía, y que permita a la ciudadanía ejercer un verdadero control social de la gestión estatal.
En esta circunstancia, convendría empezar por un examen atento de experiencias y logros muy valiosos que ya han sido obtenidos en esta transición. En lo que respecta a la cooperación entre el ámbito privado y el sector público para ofrecer soluciones innovadoras a problemas nuevos, por ejemplo, la Ciudad del Saber es un caso destacado. En lo que respecta a la oferta de servicios internacionales de gran complejidad, la Autoridad del Canal de Panamá ya es, sin duda, el más destacado caso de innovación exitosa en el país.
Hay mucho que hacer, en verdad, y mucho que aprender. Para encarar con éxito el desafío de la transición hacia un Estado nuevo, conviene recordar que el mejor camino es el que nos lleve desde lo que somos a lo que aspiramos a ser. Aquí, ahora, no basta crecer en el mundo. Hay que ir más allá. Hay que crecer con el mundo, para ayudarlo a crecer y cambiar de un modo que nos permita colaborar a todos en la superación de las estructuras globales, regionales y locales que generan la desigualdad en el acceso a los frutos del progreso, y renuevan sin cesar – entre nosotros y en torno nuestro – los obstáculos al desarrollo que surgen de la pobreza, la incultura y el atraso.
Esto tiene especial importancia, además, porque nuestros problemas ya no son administrativos, sino políticos. Por lo mismo, demanda la creación – justamente – de las condiciones necesarias para establecer una administración nueva, mucho más ágil, mucho más participativa: en breve, mucho más democrática. Hasta ahora, en campos como los de la provisión de servicios de educación y de salud, el esfuerzo nacional se ha orientado mucho más a preservar que a transformar las estructuras de gestión que hemos heredado del viejo Estado proteccionista. Y esto nos ha llevado al intento imposible de encarar, contra los vientos y mareas de los tiempos nuevos, los problemas del mañana desde las mentalidades del anteayer.
Ante todo esto, hay que ser creativos, sin duda. Pero la creatividad sólo será útil en la medida en que hunda sus raíces en la realidad que debemos transformar. Hay que tener extremo cuidado aquí con la transformación de las experiencias de otros en modelos a imitar por nosotros. A ese cuidado se debe, por ejemplo, el gran éxito de Singapur y de Corea del Sur. El primero, por haber adoptado la estrategia de desarrollo más adecuada para una economía que carece de agricultura y de una amplia reserva de mano de obra barata. El segundo, por haber resuelto primero en un mismo empeño los problemas – íntimamente relacionados entre sí – del atraso agrario y el atraso industrial, mediante una reforma agraria que garantizó el abastecimiento de alimentos para los trabajadores de la industria urbana, y creó al mismo tiempo un mercado de trabajo para los hijos de los campesinos, y un mercado rural para la producción industrial. Y ambos, además, llevaron a cabo la tarea gracias a la consolidación de un Estado nacional que ha sido fuerte en la medida en que ha sido eficaz.
¿Cómo será el nuevo Estado panameño? Es difícil imaginarlo en detalle en las actuales circunstancias, tan marcadas por el conflicto entre lo nuevo que emerge, y lo viejo que se resiste a desaparecer. Aun así, cabe imaginar que no será simplemente el Estado que resulte más adecuado para llevar a su culminación los primeros grandes logros de nuestra transición, como la creación de una verdadera plataforma de servicios transnacionales en torno al Canal, y la proyección de un nuevo lugar de Panamá en la economía mundial que hoy se reconstituye en torno a la cuenca del Pacífico Norte. Además, y sobre todo, deberá ser el Estado que resulte más capaz de encarar, encauzar y convertir en una fuerza transformadora toda la enorme energía social que surge de la acentuación de las desigualdades y los conflictos internos de nuestra propia sociedad. Este ha de ser, por necesidad, el punto de partida de un debate que entre nosotros apenas empieza.